Fue Francisco, el que aquella mañana en el campo advirtió a su hermano José que, al anochecer de aquel mismo día, irían a buscarle, y esto significaba que lo prenderían y lo que sucedería después, era difícil de saber, aunque quizás alguien lo hubiese identificado tirado en alguna zanja o acequia, cosido a balazos, como estaba sucediendo a menudo por aquellos entornos, donde jóvenes desaparecían, y al cabo de un par de días, sus cuerpos eran encontrados sin vida, al borde de alguna carretera o escondido en un cañaveral. Pero, ¿quién estaba detrás de aquellos crímenes?
Caía la tarde cuando regresaban al cortijo los labradores, y allí les esperaba el capataz para pagarles el jornal.
—¿Estás seguro de lo que me dices? —preguntó Paulino, caminando junto a José.
—Mi hermano Francisco estaba esta mañana en el bar, cuando alguien se entrevistó con el tabernero y escuchó con claridad nuestros nombres, y decir que hoy por la noche nos visitarían para darnos un paseo.
—José, por favor, me estás asustando, ¿qué mal hemos hecho? ¡Dime que no es verdad lo que dices!
—No tenemos tiempo que perder —dijo José—. Te espero en mi choza antes de que anochezca, no digas nada a Teresita, y no se te olvide traer tu escopeta, yo no esperaré. Apenas caiga la noche, me largo con o sin ti.
Entraron ambos en el cortijo, y en cola se pusieron, esperando su turno para cobrar, cuando les nombraron, entraron al pequeño cuarto donde Manuel, sentado, y con un bloc de notas sobre una mesa negruzca de madera, apuntaba los nombres y pagaba los jornales. José firmaba con una huella.
Apenas cruzaron las miradas capataz y jornaleros.
José se dirigió por el sendero que conducía a su choza a paso ligero, y Paulino, sin poder dar crédito a lo que estaba sucediendo, entró en la habitación donde se encontraba Teresita con su hijo en brazos. Besó a los dos a sabiendas de que quizá sería la última vez que los besara por mucho tiempo... o quizás... Depositó la paga en un cajón de la cómoda y despojándose de la camisa que traía toda sudada, se refrescó y se vistió de nuevo con camisa limpia.
—Antes de que caiga la noche, voy a ver si puedo traer algún conejo o liebre a casa, que mañana es domingo y me apetece un buen arroz —dijo Paulino, mientras sacaba del armario su escopeta. Metiéndose en el bolsillo una caja de cartuchos salió de la habitación sin mirar atrás.
Nadie, excepto Teresita, lo vio salir, y desde la puerta le dijo:
—No tardes.
Volvió la cara Paulino, y tímidamente la saludó alzando la mano.
Paulino se detuvo cuando caminaba para reunirse con José y dio la vuelta para regresar, pero estaba tan confuso y apenado, que no podía razonar con claridad, pensó: me esconderé en las montañas y regresaré en un par de días. Pero volver sería firmar su sentencia de muerte.
Para Manuel, que todo lo había planificado con maldad y cobardía, el campo le quedaría libre y así podría acercarse a Teresita, a la que tanto soñaba tener en sus brazos desde el primer día en que la vio llegar. Le ofrecería su apoyo y ayuda en todo, y según sus cálculos, ella tan joven, y con una criatura tan pequeña, lo más seguro era que aceptara su ofrecimiento, y que de alguna manera, poco a poco, ella al ver su buena intención, podría llegar a ser su compañera, o quizás su esposa. No era la primera vez que Manuel delataba a alguien y estaba seguro de que Paulino nunca volvería, como nunca volvieron los que él denunció en otras ocasiones.
Estaba anocheciendo cuando se presentaron en el cortijo dos personajes a caballo, vestidos de uniforme, desmontaron y se dirigieron hacía la puerta donde el capataz Manuel los recibió, y este, fingiendo asombro, les preguntó:
—¿En qué les puedo servir, qué se les ofrece por estas tierras?
Teresita, al escuchar a alguien hablando pensó que Paulino habría regresado. Salió de su habitación para recibirle, y cuál fue su sorpresa al darse de cara con dos guardias civiles que preguntaban por un tal Paulino y un tal José. Manuel se adelantó antes de que Teresita contestara, y le preguntó:
—¿Está Paulino contigo?
