Luis Mollá Ayuso - En el nombre del mar

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Dicen que leer es viajar, quizás por eso hay quien sostiene que la lectura está agotada después de que en la tierra no quede un solo lugar inédito y de que las sondas espaciales lanzadas hace años agoten día a día las posibilidades de otros mundos más allá del nuestro. Sin embargo, a pesar de que en la tierra ya no quedan alturas que no haya hollado el pie humano y de que en la más intrínseca de las selvas podamos encontrar hoy indígenas vestidos con camisetas de las marcas más conocidas y una lata en la mano del más universal de los refrescos, seguimos teniendo el mar como paradigma de lo ignoto. En el más indómito de los elementos el hombre apenas ha podido penetrar unas brazas y Neptuno sigue siendo el rey. En el nombre del mar es una recopilación de siete historias diferentes a medio camino entre lo real y lo fantástico en las que el protagonista común es el mar en su versión más misteriosa. La parte real la pone el hecho de que se trata de historias que giran alrededor de sucesos contrastados, sin embargo se trata al mismo tiempo de tramas incompletas a las que no se puede poner final sin el auxilio de la fantasía, pues precisamente el mar, único conocedor del desenlace de estas historias, las guarda celosamente para sí. Las siete historias que abarca En el nombre del mar se refieren principalmente a la desaparición trágica y misteriosa de buques que se cuentan entre los más emblemáticos de cuantos han surcado los océanos, historias referidas al eterno desafío entre los seres humanos y el más poderoso e indomable de los elementos y en definitiva, narraciones impregnadas de viento, espuma, sal y misterio que no dejarán indiferentes a los aficionados a la literatura náutica y a los innumerables amantes del mar.

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—Cuéntanos —dijo el posadero interrumpiendo sus pensamientos—. ¿Qué tal el viaje? Yerbabuena es un lugar alejado.

—Oh, no, señor —replicó el chico atropelladamente—. Desembarqué en New Bedford hace cosa de dos meses. Estaba enrolado como arponero mayor en el Ventine cuando recibí la carta. Las condiciones me parecieron muy ventajosas.

Una incómoda cortina de silencio se estableció entre los cuatro hombres. Al fondo los ocupantes de las mesas habían reanudado su cháchara, de la que les llegaban suaves murmullos entremezclados con el crepitar de las llamas en la chimenea y el chasquido del cuchillo del indio modelando lo que parecía un pequeño ídolo. Tanto el posadero como Ismael le miraban absortos, como si esperaran algo de él, mientras el otro hombre permanecía abstraído en la contemplación de un cuadro colgado en la pared que representaba una escena de la caza de la ballena. Jim se llevó la jarra a los labios tratando de ocultar su azoramiento ante la mirada de aquellos dos hombres que seguían observándole con atención, después dejó la jarra sobre la mesa y carraspeó incomodado por el silencio.

—Mis padres eran buscadores de oro. Bueno, naturalmente me refiero a mi padre. Mi madre atendía en la cantina —dijo al fin incapaz de soportar la tensión.

—He oído que el oro ha vuelto loca a mucha gente en los placeres de los ríos del oeste. Basta meter la mano en el agua para sacar pepitas del tamaño de un puño.

A Jim le parecieron extrañas las palabras del posadero.

—Bueno, eso fue hace tiempo. Más o menos cuando yo nací. Hoy los lechos de los ríos están exhaustos. Y tampoco fue para tanto; por cada hombre rico que produjo el oro, otros mil lo perdieron todo a manos de los avariciosos terratenientes, los bandidos o las busconas. Ciertamente, me quedo con la tranquilidad de un barco. No es más duro, se lo aseguro, señor, y por la noche uno puede descansar sin temor a que le rebanen el cuello mientras duerme.

Al pronunciar sus últimas palabras Jim lanzó una mirada inquieta al indio que continuaba en cuclillas frente al fuego dando forma a su estatuilla.

—Qué raro —murmuró el posadero con un brillo de codicia en la mirada—. Los marineros siempre han envidiado la vida de los buscadores de oro. Se dice que a lo largo de la costa oeste se multiplican las deserciones ante la llamada del metal.

—Eso fue sólo al principio. Más adelante la mayoría abandonó los cedazos y volvió a la seguridad de los barcos. Ya ven, el propio Sutter se volvió loco y murió en la indigencia.

—¿Sutter? ¿El suizo? ¿El descubridor del oro? ¿Dices que ha muerto pobre?

—¿Cómo? ¿No lo saben?

Jim Bow volvió a sentir una extraña sensación y esta vez un escalofrió recorrió su espina dorsal como una culebra.

—Su pleito en la corte de justicia hizo correr ríos de tinta, aunque de eso hace ya algunos años.

El posadero quiso intervenir de nuevo, pero el individuo que hasta ese momento había permanecido silencioso en la contemplación del cuadro lo fusiló con la mirada.

