Flora Thompson - Trilogía de Candleford

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La
Trilogía de Candleford, compuesta por los volúmenes
Lark Rise, Vuelta a Candleford y
Candleford Green, es un clásico de la vida rural británica a finales del siglo XIX inspirado en la infancia y juventud de la propia autora.Cuenta la historia de tres comunidades de Oxfordshire estrechamente relacionadas: la aldea de Juniper Hill (Lark Rise), donde Flora creció; Buckingham (Candleford), una de las ciudades más cercanas, y el pueblo vecino de Fringford (Candleford Green), en el que Flora consiguió su primer trabajo en la oficina de correos local.Un gran canto a la Inglaterra rural victoriana, cuyas páginas han inspirado dos obras de teatro en Londres y una célebre serie de diez capítulos de la BBC en 2008, que dio a conocer la obra de Flora Thompson en todo el mundo.

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—Ese es un pez de San Pedro, cariño. ¿Ves las marcas negras? Mira, son como marcas de dedos, ¿no te parece? Y, efetivamente, dicen que eso es lo que son. Él se las hizo aquella noche, ¿sabes? Cuando estaban pescando y capturó algunos y los asó para los demás. Y desde entonces, según dicen, cada pez de San Pedro que sale del mar lleva las marcas de sus dedos sobre la piel.

Laura estaba desconcertada, pues Jerry no había mencionado ningún mar en particular. Además, no era muy probable que un viejo bebedor y malhablado como él —tal y como ella le veía— conociera las Sagradas Escrituras.

—¿Te refieres al mar de Galilea? —preguntó con timidez.

—Eso es, cariño. Eso es lo que cuentan. Si es cierto o no, yo lo desconozo, pero ahí están las marcas, bien a la vista, y eso es lo que se dice en nuestro negocio.

Los tomates también llegaron por primera vez a la aldea en el carro de Jerry. No hacía mucho tiempo que habían sido introducidos en el país y poco a poco se iban abriendo camino en los mercados. En aquella época eran más aplastados que hoy en día y tenían profundas estrías donde se unían al tallo, lo que les daba un aspecto casi estrellado. Además de rojos, los había de un color amarillo claro, pero con el paso de los años los amarillos desaparecieron y los rojos eran cada vez más redondos y lisos, como los que vemos ahora.

Desde el primer momento, el cesto repleto de frutos rojos y amarillos atrajo la mirada de Laura, que adoraba los colores.

—¿Qué son esos de ahí? —le preguntó al viejo Jerry.

—Manzanas del amor,7 pequeña. Manzanas del amor, eso es lo que son. Aunque algunos inorantes los llaman tomiates. Pero no te gustarán, creme. Son feos y amargos, como todo lo que comen los burgueses. Llévate una naranja bien dulce y bonita por ese penique.

Pero Laura sentía que tenía que probar las manzanas del amor, de modo que insistió en llevarse una.

Su atrevimiento atrajo la atención de los demás espectadores.

—No vayas a comértela ahora —le dijo una mujer—. Te pondrás mala. Lo sé porque yo misma me comí una de esas cosas horribles en casa de mi Minnie.

Y los tomates siguieron siendo durante años cosas repugnantes y horribles en el imaginario popular, aunque la mayoría de la gente prefiere el intenso sabor de los que había entonces a los tomates insípidos y aguados, más grandes y lisos, de hoy en día.

El señor Wilkins, el panadero, visitaba la aldea tres veces por semana. Su alargada y laxa figura, ceñida a la altura de las caderas por un mandil blanco que siempre parecía a punto de escurrírsele hasta los pies, era muy familiar para los inquilinos de la última casa. Siempre se paraba un ratito para disfrutar de una taza de té, que tomaba a pequeños sorbos apoyado en un extremo de la cómoda. Nunca se sentaba, pues decía que no tenía tiempo; motivo por el que, al parecer, tampoco se tomaba la molestia de cambiarse la ropa manchada de harina que llevaba en el obrador antes de salir a repartir su mercancía.

No era un panadero corriente, sino un armador de profesión que durante una visita al pueblo vecino para ver a unos parientes había conocido a la que sería su esposa y había decidido echar el ancla tierra adentro. El padre de la moza era ya anciano, ella era su única hija y era necesario atender el negocio familiar. De modo que, bien fuera por amor o por asegurar su futuro, había decidido renunciar al mar, aunque seguía siendo marino de corazón.