—No —respondió Teresita.
—¿Para qué lo quieren? —preguntó Manuel a uno de ellos.
—Es necesario que tanto él como José vengan con nosotros para regularizar unos documentos en el cuartel —respondió el del tricornio.
Teresita sintió que la sangre se le congelaba en el cuerpo. Los dos guardias comenzaron a interrogarla, queriendo averiguar el paradero de Paulino, a lo que ella negaba saberlo, una y otra vez, hasta que el del tricornio, sin más preámbulos, optó por invitarla a que les acompañara, y así, tranquilamente en el cuartel, podrían charlar, y seguro que obtendrían alguna información, porque los métodos que solían usar para que alguien declarara lo que ellos querían saber eran muy severos y contundentes.
Al negarse Teresita a acompañarles voluntariamente, ambos individuos, sin mediar palabra, la prendieron por los brazos y, aunque ella opuso resistencia, nada pudo hacer para evitar que acto seguido la esposaran y sacaran de aquel cuarto.
—¡Mi hijo! —gritó Teresita.
—Su hijo queda en buenas manos —respondió uno de ellos.
Manuel intervino en ese momento, y acercándose a Teresita, le dijo que no se preocupara por nada.
—Además, usted volverá aquí muy pronto —le aseguró el guardia cuando le ayudaba a subir al carro que esperaba a la entrada del cortijo, en cuyo interior dos guardias civiles escoltaban a un joven maniatado.
A la mañana siguiente de su detención, regresó Teresita al cortijo, y su semblante había cambiado de tal manera, que a Manuel le costó reconocerla. Estaba pálida, toda sucia y empapada en sudor, desgarrada la camisa, y su preciosa cabellera se había reducido a un corto y desigual severo rapado.
Manuel, abrazándola, le dijo:
—La Candelaria anoche le dio el pecho a tu hijo, sabes que ella es buena mujer, y que también tiene una hembra de meses, a la que amamanta.
Teresita, sin pronunciar palabra, se retiró de los brazos de Manuel. Quiso este saber lo que le habían hecho, a lo que Teresita se negó a contestar, moviendo la cabeza, y aunque era obvio, y a la vista estaba el resultado del trato recibido, él insistió en que se lo contara, y ella aceptó, creyendo en su buena fe y compasión.
¡Qué lejos estaba Teresita de saber que el que la abrazaba era el causante de tanto dolor.
Describir el lugar donde estuvo Teresita durante el interrogatorio que sufrió aquella noche en el cuartel de la Guardia Civil fue para ella lo más cruel y horrendo que podía recordar, ¡cuánta humillación! Lo que le rodeaba eran paredes salpicadas de sangre, negruzcas y húmedas, hacía mucho frío y sin piedad la desnudaron de medio cuerpo, las continuas preguntas de uno y otro queriendo saber dónde se encontraba Paulino, aún retumbaban en sus oídos. Al no obtener información alguna, decidieron primero, hacerle tomar a la fuerza un repugnante brebaje, que resultó ser un purgante de aceite, lo que le causó continuos vómitos, y como quiera que no obtenían la respuesta que querían oír, fue entonces cuando decidieron de cortarle su hermosa cabellera, de la que tan orgullosa estaba ella.
Manuel cubrió la boca de Teresita con su mano.
—¡Basta...!, ya es suficiente.
Lo que Teresita nunca le dijo fue la violación que sufrió.
Con dificultad y con miedo, atravesaban Paulino y José aquellos parajes inhóspitos, y al ser noche cerrada, agravaba aún más el caminar. José conocía aquellas tierras bastante bien, porque durante los años que fue cabrero, y siendo aún un niño, anduvo por aquella serranía, pastoreando el ganado. Paulino lo seguía como perro a su amo, no dudó en ningún momento del conocimiento de José sobre aquel terreno, así que anduvieron toda la noche. Atravesaron la sierra de Las Cabras, cruzaron el arroyo de Aljibe y al amanecer, se refugiaron cerca de un lugar llamado Las Cañillas.
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