Cada casa disponía de un buen huerto bien provisto de verduras y todos tenían su parcela, pero solo tres de las treinta disfrutaban de abastecimiento de agua. Los vecinos menos afortunados sacaban «su agua» de un pozo situado en una parcela vacía en los alrededores de la aldea, cuya casa había desaparecido. No había pozo público ni tampoco fuente, de modo que se veían obligados a conseguir el agua donde y cuando podían. Los propietarios no se hacían responsables del abastecimiento de agua.
Junto a la pared de cada casa cuidadosamente mantenida había una cubeta embreada o pintada de verde para recoger y almacenar el agua de lluvia que caía del tejado. Esto evitaba muchos viajes al pozo cargando con cubos, pues podían utilizar dicha reserva para la limpieza doméstica, para lavar la ropa y para regar los preciosos dones de su huerto. También se aprovechaba para el aseo diario, y las mujeres atesoraban las últimas gotas para ellas y sus hijos. Al parecer el agua de lluvia era buena para el cutis y, aunque no les sobraba dinero para gastarlo en embellecerse, tampoco eran tan pobres como para dejar escapar los escasos medios que tenían a su alcance para tal fin.
Cuando la reserva de las cubetas se terminaba, las mujeres iban al pozo a por agua para beber y para limpiar, ya lloviera, nevara o hiciera sol. Subían los cubos llenos con ayuda de un molinete y los llevaban a casa a hombros, colgados de un yugo. Así eran los agotadores viajes al pozo, que siempre propiciaban el «darse una vuelta por la Colina»; numerosas eran las pausas para descansar e interminables los chismorreos que intercambiaban, cada vez que se detenían para recuperar el aliento con sus grandes delantales blancos y sus chales cruzados sobre los hombros.
Algunas de las mujeres más jóvenes, que llevaban poco tiempo casadas y habían trabajado bien como sirvientas, aún no habían renunciado a la posibilidad de sentirse mejores que las demás y les decían a sus maridos que llenaran de agua cada noche la gran olla de barro de color rojo. Sin embargo, esto era considerado por el resto como «un pecado y una vergüenza», pues, tras un día de duro trabajo, lo que un hombre necesitaba era descansar y no ponerse a hacer «tareas propias de una mujer». Con el paso del tiempo se convirtió en costumbre que los hombres recogieran agua por las noches y no tardó en ser aceptado por todos. Desde entonces, la mujer que seguía «deslomándose» yendo a por agua demasiado a menudo era considerada una traidora a su propio sexo.
En los veranos más secos, cuando el agua de los pozos de la aldea escaseaba, los vecinos se veían obligados a recogerla en el surtidor de una granja situada a un kilómetro de distancia. Los que tenían pozo en su parcela no compartían ni una gota, pues temían que, de hacerlo, también su reserva se agotaría; de modo que cerraban a cal y canto las contraventanas para evitar a sus vecinos.
La única clase de retrete conocida en la aldea solía instalarse en un minúsculo cubículo con forma de colmena situado en un extremo del huerto o en una esquina del cobertizo de la leña y las herramientas, y era comúnmente conocido como «el cuchitril». Ni siquiera era un pozo ciego, tan solo un hoyo excavado en la tierra con un asiento encima, cuyo vaciado a mitad de año obligaba a sellar las puertas y ventanas de toda la vecindad. ¡Lástima que no se pudieran sellar también las chimeneas!
Los «retretes» eran un excelente ejemplo del carácter de sus propietarios. Algunos no eran más que horrendos agujeros, aunque también los había bastante decentes. Otros, que no eran pocos, se mantenían bien limpios, con el asiento restregado hasta quedar blanco como la nieve y el suelo de ladrillos muy gastado. Una anciana llegó incluso a clavar en la pared un pequeño texto como toque de distinción: «Oh, Dios que todo lo ves», algo cuando menos embarazoso para una chiquilla victoriana a la que le habían enseñado que nadie debía verla, ni tan siquiera acercarse, a la puerta del excusado.
