Algunas casas tenían dos dormitorios; otras, solo uno, en cuyo caso debía dividirse con un biombo o una cortina para acomodar a padres e hijos en la misma estancia. A menudo, los hijos mayores de la familia dormían en la planta baja o se acostaban en el segundo dormitorio de una pareja mayor cuyos hijos ya habían abandonado el hogar. Excepto en vacaciones, no había muchachas mayores que mantener, pues todas solían trabajar como internas fuera de casa. En cualquier caso, muchos de ellos vivían en la mayor estrechez, pues gran cantidad de familias tenían ocho, diez o incluso más hijos; y, aunque pocas eran las ocasiones en que coincidían todos en casa al mismo tiempo —por lo general, el mayor ya se había casado antes del nacimiento del más joven—, los jergones y los lechos improvisados solían estar tan apretujados que los inquilinos se veían obligados a trepar sobre una cama para llegar hasta la otra.
Sin embargo, Colina de las Alondras no era un arrabal asentado en la campiña. Sus habitantes disfrutaban de la vida al aire libre, las casas se mantenían limpias a base de mucho frotar con agua y jabón, y mantenían abiertas puertas y ventanas siempre que el clima lo permitía. Cuando el viento del este soplaba en la llanura o cuando aullaba procedente del norte, las casas debían cerrarse, pero incluso entonces, como solía decir la gente de la aldea, tenían aire fresco más que suficiente a través del agujero de la cerradura.
A lo largo de la última década habían sufrido dos epidemias de sarampión, y dos hombres, accidentados en el campo durante la cosecha, habían sido ingresados en el hospital. Pero, durante años, el doctor solamente se dejaba ver por allí cuando alguno de los mayores estaba a punto de morir de viejo o cuando algún primer parto se complicaba, desbordando las habilidades de la anciana que, como solía decirse, era testigo del principio y el fin de todo el mundo. En la aldea no había tullidos ni retrasados mentales y, con excepción de los pocos meses que duró la agonía de una mujer enferma de cáncer, tampoco inválidos. Aunque la comida era dura y nadie se preocupaba demasiado por sus dientes, la indigestión era un mal desconocido, mientras que los trastornos nerviosos, allí como en otras partes, aún no habían sido inventados. La misma palabra «nervio» era utilizada en un sentido muy distinto del moderno. «¡Por Dios, que nervio no le falta!», decían cada vez que alguien exigía injustificadamente más de lo que se consideraba razonable.
La mayoría de las casas solo tenían una estancia en la planta baja; en muchos casos pobre y austera, con poco más que una mesa y unas sillas o taburetes como únicos muebles, y un viejo saco de patatas extendido en el suelo haciendo las veces de alfombra junto al hogar. Otras habitaciones eran luminosas y acogedoras, con aparadores para la vajilla, sillas confortables, cuadros en las paredes y coloridas alfombras hechas a mano. En estas estancias también había macetas con geranios, fucsias y anticuados ambientadores caseros de almizcle de olor dulzón en el alféizar de la ventana. En las casas más antiguas aún conservaban los relojes de los abuelos, mesas plegables y figuritas de estaño; reliquias de una época en que la vida era más fácil para la gente del campo.
Los interiores variaban dependiendo del número de bocas que alimentar y de la capacidad de ahorro y habilidades de cada ama de casa —o la carencia de dichas cualidades—; pero todas las familias disponían de los mismos ingresos, pues en esa época el salario estándar de los jornaleros del distrito era de diez chelines semanales.
