Flora Thompson - Trilogía de Candleford

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La
Trilogía de Candleford, compuesta por los volúmenes
Lark Rise, Vuelta a Candleford y
Candleford Green, es un clásico de la vida rural británica a finales del siglo XIX inspirado en la infancia y juventud de la propia autora.Cuenta la historia de tres comunidades de Oxfordshire estrechamente relacionadas: la aldea de Juniper Hill (Lark Rise), donde Flora creció; Buckingham (Candleford), una de las ciudades más cercanas, y el pueblo vecino de Fringford (Candleford Green), en el que Flora consiguió su primer trabajo en la oficina de correos local.Un gran canto a la Inglaterra rural victoriana, cuyas páginas han inspirado dos obras de teatro en Londres y una célebre serie de diez capítulos de la BBC en 2008, que dio a conocer la obra de Flora Thompson en todo el mundo.

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Los jóvenes Ashley solo tenían un hijo varón, más o menos de la edad de Edmund, y los niños de la última casa jugaban a veces con él. Una mañana de sábado, cuando Laura fue a su casa para buscar al pequeño, contempló una escena que se grabaría en su mente para toda la vida. Era la hora en que todos los hogares del pueblo se ponían patas arriba para la limpieza del sábado. Los niños y niñas de más edad, de nuevo en casa después de la escuela, salían y entraban corriendo de sus casas y discutían jugando entre los setos. Las madres reñían y los bebés berreaban mientras los envolvían en su chal para que las hermanas mayores se los llevaran en brazos a pasear. Era el típico día que Laura detestaba, pues en casa no había ningún lugar tranquilo donde refugiarse para leer un libro, y fuera la amenazaba el constante peligro de que la escogieran para jugar a la fuerza a juegos de los que salía mal parada o que simplemente le resultaban aburridos.

En casa de Freddy Ashley, sin embargo, todo era paz y tranquilidad e inmaculada pureza. Las paredes estaban recién blanqueadas y la mesa y el suelo de tarima eran de un pálido color paja, resultado obtenido sin duda a base de mucho frotar; la rejilla de cocinar, bellamente bruñida, relucía con un intenso color carmesí, pues el horno se estaba calentando; y sobre la mesa, cubierta con un mantel tan blanco como la nieve, había una tabla y un rodillo de amasar. Freddy estaba ayudando a su madre a hacer galletas, separando los pedacitos de masa a los que ella daría forma con un pequeño molde de latón. Sus rostros, al mismo tiempo tan simples y hermosos, estaban muy cerca el uno del otro sobre la tabla de amasar. Y las voces de ambos cuando la invitaron a entrar y sentarse junto al fuego sonaron en sus oídos como las de dos ángeles, después del alboroto que había dejado afuera.

Aquello le permitió vislumbrar fugazmente que existía un mundo diferente al que ella conocía y la escena pervivió en su interior como algo puro, hermoso y apacible. Se le ocurrió entonces que aquel hogar de Nazaret debía de parecerse bastante al de Freddy.

Las mujeres nunca trabajaban en los huertos ni en las parcelas, ni siquiera cuando ya habían criado a sus hijos y tenían tiempo de sobra, pues según la estricta división del trabajo que prevalecía en la aldea, eso era «tarea de hombres». Las ideas victorianas también habían calado allí hasta cierto punto, y cualquier labor que hubiera que desempeñar fuera de casa era considerada poco femenina. Pero ni siquiera ese código era capaz de impedir que las mujeres cuidaran de su jardín, y la mayoría de las casas disponían al menos de una pequeña superficie aprovechable bordeando el sendero de sus casas. Como no sobraba dinero para comprar semillas y plantas, dependían de las raíces y los esquejes de sus vecinos, por lo que en general había poca variedad. No obstante, se plantaban todas las clásicas flores de jardín de dulces aromas: jacintos, clavelinas y ajenuces, alhelíes y nomeolvides en primavera, y malvarrosas y margaritas de san Miguel con la llegada del otoño. Además, había lavanda y rosa mosqueta y artemisia, también conocida como «amor de hombre», aunque en la región la llamaban sencillamente «viejo».

En casi todos los jardines había un rosal, pero no de los que daban flores de vivos colores. Solo la vieja Sally tenía de esos. Los demás debían contentarse con las típicas rosas blancas con un leve tinte rosado en el centro conocidas como «rubor de doncella». Laura solía preguntarse quién habría llevado a la aldea el primer rosal, pues era evidente que desde entonces los esquejes habían ido pasando de mano en mano entre todos los vecinos.

