Mario Alberto Sánchez Carbajal - Muerte derramada

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Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola 2014 El Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola está organizado por el Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara, en colaboración con la Dirección de Artes Escénicas y Literatura de Cultura udg y la Editorial Universitaria. Este concurso nace como homenaje a la memoria y el trabajo literario de Juan José Arreola, escritor originario de Ciudad Guzmán, y por la necesidad de convocar desde su ciudad natal un premio en uno de los géneros literarios más interesantes: el cuento. La Universidad de Guadalajara instituyó este concurso, que se ha ido consolidando a lo largo de estos años, con la finalidad de estimular el trabajo creativo de cuentistas mexicanos, el cual está abierto para obras inéditas de escritores residentes en el país. La obra ganadora de esta XIII edición es Muerte derramada de Mario Sánchez Carbajal (ciudad de México, 1983). El jurado estuvo integrado por Eugenio Partida, Imanol Caneyada y Amelia Suárez Arriaga (ganadora en 2010 de la IX edición). Este libro fue declarado ganador porque son relatos con una atmósfera desoladora y decadente, cuyos personajes son perseguidos por la fatalidad, y es una exploración sobre la violencia cotidiana a la que nos vamos acostumbrando.

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No ves nada, lo sé. Pero no te espantes, Cristina, no son tus ojos, es la muerte que apaga más la oscuridad. El aire negro que te toca y te escalofría, son los roces de la muerte. Acostúmbrate. Disfruta eso que en tu pecho reventó las amarras. Escucha tu corazón: está más cerca de tus manos, ha zarpado y por eso sientes como si fuera a escapar saltando de tu pecho. Deja el martillo en el suelo. El mareo y el extrañamiento son normales; es natural que creas que si tocas las cosas se van a desvanecer entre tus manos. Pisa firme. Ahí está la tierra del mundo. Písala. Sal del cuarto. Deja de mirarlo. Ya está muerto. No se mueve: es tu propia respiración agitada lo que te confunde y te hace creer que él aún respira.

Alza la cara. Enorgullécete. ¿Alcanzas a escuchar esa palabra? Viene de lejos, no soy yo quien la dice. Escúchala, no la evites. Ahora repítela muchas veces para que pierda sentido:

Asesina, asesina, asesina.

Las palabras están llenas de aire y con sólo repetirlas las desinflas. Ahora ya puedes desterrar esa palabra de tu lengua. La escucharás en otras voces, venida de otras consciencias pero cada vez que suene se deshará antes de llegar a tus oídos.

Ponte los zapatos. Ve hacia el teléfono. No olvides que lo hiciste para salvarte, porque estabas desesperada: sí, tendrás que decirlo con esas palabras. Son las cosas que a la gente le gusta escuchar: la conmiseración es el móvil de las personas de bien. Todos quieren ser buenos y todos los buenos dirán pobrecita: entonces tú serás el espejo de su bondad. Su mundo es predecible y estúpido, ya verás, Cristina. Tú deja que ellos te tengan la lástima que creen que mereces.

Ya es hora. Toma el teléfono. Marca. Solloza fuerte. Desespérate.

Señorita…, algo horrible… Una patrulla…, es que mi marido…

Bien hecho, Cristina, vamos tan bien que puedo sentir cómo toco las cosas con mi voz. Palpo el disco frío del teléfono cuando pronuncio teléfono; percibo lo pegajoso de la sangre entre los dedos de cada palabra que digo. ¿Qué haces?, no te laves, me gusta el sabor de nuestras manos, me gusta paladear cada dedo tuyo que es una sílaba mía. Sube las palmas hasta tu boca, júntalas, haz un hueco, pega tus labios y grita. Más fuerte, grita más fuerte y siente cómo vibra la voz de tus manos. Disfruta el eco de tu grito que testimonia el olvido y presagia la calma.