Al contemplar la aldea desde la distancia se podía ver una casa un poco apartada de las demás, de espaldas a las de sus vecinos, como si estuviera a punto de echar a correr campo a través en dirección a los prados. Era una pequeña casa de piedra techada de paja, la puerta delantera pintada de verde y un ciruelo que crecía junto a la tapia por encima de los aleros del tejado. Esta vivienda era conocida como «la última casa» y era el hogar del albañil y su familia. A principios de la década el matrimonio tenía dos hijos: Laura, de tres años, y Edmund, un año y medio más joven. En ciertos aspectos, estos niños eran más afortunados que sus vecinos, o al menos lo fueron durante su más tierna infancia. Su padre ganaba algo más de dinero que los jornaleros. Su madre había sido nodriza y estaban muy bien educados y atendidos. Les enseñaban buenos modales y salían a pasear; les compraban leche y se bañaban regularmente los sábados por la noche; y, después de rezar el «Jesusito de mi vida», los arropaban y les daban un caramelo de menta o de clavo. También iban mejor vestidos que los demás niños, pues su madre tenía buen gusto y era hábil con la aguja, y parientes más acomodados les enviaban paquetes de ropa cuando sus hijos ya no la necesitaban. Los chiquillos de la aldea solían provocar a la niña a cuenta de sus bragas con puntilla, hasta tal punto que en una ocasión la pequeña se las quitó y las escondió en un pajar.
En aquella época su madre solía decir que temía el día en que tuvieran que ir a la escuela. Los niños eran tan salvajes y rudos que eran capaces de dejar su ropa hecha harapos mientras recorrían los escasos tres kilómetros que separaban la aldea del aula donde estudiaban. Sin embargo, cuando les llegó el momento de asistir ella se alegró; pues, tras una pausa de cinco años, empezaron a llegar más bebés y a finales de la década de los ochenta había seis niños en la última casa.
Al crecer, los dos hijos mayores adquirieron la costumbre de hacer preguntas a todo aquel que estuviera o no dispuesto a responderlas. ¿Quién plantaba los botones de oro? ¿Por qué Dios permitía que el trigo se echara a perder? ¿Quién vivía en esta casa antes que nosotros y cómo se llamaban sus hijos? ¿Cómo es el mar? ¿Es más grande que el estanque de Cottisloe? ¿Por qué no se puede llegar al cielo en un carro tirado por burros? ¿Está más lejos que Banbury? Y así sucesivamente trataban de orientarse en el pequeño rincón del mundo donde les había tocado nacer.
Esa costumbre de hacer preguntas irritaba especialmente a su madre y los hizo impopulares entre los vecinos. «A los niños hay que verlos sin tener que escucharlos», les decían en casa. Y de puertas para afuera solían oír con frecuencia: «No hagas preguntas y no te contarán mentiras». En una ocasión una anciana le dio a la niña una hoja de una de las macetas del alféizar de su ventana. «¿Cómo se llama?», fue la inevitable pregunta. «Se llama métete en tus asuntos —fue la respuesta—. Y creo que debería darle un esqueje a tu madre para que lo plante en una maceta para ti». Sin embargo, los reproches no conseguirían quitarles esa mala costumbre, aunque pronto aprendieron a quién podían preguntar y a quién no.
De esa manera lograron aprender lo poco que había que saber sobre la aldea y sus alrededores. No necesitaban preguntar los nombres de las aves, las flores y los árboles que veían cada día, pues los habían aprendido inconscientemente; y ninguno de los dos era ya capaz de recordar la época en que no sabían diferenciar un roble de un fresno o un reyezuelo de un herrerillo común. De cuanto sucedía a su alrededor no había muchas cosas que se les escaparan, pues los chismosos hablaban sin tapujos delante de los niños, considerando evidentemente que del mismo modo que no debían hablar tampoco podían oírlos, y, puesto que todas las casas estaban abiertas para ellos y su propio hogar lo estaba a la mayoría de los vecinos, había pocas cosas que pasaran inadvertidas a sus oídos siempre atentos.
La primera cantidad que había que descontar de los diez chelines que ganaban los jornaleros era el alquiler de sus casas. La mayoría de las viviendas pertenecían a pequeños comerciantes de la villa y las rentas semanales oscilaban entre el chelín y la media corona. Algunos jornaleros de otros pueblos trabajaban en granjas o fincas, donde vivían en casas libres de alquiler. Pero la gente de la aldea no los envidiaba, pues «Es obvio —decían— que tendríamos que obedecer en todoo a los patrones o de lo contrario hacer el petate y salir por pies». A su modo de ver, un chelín, o incluso dos, a la semana no era un precio demasiado alto a cambio de conservar su libertad para vivir y votar como quisieran e ir a la iglesia o a la capilla o a ninguna de las dos según les viniera en gana.
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