Además del jardín de flores, las mujeres cultivaban especias en un rinconcito donde había tomillo, perejil y salvia para cocinar y romero para darle sabor a la manteca de cerdo elaborada en casa, lavanda para perfumar la mejor ropa, y menta, poleo, marrubio, manzanilla, tanaceto, melisa y ruda como remedios para distintos males del cuerpo. Tomaban mucha manzanilla para prevenir los resfriados, para calmar los nervios y como tónico general. Siempre había preparada una gran jarra para recuperarse después del parto. El marrubio se tomaba con miel para la garganta irritada y la tos de pecho. El té de menta se tomaba más bien como un lujo que como una medicina. Se ofrecía en ocasiones especiales y se bebía en vasos de vino. Además, las mujeres utilizaban el poleo con un fin muy particular, aunque a juzgar por las apariencias no resultaba muy efectivo.

Además de las cultivadas en el jardín, algunas de las mujeres más ancianas utilizaban especias silvestres que recogían en las distintas estaciones y ponían a secar. Pero los conocimientos sobre ellas y los usos que se les daban se habían ido perdiendo, y la mayoría de la gente dependía de las que cultivaba en su propio jardín. La aquilea, o milenrama, era una excepción, pues todo el mundo la recogía en grandes cantidades para preparar «cerveza de hierbas». Se preparaban litros de esta bebida que los hombres llevaban a trabajar en sus latas para el té y era almacenada en la despensa para que madres e hijos pudieran beber para saciar la sed. La mejor milenrama crecía junto a la carretera y, cuando llegaba la estación seca, las plantas se cubrían de tal modo de polvo blanco que incluso la cerveza, una vez fermentada, tenía un tinte blancuzco. Si los niños hacían algún comentario al respecto, les decían: «A todos nos toca morder el polvo alguna vez en la vida, pero sin duda lo malo se pasa mejor con un buen trago de esta cerveza de hierbas».

Los niños de la última casa se preguntaban si alguna vez les tocaría también a ellos un poco de ese polvo de la vida, pues su madre era muy particular en la cocina. Verduras como la lechuga y el berro las lavaba en tres aguas, en lugar de limitarse a remojarlas y escurrirlas como hacía la mayoría de la gente. Se podía decir que los berros prácticamente los fregaba, a causa de la historia del hombre al que, después de tragarse un renacuajo, le había acabado creciendo una rana adulta en el estómago. Los berros crecían en abundancia y se comían especialmente en primavera, antes de que se pusieran duros y la gente se hartara de ellos. Quizá su buena salud se debiera en gran medida a lo que comían.

La mayoría de los vecinos, con excepción de los más pobres, elaboraban toda clase de vinos caseros. Endrinas y moras crecían por doquier en los setos; el diente de león, la uña de caballo y las prímulas las recogían en los campos, y en los huertos había ruibarbo, grosellas y chirivías. También hacían mermelada con los frutos recogidos en los arbustos. Para ello había que encender una hoguera y su elaboración requería un gran cuidado, aunque el resultado era generalmente bueno —demasiado bueno, según decían las mujeres, pues desaparecía en un santiamén—. Algunas eminentes amas de casa preparaban jalea. La jalea de manzana era una especialidad de la última casa. Las manzanas silvestres abundaban en los alrededores y los hermanos sabían exactamente dónde encontrar las más rojas, las rojas con vetas amarillas y algunas que colgaban de las ramas como manojos de cebollas verdes.

Laura tenía la sensación de que alguna especie de milagro acontecía ante sus ojos cada vez que un cesto de estas manzanas se convertía en jalea tan clara y brillante como un rubí, después de añadirles tan solo agua y azúcar. No tenía en cuenta el tiempo que llevaba cocerlas y escurrirlas o que había que calcular cuidadosamente todas las medidas, hervirlas y aclararlas antes de poder envasarlas en los tarros de cristal que luego se colocaban en un estante de la alacena y proyectaban una luz rojiza sobre sus paredes blancas.

Una exquisitez muy fácil de preparar era el té de prímulas. Para ello se arrancaban las pepitas doradas de un ramillete de prímulas sobre las que se vertía agua hirviendo, luego se dejaba reposar el té unos minutos y ya estaba listo para beber, con o sin azúcar, según el gusto de cada cual.

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