Juan José Castillo Ruiz - El color de los sueños

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Años 30. Teresita y Paulino han desaparecido. Emprenden un viaje rumbo al sur, sin destino fijo. Lo hacen en unos días en los que el desconcierto se apodera de los vecinos que habitan las aldeas castellanoleonesas en los meses previos al inicio de la contienda. En aquellas poblaciones de gente humilde donde todos se conocen, cualquier cambio o movimiento es detectado. Los rumores sobre lo ocurrido corren como la pólvora. Algunos piensan que han huido, otros que los han matado. Así arranca El color de los sueños, una novela en la que la verdad se esconde tras un camino teñido de grises por la crueldad de una guerra que se torna sangrienta para gentes pacíficas y austeras, fieles y leales. En esa España que cambia de color y sonido, con la armonía rota y que se dividía palmo a palmo, día a día, se forma el golpe que ocasiona la separación de Teresita y Paulino en tierras andaluzas, territorio aún desconocido para ellos.

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—Ya... Junto al mar, el mar no está lejos de aquí, yo nací junto al mar, en el Puerto.

—¿Qué Puerto? —preguntó Teresita.

—El Puerto de Santa María. ¿No ha oído hablar de él?

—Pues no.

—No está lejos de aquí... bueno si queréis pasad y descansad, podéis tomar algo y continuar vuestro camino, si así lo deseáis.

Una vez dentro de la casa, el capataz los llevó hacia el cobertizo trasero, cuya parra lo cubría a lo largo y a lo ancho, proporcionando una sombra que tanto se agradecía en aquellos días tan calurosos.

—Sentaos, os traeré algo de beber —dijo el capataz, entrando por una puerta de la que colgaba una persiana ruidosa de cuentas de cristal verdes y rojas hacia el interior de la casa.

Teresita, discretamente, se separó de Paulino, y en una de las esquinas del patio, y sentada en una silla de anea, comenzó a desabrocharse su camisón para poder así amamantar a Andrés, que ya empezaba a dar señales de tener apetito.

Apenas pasaron unos minutos, cuando apareció de nuevo aquel hombre, llevando consigo una jarra de agua y unos vasos. Los dejó sobre una mesa y preguntó:

—¿De dónde sois?... porque por la forma de hablar, no creo que seáis andaluces.

—Somos leoneses —respondió Paulino.

—Ya...

El capataz desenganchó un botijo blanco de grandes dimensiones, que se encontraba colgado en una de las ramas del parral, y alzándolo, comenzó a beber y no precisamente por el pitorro, sino por la bocana, y era tanto el caudal de agua que salía, que le resbalaba por la comisura de los labios, empapándole el cuello de su sucia camisa blanca.

—Sois jóvenes —comentó el capataz, mientras colgaba el botijo en la rama—. Aquí os puedo dar trabajo a los dos —dijo.

Al oír esto, Teresita giró la cabeza y cruzó su mirada con la de Paulino. Ella ocultó su pecho, abrochando los botones de su blusa. Con Andrés en sus brazos, se levantó de aquella silla y se acercó a la mesa. Paulino le ofreció un vaso de agua y bebieron los dos, apagando su sed.

Explicó el capataz cuáles serían las tareas de cada uno, así como el jornal que percibirían y cómo encajaban, por ser precisamente lo que ellos sabían hacer mejor, pues llegaron a un acuerdo, sin firmar ningún papel.

—Mi nombre es Manuel —dijo el capataz, extendiendo su mano a la de Paulino.

—Paulino es el mío, ella se llama Teresita, Andrés es nuestro hijo y la mula “La Gallega” que, por cierto, ¿podrían darle de beber? Debe de estar sedienta.

Aquel cortijo en la provincia de Cádiz pertenecía a un pueblecito llamado San José del Valle.

Les habilitaron a los tres un cuarto con derecho a cocina, y a la mula una plaza en las cuadras con derecho a pienso diario y agua. El jornal de Paulino, unido al de Teresita, cubrían más que suficiente los gastos y un sobrante siempre había para ahorrarlo.

Los jornaleros trabajaban en esos campos andaluces soportando en verano temperaturas muy altas, y cuando el sol de mediodía cae de pleno hay que resguardarse de él y buscar una sombra donde poder comer, beber y reposar un poco, pero no mucho, porque siempre están vigilados por un encargado, el cual controla el tiempo de descanso. A veces en esa hora de descanso, se unía a Paulino un joven más o menos de su edad, rondaría los diecinueve años, que decía llamarse José, y haber nacido en un pueblo cercano al cortijo llamado Alcalá de los Gazules, al que tanto quería, y decía que era tan blanco de noche como de día.