Tocan la puerta. Debe ser la policía. Levántate. Abre. No te angusties. Por un momento sentirás ganas de escapar, de gritar que te arrepientes de lo que hicimos. Son sus caras, los modos inquisitivos con los que te esposarán nuestras manos, es eso lo que te hará sentir asustada. Pero no te equivoques. Yo sigo dentro de tu oreja y desde aquí marcaré tus pasos. Agacha la cabeza. Muéstrate perturbada, arrepentida. Estos perros saben olfatear las mentiras. Cualquier movimiento mal hecho puede delatarnos. Diles dónde está el cuerpo.

Está en el cuarto.

Déjate poner las esposas. Ya habrá tiempo para dar razones. Ahora te toca sufrir un poco. Primero viene el escarnio. No te resistas. Permite que te lleven al pasillo. Mira las caras de tus vecinos. Están aterrados y a la vez contentos: eso es el morbo: la felicidad disimulada producida por la desgracia del otro. Nadie se salva, Cristina. Aguanta las miradas. Tu cuerpo será castigado con el encierro y el maltrato, pero sólo por un tiempo. Cuando todo acabe serás más fuerte. Es el último sacrificio y después estarás libre. Tú guarda silencio. No digas nada de todo lo que hemos hablado; que ellos desconozcan los motivos de nuestros actos, que se esfuercen por entenderte. Nada digas de mí, Cristina, que yo no tengo un cuerpo como el tuyo, y eso sólo limita mi existencia e influye en sus decisiones. Niégame para que nos salvemos.

No agaches la cara, levántala. Súbete a la patrulla. No contestes a lo que te preguntan. Cuando estemos allá procura dormir mucho. Las primeras horas de encierro son desesperantes. Sentirás que cada segundo repta sobre tu cuerpo, que cada minuto te roe y querrás huir para quitarte de encima el hormiguero del ocio. Tendrás ganas de correr y frente a ti sólo habrá un muro gris e impenetrable. El encierro carga de energía, electrifica, y toda esa electricidad se va hacia adentro, se convierte en angustia y, si te dejas, te quemará los nervios.

¿Adónde vamos?

Te dije que te callaras. No hables sin mi permiso. No preguntes. Tienes que tragarte la incertidumbre.

Entra a la delegación al ritmo con el que te conduce el policía. No forcejees. No te adelantes. Que él te lleve como si fueras una muñeca. Siéntate. Afloja tu cuerpo. Que todo tu ánimo caiga desparramado sobre el asiento. Ya te llaman. Permite que el policía te levante, que le cueste trabajo. Entra a la oficina. Es una mujer. Será más fácil. Mírala a los ojos y luego agacha la cara como si estuvieras arrepentida. Por el momento sólo contesta sí, señora o no, señora. Tratará de indagar. Ella está puesta ahí para convencerte de una culpa que no debes sentir. No te dejes envolver. Aguanta. Siéntate. Ten precaución. Intentará mirarte a los ojos. No le devuelvas la mirada hasta que yo te diga.

¿Mataste a tu esposo?

Sí, señora.

¿Por qué lo hiciste?

Ni se te ocurra, Cristina, decirle que tu hermana y tu marido se veían a tus espaldas; que la niña que viene en camino es de él y no de Javier. No lo digas porque te acusarán de hacerlo por venganza, por celos. Ellos sólo saben de víctimas y victimarios. Su justicia vive cegada por la tediosa batalla de buenos contra malos. No te humilles. No permitas que se repita la historia que inició tu padre; la historia donde siempre pierdes y corres a contar tu derrota con una sonrisa. Que nadie nos diga qué hacer ni cómo hacerlo. Sólo deja que yo te guíe, que yo te cuide.

¿No me vas a decir por qué lo hiciste?

Alza la cara, Cristina. Pon una mano debajo de la otra, ambas déjalas caer lánguidas sobre tus piernas. No frunzas el ceño. Mira a la mujer a los ojos. Contesta.

Lo maté porque ya no soportaba que siguiera vivo.

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