Juan José Castillo Ruiz - El color de los sueños

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Años 30. Teresita y Paulino han desaparecido. Emprenden un viaje rumbo al sur, sin destino fijo. Lo hacen en unos días en los que el desconcierto se apodera de los vecinos que habitan las aldeas castellanoleonesas en los meses previos al inicio de la contienda. En aquellas poblaciones de gente humilde donde todos se conocen, cualquier cambio o movimiento es detectado. Los rumores sobre lo ocurrido corren como la pólvora. Algunos piensan que han huido, otros que los han matado. Así arranca El color de los sueños, una novela en la que la verdad se esconde tras un camino teñido de grises por la crueldad de una guerra que se torna sangrienta para gentes pacíficas y austeras, fieles y leales. En esa España que cambia de color y sonido, con la armonía rota y que se dividía palmo a palmo, día a día, se forma el golpe que ocasiona la separación de Teresita y Paulino en tierras andaluzas, territorio aún desconocido para ellos.

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—Tengo hambre —dijo Paulino.

—Y yo también —dijo José—. Come algunas bellotas de las que cogimos anoche, pero no muchas, porque te darán sed y no tenemos agua. Ahora de día, no podemos salir de este escondrijo, nos vería alguien y sería nuestro fin.

—Bueno, ¿y qué hacemos? —preguntó Paulino.

—Esperar a que anochezca, y entonces veremos lo que hacemos.

El día se hizo muy largo para ellos, y aunque en varias ocasiones pensaron en salir a buscar algo de comer y agua, se resistieron, pero apenas anocheció, salieron como conejos de su madriguera, y con cautela, prosiguieron, cruzando una sierra, la de Los Pinos.

José sabía que no muy lejos de allí, se encontraba un pueblo llamado Cortes, apenas cruzando la frontera de Cádiz hacia Málaga, y según él había oído, era en esa zona, donde podrían encontrar paisanos, firmes creyentes en la República.

Muy cerca del pueblo, y no muy lejos del río Guadiaro, encontraron una fuente entre piedras, de la que bebieron hasta no poder más. Siguieron el camino y, al entrar en Cortes, se cruzaron con un hombre al que saludaron diciendo:

—Salud, amigo —a lo cual él respondió de la misma forma.

Esto reconfortó a José, que sabía que ese saludo era el que normalmente se decía cuando alguien se encontraba con otro sin conocerlo. Si, por el contrario, le hubiese contestado “¡Viva España! ¡Viva Franco!”, era señal de que el pueblo habría caído en manos de los fascistas.

Aquel hombre resultó ser un vecino de Montejaque, lugar donde se estaban preparando milicias para poder defender y atacar, a los que ellos llamaban invasores.

Soplaban aires violentos en todas direcciones. Rumores iban y venían de norte a sur y de este a oeste de la Península. La España republicana sufrió un desequilibrio de tal magnitud que un dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis, hubo un golpe de Estado, de cuyo resultado surgió una guerra civil.

Aquella noche, después de haber comido algo caliente, pudieron descansar en una casa-fonda, donde los alojó aquel paisano que encontraron en el camino.

Ya en tierras donde la persecución era menor o casi ninguna, de momento, al amanecer del siguiente día, comenzaron a caminar rumbo a Montejaque. A medida que se alejaban del cortijo de San José, Paulino no podía ocultar su tristeza y su rabia, a la vez que un remordimiento le rompía el alma, cada vez que pensaba lo que podría estar sufriendo Teresita, el amor de su vida, y su hijo, ¿qué sería de su hijo? Se sintió cobarde y arrepentido, pensaba que el haber huido no era la solución. Volver atrás era impensable, no sabía dónde estaba, y eso sería un suicidio, buscar consuelo en José tampoco le serviría de nada. Continuó caminando paso a paso, y siempre detrás de José, atravesando aquellas montañas solitarias de sierra Blanquilla, donde solo el silbar del fuerte y cálido viento era lo que rompía aquel silencio estremecedor.

A media mañana divisaron un pueblo, y aunque les dijeron que los habitantes de aquella zona, eran republicanos, todas las precauciones eran pocas. José le aconsejó a Paulino que llevase la escopeta cargada. No estaba tan seguro José de que lo que acababa de avistar fuese un cuartelillo, aunque al ser un albergue pequeño, en mitad del campo, y a poca distancia del sendero que conducía al pueblo, pensó que alguien estaría vigilando o quizás escondido, y esperando a que algún desconocido, pasase por allí, y sin mediar palabra, poder sorprenderlo y cazarle como a un conejo.

Agazapados entre matorrales, José sacó de su pequeño morral una honda cabrera. La destreza con la que José manejaba aquella honda, que él mismo hizo de cáñamo durante sus años de cabrero, era impecable. Sin pensarlo dos veces, y de rodillas en la tierra, alzó la honda al aire y girándola varias veces alrededor de su cabeza, lanzó una piedra que salió disparada a velocidad de rayo. Al recibir aquel durísimo impacto, los cristales de la pequeña ventana de la casilla estallaron en mil pedazos, y varias palomas que anidaban en su interior, salieron volando despavoridas. Paulino, boquiabierto, felicitó a José, dándole un abrazo por tan formidable gesta.

Esperaron un poco resguardados en aquel matorral espinoso, y convencidos de que estaban solos, prosiguieron su camino.

Paulino y José llegaron a Montejaque ya entrada la noche. En la plaza del pueblo, junto a la iglesia de Santiago el Mayor, un puñado de jóvenes campesinos, alienados en formación militar, forjaban las primeras milicias, con el fin de luchar hasta la muerte en contra de los invasores y en nombre de la República.

Ambos se enrolaron al grupo, y al igual que el resto de ellos, el cabecilla del pelotón les informó de la ruta y los pasos a seguir.

La moral muy alta, el coraje, la valentía y la fe eran las armas más poderosas con las que contaban para defender sus posesiones, sus tierras y su patria, pues pocas eran las escopetas y municiones de las que disponían para combatir.

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