Siendo los dos labradores, y estando trabajando en la misma tierra durante todo el día, a la hora de almorzar, ambos se unían para comer, y entre bocado y bocado, mantenían conversaciones, de las que deducían que estaban muy de acuerdo en casi todo, y aunque era poco el tiempo que había pasado desde que se conocieron, descubrieron que tenían mucho en común.

Una tarde de aquel mes de julio, al terminar la jornada de trabajo, invitó Paulino a José a que se reunieran en la cena aquella noche, y así podría conocer a Teresita y a su hijo Andrés, a lo que José aceptó. Anochecía cuando terminaron de cenar, y Paulino sugirió tomar un refresco sentados en aquel hermoso patio, donde aun siendo una noche calurosa, se soportaba mejor la temperatura. Teresita prefirió quedarse dentro con su hijo, y así dormirlo.

José era un joven que desde muy pequeño ya conocía el sufrimiento y la soledad, el hambre y el frío. Le contaba a Paulino que desde los siete años quedaron huérfanos, él y sus dos hermanos pequeños, uno de cinco años y la chica de tres. Una tía, hermana del padre, recogió a los dos, pero a él le dijo que no tenía lugar y tampoco podía mantenerlo, de modo que tendría que buscarse la vida de cualquier forma. Y así fue como José comenzó a labrarse un porvenir que estaba lleno de sinsabores y miserias, mendigaba y pedía limosna por las casas, alguna que otra vecina le daba algo para comer cuando le hacía los recados, vendía agua, limpiaba las cuadras donde él dormía con mucha frecuencia entre los animales, y desde los nueve años comenzó a trabajar en un campo hasta el día de hoy. Nunca supo de su hermana, aunque sí de su hermano Francisco. Estaba José hablando, cuando escucharon disparos en la lejanía. Paulino comentó:

—Es muy tarde para cazar, ¿no crees?

—Creo que no son precisamente perdices lo que matan —respondió José.

—¿Qué puede ser entonces? —dijo Paulino.

—Me temo que es la caza del hombre —contestó José.

Siempre vigilando... siempre vigilando, Manuel el capataz, siempre vigilaba. Aunque no le veías, él sí observaba en todo momento, oía las conversaciones, conocía las ideas políticas de cada cual, sabía lo que comían, incluso a veces, por la noche, cuando todo era silencio en el cortijo, apoyaba su oído en las paredes de los cuartos para así poder escuchar todo cuanto hablaban las parejas. Descubrió que tanto Paulino como José eran de ideas republicanas, claro que ni ellos mismos sabían lo que República quería decir, porque francamente lo que les importaba era que no les faltara un plato de comida a diario y un trabajo, y eso lo tenían con el gobierno de España, que les habían dicho que era republicano.

Al pronunciar José la caza del hombre, fue cuando Manuel, que estaba a la escucha desde una de las ventanas que daba al patio, sintió un escalofrío que le inundó el cuerpo. Sabía que había llegado el momento de actuar, y sin pérdida de tiempo, puso en marcha su plan.

Al día siguiente por la mañana, el capataz Manuel se ausentó del cortijo y se dirigió al pueblecito de San José. Su destino era una pequeña taberna situada a las afueras del pueblo llamada Candiles. Cuando entró, se acercó a la barra y el que se encontraba detrás del mostrador, le sirvió una copa de anís, aunque alguien observó que el recién llegado, fue servido sin aún haber pedido nada.

—Es Machaco —dijo el fulano de la taberna— el que le gusta a usted —agregó.

—Hoy, quizás me tome dos —dijo Manuel.

La señal estaba dada.

Charlaron unos minutos, y los nombres de Paulino y José, los pudo oír con claridad la persona que observaba con discreción. Manuel, al despedirse, le entregó al tabernero en la mano un sobre.

—Ahí van los nombres... ya sabes.

La persona que observaba no pudo distinguirlo con exactitud, pero lo que sí estaba muy claro, y así lo recogieron sus finos oídos, era que ese mismo día por la noche, dos personas serían apresadas en el cortijo de San José del Valle, y los nombres eran Paulino y José.

Serían alrededor de las doce del mediodía, cuando una figura apareció a lo lejos por el camino que conducía al cortijo, y acercándose a José, le susurró algo al oído, a lo que este sin mediar palabra, y una vez que abrazó y se despidió de aquel sujeto, con cautela, se acercó a Paulino, y estando junto a él, ambos inclinados con la mirada puesta en la tierra donde sembraban, le habló en voz baja.

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