Apoyado en el marco de la puerta de casa de Laura, contemplaba los cereales mecidos por el viento en los campos de trigo, mientras las nubes se deslizaban veloces por el cielo, y decía: «Muy bonito, sí. Pero comparado con el mar esto está muerto». Y les contaba a los niños cómo se alzaban las olas en plena tormenta, «tan altas como los muros de una casa a punto de derrumbarse sobre tu barco». Y les hablaba de otros mares de aguas tranquilas y claras como un espejo —pero igual de peligrosas—, aguas de las que de cuando en cuando emergían islas salpicadas de palmeras, habitadas por hombrecillos traicioneros que vivían en chozas hechas con hojas de palma y «con la piel tan oscura como esa ropa que llevas, Laura». En una ocasión, tras sobrevivir a un naufragio, había pasado nueve días en un bote a merced de los elementos, los dos últimos sin agua. La lengua se le había pegado al paladar y después del rescate había tardado varias semanas en recuperarse en un hospital.

—Y, aun así —decía—, me encantaría embarcarme en una última travesía, tan solo una. Pero mi querida esposa se hartaría de llorar si se lo mencionara. Y tampoco puedo desatender el negocio, claro está. No, es evidente que el mar se ha terminado para mí. Ya no volveré a navegar.

El único contacto que los niños llegaron a tener con el mar durante aquellos años fue a través de un frasco de medicamento lleno de agua del océano que una muchacha de la aldea que trabajaba de sirvienta en Brighton se trajo a casa como curiosidad. Pasado un tiempo, le regaló la botellita con agua de mar a su hermana pequeña, compañera de escuela de Laura, a la que esta convenció para intercambiarla por un pedazo de pastel y un collar de cuentas azules. Laura la conservó como si fuera un tesoro durante mucho tiempo.

Muchos visitantes casuales atravesaban a menudo la aldea. Gitanos y hojalateros que iban de pueblo en pueblo con su carretillo y su piedra de afilar se apartaban de la carretera principal y llegaban canturreando:

¿Hay cuchillas o tijeras para afilar?

¿O alguna cosa que al hojalatero le pueda interesar?

¿Viejas ollas o teteras que reparar?

Después de guiñar los ojos para examinar a contraluz un jarrón resquebrajado o probar el filo de una cuchilla o unas tijeras en la palma de la mano, se acuclillaban en la orilla de la carretera para trabajar o empezaban a darle vueltas a su chirriante rueda de esmeril, para regocijo de los chiquillos de la aldea, que siempre formaban un corro para contemplar de cerca el espectáculo.

Las gitanas que vendían pinzas para la ropa y mallas para proteger las verduras visitaban la aldea más a menudo, pues estaban acampadas a tan solo un kilómetro y medio, y para ellas ningún sitio era tan pobre como para no reportarles algún tipo de ganancia, por pequeña que fuera. Cuando alguien les abría la puerta, si el ama de casa en cuestión parecía tener menos de cuarenta, la recién llegada preguntaba: «¿Está tu madre en casa, quirida?». Entonces, cuando la dueña de la casa aclaraba su posición, ellas exclamaban con expresión asombrada: «¿No pretenderás dicime que tú eres la madre? Pero mira por dónde. Nunca lo habría divinao».

Por más que los repitieran, esos cumplidos siempre funcionaban y suponían la cuña perfecta para iniciar una larga conversación, en el curso de la cual la voluntariosa «egipcia» no solo averiguaba la historia completa de la familia de la mujer, sino también un buen puñado de detalles acerca de sus vecinos, que reservaba debidamente para su uso futuro. Después llegaba la petición de «un puñao de patatas menudas o una cebolla o dos pa la olla». En caso de recibirlas, algo bastante frecuente, también le rogaban a la «guapa señora» para que les donara algún viejo vestido, una camisa de su marido o cualquier cosa que los niños ya no usaran. Y, por más pobre que fuera la aldea, algunas prendas raídas y en desuso siempre terminaban por engordar el hatillo de trapos de la gitana, que luego acabaría vendiendo a algún trapero.

Algunas veces las gitanas se ofrecían a leer el porvenir a su benefactora, pero la oferta siempre era rechazada. No por escepticismo o falta de curiosidad por el futuro, sino porque nunca tenían la moneda que requería tal servicio.

—No, gracias —respondían las mujeres—. No me hace falta. Ya sé lo que me va a pasar.

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