Mes tras mes el vendedor se presentaba en la aldea y recaudaba lo que podía. Sin embargo, no intentó vender nada más, pues pronto se dio cuenta de que aquella gente no estaba en condiciones de poder pagarle. Era un hombre de buen corazón que escuchaba pacientemente sus miserias y nunca los presionó ni amenazó con denunciarlos. Quizá las deudas acumuladas no eran para él tan importantes como los aldeanos creían, o quizá se sentía culpable por haberlos convencido para comprar cosas que no podían permitirse. En cualquier caso, siguió visitando la aldea hasta recaudar todo lo que creyó posible y después desapareció.
Algo más divertido sucedió con los barriles de cerveza. En esa época y en esa parte del país los vendedores de cerveza ambulantes, conocidos localmente como «viajantes», recogían encargos en las granjas, en las casas adineradas y también en las fondas. Ningún viajante curtido visitaba las casas de los jornaleros, hasta que apareció por la región un vendedor joven y entusiasta ansioso por cubrir su cuota de ventas, al que se le ocurrió la brillante idea de recorrer la aldea de puerta en puerta ofreciendo su mercancía.
¿No sería espléndido, les decía a las mujeres, tener su propio barril de treinta litros de buena cerveza en Navidad y que bastara con entrar en la alacena para llenar un buen vaso de cerveza para sus maridos y amigos? La cerveza salía mucho más barata por barriles que al precio al que se consumía en la taberna. A largo plazo ahorrarían un buen dinero y qué bien quedarían cada vez que sirvieran a las visitas una buena jarra de espumeante cerveza. En cuanto al pago, solían enviar sus recibos trimestralmente, de modo que tendrían mucho tiempo para ahorrar.
Y en efecto, las mujeres estuvieron de acuerdo en que sería espléndido tener en casa su propio barril, e incluso los hombres, cuando conocieron la oferta al llegar a casa, quedaron impresionados por la diferencia de precio al comprar la pipa de treinta litros. Algunos hicieron cuentas sobre el papel y quedaron satisfechos, pues de todos modos en Navidad siempre se gastaban unos chelines de más. Últimamente las mujeres parecían algo más fatigadas de lo habitual y un buen vaso de cerveza en el momento adecuado sentaba mejor que cualquier medicina. También podían contar con un aporte de dinero extra si alguna de las hijas que trabajaban fuera enviaba a tiempo un giro postal, por lo que la idea de encargar el barril no resultaba a fin de cuentas demasiado disparatada.
Otros ni siquiera se molestaron en hacer cálculos y, fascinados por la idea, lo encargaron con total despreocupación. Después de todo, como había dicho el viajante, la Navidad solo llegaba una vez al año, y este año sería toda una celebración. Por supuesto, siempre había algún aguafiestas como el padre de Laura, que dijo sardónicamente: «No estarán tan contentos cuando llegue la hora de pagar».
Los barriles llegaron y se abrieron y la cerveza fluyó alegremente. Cuando las pipas se vaciaron el transportista se presentó en la aldea con su delantal de cuero y las cargó en su carromato tirado por robustos caballos. Pero nadie había ido guardando más que unas pocas monedas de cobre en latas de cacao y mostaza que ocultaban en lugares secretos de sus casas con vistas a pagar lo que debían. Cuando llegó el día de saldar la deuda, solamente tres de los compradores tenían el dinero preparado. No obstante, les concedieron más tiempo. El mes que viene estaría bien, pero ¡cuidado!, entonces tendrían que pagar. La mayoría de las mujeres intentaron de veras reunir el dinero, aunque por supuesto sin éxito. El viajante se presentó en la aldea en reiteradas ocasiones con una actitud cada vez más amenazadora hasta que, transcurridos varios meses, el cervecero decidió denunciar lo sucedido en el juzgado municipal, donde el juez, después de conocer las circunstancias de la venta y los ingresos de los compradores, ordenó que todos pagaran dos peniques semanales hasta liquidar lo debido. Y así concluyó la emocionante experiencia de las familias de la aldea, que llegaron a tener en casa su propio barril de cerveza.
