FLORA THOMPSON
TRADUCCIÓN DE PABLO GONZÁLEZ-NUEVO
SENSIBLES A LAS LETRAS, 59
Título original: Lark Rise to Candleford, 1945
Primera edición en Hoja de Lata: febrero del 2020
© de la traducción: Pablo González-Nuevo, 2019
© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2020
Hoja de Lata Editorial S. L.
Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212 Xixón, Asturies [España]
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Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.
Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu
ISBN: 978-84-16537-60-0
Depósito legal: AS 00411-2020
ISBN del e-book: 978-84-16537-76-1
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ÍNDICE
COLINA DE LAS ALONDRAS COLINA DE LAS ALONDRAS
I. Las casas de la gente pobre
II. La infancia en la aldea
III. Hombres en el campo
IV. En el Carros y Caballos
V. Supervivientes
VI. La generación hostigada
VII. Los errantes
VIII. La caja
IX. Hora de jugar en la campiña
X. Hijas de la aldea
XI. La escuela
XII. El inspector de Su Majestad
XIII. La fiesta de Mayo
XIV. El domingo a la iglesia
XV. El Festival de la Siega
CAMINO DE CANDLEFORD
XVI. Tal como eran
XVII. Un hogar en la aldea
XVIII. «Érase una vez»
XIX. Algo que contar
XX. La señora Herring
XXI. Camino de Candleford
XXII. Buenos amigos y parientes
XXIII. O nadas o te ahogas
XXIV. Laura observa
XXV. Vacaciones de verano
XXVI. Los bichos raros del tío Tom
XXVII. Candleford Green
XXVIII. Cosas de la edad
XXIX. Laura se despide
CANDLEFORD GREEN
XXX. De un pequeño mundo a otro
XXXI. Al servicio de Su Majestad
XXXII. La pradera de Candleford
XXXIII. Lecturas a penique
XXXIV. Vecinos
XXXV. En la oficina de correos
XXXVI. ¡Así es la vida!
XXXVII. Ta-ra-ra boom-de-ay!
XXXVIII. Repartiendo el correo
XXXIX. El cambio llega al pueblo
COLINA DE LAS ALONDRAS
I
Las casas de la gente pobre
La aldea estaba situada en lo alto de una suave loma en mitad de los plantíos de trigo del extremo noreste de Oxfordshire. La llamaremos Colina de las Alondras por la cantidad de alondras que usaban los campos de sus alrededores como plataforma de despegue y que tenían costumbre de anidar en los eriales entre las hileras de maíz.
A su alrededor, el terruño duro y arcilloso de los campos de cultivo se extendía en todas direcciones; árido, pardo y azotado por el viento durante ocho meses al año. Con la primavera llegaba la verde explosión del maíz, las violetas crecían bajo los setos y los sauces blancos florecían junto al arroyo, en el extremo de «Los cien acres». Pero solo durante unas semanas, a finales de verano, el paisaje era realmente bello. Entonces, el maíz maduro y cimbreante de los campos parecía crecer hasta alcanzar las puertas de las casas y la aldea se convertía en una isla en mitad de un mar de oro oscuro.
Un niño pensaría que las cosas siempre habían sido así, pero el arado, la siembra y la siega eran innovaciones recientes. Los más ancianos todavía recordaban los tiempos en que la loma, cubierta de arbustos de enebro, se alzaba en mitad de un páramo de tojo, tierras comunales que solo fueron surcadas por el arado tras la ejecución de las leyes de Cercamiento1. Algunos de los residentes más antiguos todavía vivían en casas construidas en tierras cedidas a sus padres en virtud de los «derechos de ocupación» y es probable que todas las parcelas pequeñas donde ahora había casas hubieran sido cedidas originalmente de ese modo. En la década de 1880 la aldea no tenía más de unas treinta casitas y una taberna que ni siquiera habían sido construidas formando hileras, sino que estaban desperdigadas aquí y allá esbozando algo parecido a un círculo. Un camino de carretas repleto de baches rodeaba el conjunto y las distintas casas o grupos de casas estaban conectados por una intrincada red de senderos. Cuando alguien iba de un extremo a otro de la aldea se decía que «se daba una vuelta por la Colina», y el plural de «casa» no era «casas», sino «lares». Había una sola tienda, muy pequeña, donde era posible encontrar todo tipo de productos y que ocupaba la parte trasera de la cocina de la taberna. La iglesia y la escuela estaban en el pueblo más cercano, a unos dos kilómetros y medio de distancia.
El corro de viviendas estaba achatado en un punto por una carretera. El corte había sido efectuado cuando el páramo se dividió en parcelas para facilitar el trabajo en los campos y conectar la carretera principal de Oxford con el pueblo más cercano a la aldea y otros pueblos más distantes. Partiendo de la aldea, conducía en una dirección hacia la iglesia y la escuela y en la otra hacia la carretera general —o carretera principal, como todavía la llamaban— y, por tanto, hacia el mercado de la villa, donde se hacía la compra de los sábados. Por lo general no había mucho tráfico cerca de la aldea. Algún carromato procedente de las granjas cercanas cargado de sacos o pacas cuadradas de heno; un granjero a caballo o a bordo de su carro; la vieja y pequeña carreta pintada de blanco del panadero; el ocasional grupo de cazadores envueltos en mantas y escoltados por sus mozos haciendo ejercicio a primera hora de la mañana, y un carruaje con gente adinerada de visita a media tarde, era todo lo que solía verse. Ni vehículos ni coches de línea, solo quizá uno de esos viejos biciclos altos muy de cuando en cuando. La gente todavía se asomaba apresuradamente a las puertas de sus casas para verlos pasar.
Unas pocas casas tenían tejados de paja, muros exteriores encalados y ventanas con cristales en forma de rombo; pero la mayoría eran edificios de ladrillo o piedra, de planta cuadrada y con tejados azulados de pizarra. Las casas más antiguas eran reliquias de los tiempos anteriores al cercamiento y en ellas aún vivían los descendientes de sus ocupantes originales, que ya eran ancianos por aquel entonces. Una pareja muy mayor poseía un burro y un carromato que utilizaba para llevar verduras, huevos y miel al mercado de la villa, y que a veces alquilaba por seis peniques al día a sus vecinos. Una de las casas estaba ocupada por un capataz de granja retirado, del que se decía que había «arreglado su nido la mar de bien» durante sus años de servicio. Otro hombre entrado en años tenía en propiedad un acre de tierra que él mismo trabajaba sin ayuda de nadie. Estos tres, más el tabernero y otro hombre, un albañil que caminaba cada día cinco kilómetros para ir a trabajar al pueblo y otros tantos para volver a su casa, eran los únicos que no estaban empleados como agricultores.
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