En otras letrinas las máximas sanitarias e higiénicas solían garabatearse con lapicero o a tiza amarilla directamente sobre las paredes encaladas. Por lo general eran muestras de sensatez expresadas con cierto afán poético, aunque pocas veces estaban lo bastante bien redactadas como para ser impresas. Valga esta breve y enjundiosa sentencia a modo de ejemplo: «Come bien, trabaja bien, duerme bien y … bien al menos una vez al día».
En la pared de su «casita», la familia de Laura pegaba recortes de periódicos que cambiaban cada vez que se encalaban las paredes, por las que cronológicamente pasaron noticias como «El bombardeo de Alejandría», donde se podía ver una gran nube de humo, fragmentos de metralla voladores y deslumbrantes explosiones; «Terrible desastre en Glasgow: escenas de la tragedia tras el hundimiento del Daphne»; o «El desastre del puente ferroviario del Tay», con la cola del tren oscilando sobre un mar furioso desde lo alto del puente derrumbado. Estos acontecimientos tuvieron lugar antes del auge de la fotografía periodística, de modo que los artistas podían dar rienda suelta a su imaginación. Más tarde, el lugar de honor de la «casita» fue ocupado por «Nuestros líderes políticos», dos hileras de retratos en una sola lámina: el señor Gladstone, con su perfil aguileño y su penetrante mirada, en el centro de la hilera superior; y el afable lord Salisbury, de soñolientos ojos, en la otra. Laura adoraba ese recorte porque en él también estaba lord Randolph Churchill, que le parecía el hombre más apuesto del mundo.
En la parte trasera o en un lateral de la mayoría de las casas había un pequeño cobertizo donde se ubicaba la pocilga; y los desechos de la familia se apilaban cerca de allí en lo que denominaban «la montonera», que además estaba estratégicamente situada para que las filtraciones de la pocilga se drenaran en esa dirección, donde también arrojaban el estiércol cada vez que tocaba limpiarla. De modo que el conjunto de todos los residuos daba lugar a un apestoso y desagradable engendro que crecía a escasos metros de las ventanas. El viento sopla «de aquí o de allá —decía a veces la madre—, ya huele la montonera». Y entonces alguien le recordaba el dicho: «Todo lo que sale del cerdo es sano» o le decía que aquel era un olor muy saludable.
Y en cierto modo realmente lo era, pues tener a un buen cerdo engordando en la pocilga suponía la promesa de un buen invierno. Durante toda su vida, el cerdo era un importante miembro de la familia e incluso en las cartas que los padres escribían a los hijos que estaban lejos de casa se informaba regularmente sobre su salud, junto con las últimas noticias acerca de sus hermanos. Los hombres que aparecían de visita los domingos por la tarde no acudían a ver a la familia, sino al cerdo; y se pasaban más de una hora a la puerta de la pocilga con su propietario rascándole el lomo al animal y alabando sus bondades o torciendo el gesto cada vez que descubrían algún defecto. Entre diez y quince chelines era el precio habitual por un lechón recién destetado y todos disfrutaban tratando de conseguir una ganga. Algunos hombres apostaban por el «canijo», como llamaban al más pequeño de la camada, diciendo que era pequeño y bueno, por lo que pronto alcanzaría a los demás. Otros, sin embargo, preferían pagar unos chelines más por un cochinillo de mayor tamaño.
El cerdo de la familia era el orgullo de todos y todos se ocupaban de él. La madre pasaba horas hirviendo restos y mondas de patata en el caldo sobrante del último guiso para darle de comer al cerdo por la tarde y ahorrar así un poco de cebada, que tan cara resultaba. Al volver de la escuela los niños recogían cerraja, diente de león y pasto bien crecido o merodeaban entre los arbustos en las tardes húmedas recogiendo caracoles en un balde para la cena del animal, que se los comía encantado haciendo crujir sus conchas entre las fauces. Además de preparar la porqueriza, cambiar el heno, ocuparse de su salud y todo lo demás, a veces el padre de familia incluso olvidaba tomar su media pinta de por las noches cuando, hacia el final, el animal había crecido tanto que «incluso asustaba».
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