Los buhoneros o comerciantes que en el pasado recorrían de forma habitual el paisaje de la campiña apenas se veían en la década de los ochenta. La gente había empezado a comprar su ropa en la villa, donde la moda era más reciente y a precios más asequibles. Sin embargo, un último superviviente del otrora numeroso clan seguía visitando la aldea de manera irregular y bastante espaciada.
Abandonaba la carretera principal y descendía dando tumbos por el estrecho camino de la aldea. Era un anciano de cabello y barba blancos, aún fuerte y rubicundo, aunque caminaba completamente encorvado bajo el enorme peso de la mercancía que llevaba sobre los hombros, protegida por una lona de color negro.
—¿Quiere comprar algo hoy? —iba preguntando de casa en casa.
Y ante la menor posibilidad de vender algo dejaba su carga en el suelo y abría la lona ante la puerta de la casa. Llevaba siempre una gran variedad de artículos de lo más tentadores: telas para hacer vestidos y camisas, y retales que servían para la ropa de los niños; delantales y petos corrientes y también bonitos; pantalones de pana para los hombres, y lazos y pañuelos de colores para completar el conjunto de los domingos.
—Este tejido es de muy buena calidad, señora. ¡Vaya que sí! —declaraba, extendiendo el material para que pudiera verlo bien—. Un vestido de esta tela es eterno, y después todavía servirá para hacer unas buenas enaguas.
Eran pocas las mujeres de la aldea que podían permitirse probar sus mejores telas. Por lo general compraban lazos, alguna prenda de algodón o un juego de agujas de coser. Y, en cualquier caso, los retales para vestidos y otros de sus géneros eran de excelente calidad y duraban mucho más de lo que cualquiera querría conservar una prenda en aquellos tiempos en que las modas cambiaban ya con tanta rapidez. Suya era la suave y tupida lana gris de fleco blanco del vestido que Laura se ponía, con su delantal de satén negro decorado con copos de nieve en la pechera, para ir a la oficina de Correos a vender sellos.
Una vez cada verano pasaba por la aldea una banda de música alemana y se detenía a tocar delante de la taberna. Estaba formada íntegramente por una familia, un padre y sus seis hijos, que siempre interpretaban sus melodías alineados en orden decreciente, desde el jovencito más alto, que tocaba la corneta, hasta el más pequeñín, gordezuelo y de rostro sonrosado, que marcaba el ritmo con sus redobles de tambor.
Formando un semicírculo y vestidos con sus uniformes verdes soplaban con fuerza sus instrumentos, y sus regordetes carrillos alemanes se hinchaban de tal modo que parecían a punto de estallar. La mayor parte de las piezas que tocaban no eran del gusto de los aldeanos, que por lo general preferían algo un poco más «movidito». Sin embargo, cuando para terminar la actuación interpretaban el Dios salve a la reina, los espectadores se unían y cantaban con gusto.
Esa era la señal para que el propietario saliera de su tasca con tres rebosantes jarras de cerveza. Una para el padre, que tragaba su néctar con la misma avidez que el desagüe de un fregadero, y otras dos que sus hijos iban compartiendo muy educadamente. A menos que la calesa del granjero o de algún comerciante se hubiera detenido casualmente durante la actuación, la cerveza era la única recompensa que recibían por el espectáculo. Tampoco pasaban la gorra entre las mujeres y niños que habían acudido a escucharlos, pues sabían por experiencia que en los bolsillos de las mujeres de los jornaleros no había calderilla para las bandas de músicos alemanes. De modo que, después de limpiar la saliva de las boquillas de sus instrumentos, hacían una reverencia, entrechocaban los tacones y retomaban la marcha por la polvorienta carretera en dirección al pueblo más cercano. Era una buena cerveza y estaban sedientos y acalorados, así que quizá consideraran que era recompensa suficiente.
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