—Y dígame, Jim Bow —se repuso el posadero volviendo a pasar la bayeta por encima de la barra con evidente nerviosismo—. ¿Tiene usted experiencia con el arpón?

—Ya le digo que vengo del Ventine. Fui arponero mayor durante las dos últimas campañas. Antes serví como segundo lanzador en otros barcos.

—¿Disparó usted a muchas ballenas? —preguntó Ismael uniéndose al interés del posadero.

—Francas, lo menos una veintena. Muchas más si contamos azules, grises y jorobadas.

—¿A cuántas ha matado? —preguntó repentinamente el individuo que había permanecido en silencio hasta entonces.

—Muchas, señor. No podría decirle un número exacto.

—¿Alguna en especial?

—Todas las ballenas son especiales, si me lo permite. El truco consiste en meterles el arpón en el cerebro para no dejarlas pensar. Si se falla, entonces puede ser ella la que te cace a ti. Yo iba a bordo del Hawknest cuando nos atacó aquella franca. No exagero si les digo que pesaba más de doscientas toneladas. De una tripulación de dieciséis, sólo conseguimos escapar cinco. Yo estaba en el agua junto al capitán cuando la vimos venir, en el último momento se decidió por él; lo engulló sin ningún esfuerzo a cinco metros de mí. Esos animales saben lo que hacen, señor.

—Bah, no son más que estúpidas ballenas. No me venga con ésas —refunfuñó el tipo regresando a la contemplación del cuadro.

—Lo que el capitán quiere decir es si encontró usted alguna ballena blanca —apostilló el posadero dejando de dar lustre a la barra.

—Entiendo. Ustedes se refieren a Mocha Dick.

Como si le hubiera mordido una serpiente, el capitán se giró y zarandeó al arponero.

—¿La vio usted? Dígame, ¿la vio?

—Mucha gente cree que Mocha es una leyenda, señor, pero que me aspen si aquella ballena blanca como la espuma que encontramos en el sur no era Mocha.

—¿Dónde? ¿Cuándo? —bramó el capitán enfurecido agitando el cuello de la pelliza de Jim Brown.

—Cálmese, capitán —intervino el posadero pidiéndole tranquilidad con las manos—. Deje que el chico se explique, aunque cuesta creer que haya podido verse una franca como esa al otro lado de la Línea.3

—Lo he contado en todas las tabernas de New Bedford y la gente se mofa, pero yo les juro por lo más sagrado que aquella ballena blanca era Mocha Dick. Y ya sé que no siendo del tipo austral, las francas no se han visto nunca en aquellas aguas.

Jim Bow volvió a coger la jarra y apuró un trago de cerveza como si necesitara armarse de valor para seguir con la historia.

—Continúe. No se detenga —le apremió el hombre de mirada extraviada al que llamaban capitán.

­—No la vimos acercarse hasta que estuvo prácticamente al costado. El sol aún no había despuntado pero la luz del crepúsculo fue suficiente para reconocerla. Cuando la vimos ya la teníamos encima, sin embargo se limitó a dar unas vueltas al barco como si quisiese cerciorarse de quiénes éramos.

—¿Les atacó?

—No. Y eso es lo más extraño. Dicen que Mocha es una ballena tremendamente agresiva.

—Muchos dicen que sólo es una leyenda —intervino Ismael.

—Les digo que era Mocha. La reconocí al instante. Tenía dos arpones metidos en las costillas y otro más le atravesaba el ojo derecho y se alojaba en alguna parte de su sistema respiratorio. Cada vez que lanzaba un chorro de agua emitía un silbido agónico que no he podido quitarme de la cabeza. Ni eso ni la mirada asesina de su único ojo. No me crean si no quieren, pero les aseguro que...

Jim Bow guardó silencio. Los clientes de la posada se habían acercado y se congregaban a su alrededor dispuestos a no perderse una palabra de la historia. Tras ellos, el indio continuaba agachado frente al fuego en la misma postura, pero ya no daba forma a la madera, en vez de eso le contemplaba con un rictus de fiereza en la mirada que a punto estuvo de helarle la sangre.

—Siga —volvió a apremiarle el capitán golpeándole el hombro.

—Esa ballena existe, capitán, créame. La he visto con mis propios ojos. Le digo que Mocha Dick no es ninguna leyenda, sino una ballena inteligente. Sabía que acercándose como lo hizo no tendríamos tiempo de cargar el arpón. Quería reconocernos, de eso no me cabe duda; permaneció un rato dando vueltas al barco hasta que se convenció de que no éramos el buque que buscaba.

—Dígame, ¿dónde ocurrió eso?

—Doscientas millas al sureste del archipiélago de las Malvinas. Y no me diga que no son aguas de francas, capitán. Ya le digo que he visto muchas de ellas, aunque ninguna blanca y tan terriblemente herida como ésta. Era Mocha, capitán, no lo dude, cualquier marinero del Proverb podría certificarlo, aunque creo que...

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