Luis Mollá Ayuso - En el nombre del mar

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Dicen que leer es viajar, quizás por eso hay quien sostiene que la lectura está agotada después de que en la tierra no quede un solo lugar inédito y de que las sondas espaciales lanzadas hace años agoten día a día las posibilidades de otros mundos más allá del nuestro. Sin embargo, a pesar de que en la tierra ya no quedan alturas que no haya hollado el pie humano y de que en la más intrínseca de las selvas podamos encontrar hoy indígenas vestidos con camisetas de las marcas más conocidas y una lata en la mano del más universal de los refrescos, seguimos teniendo el mar como paradigma de lo ignoto. En el más indómito de los elementos el hombre apenas ha podido penetrar unas brazas y Neptuno sigue siendo el rey. En el nombre del mar es una recopilación de siete historias diferentes a medio camino entre lo real y lo fantástico en las que el protagonista común es el mar en su versión más misteriosa. La parte real la pone el hecho de que se trata de historias que giran alrededor de sucesos contrastados, sin embargo se trata al mismo tiempo de tramas incompletas a las que no se puede poner final sin el auxilio de la fantasía, pues precisamente el mar, único conocedor del desenlace de estas historias, las guarda celosamente para sí. Las siete historias que abarca En el nombre del mar se refieren principalmente a la desaparición trágica y misteriosa de buques que se cuentan entre los más emblemáticos de cuantos han surcado los océanos, historias referidas al eterno desafío entre los seres humanos y el más poderoso e indomable de los elementos y en definitiva, narraciones impregnadas de viento, espuma, sal y misterio que no dejarán indiferentes a los aficionados a la literatura náutica y a los innumerables amantes del mar.

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Buñuelo le condujo a presencia del señor Stubbs, el cual le esperaba sentado en una mesa ante un pergamino y una pluma de ave cargada de tinta.

—Hola Jim —saludó el oficial señalándole el asiento vacío—. Supongo que tienes muchas preguntas y pocas respuestas, pero ahora no es momento para una conversación, debemos actuar con rapidez. No pasará mucho tiempo hasta que encontremos a la ballena salvaje, en ese momento deberás concentrarte y poner tu corazón en alcanzar el suyo. Eres un buen arponero y un buen muchacho, pero esa ballena encarna el mal, de modo que hará lo imposible por hacerte suyo como ya se ha hecho con todos nosotros. En fin, sé que cumplirás honradamente con tu obligación, pero recuerda que si fallas te convertirás en uno de nosotros y, lo mismo que el resto de almas a bordo, penarás errante por los mares hasta que encontremos al hombre capaz de vencer a esa dichosa ballena; y ahora, antes de que regreses a la proa a preparar el arpón, quiero que escribas una carta a Bastien Gouvain, arponero del Pentzoil que tiene base en Terranova. Deberás puntualizar que debe traer sus propias provisiones y le ofrecerás el doble del salario que perciba actualmente.

Jim Bow se sentía apesadumbrado y nervioso, pero deseaba acabar cuanto antes con aquel enojoso asunto, de modo que redactó la carta y la llevó a su camarote, dejándola sobre una mesa junto al muñeco de madera de Queequeg. De forma apresurada se rasuró la barba utilizando el cuchillo del indio y, cuando el espejo le devolvió su imagen habitual, respiró tranquilo. Por unos instantes temió haber podido convertirse en uno de aquellos espíritus ambulantes y, para alejar más esa posibilidad, y dado que, como espíritus que eran, no sentían la necesidad del alimento, comió con ansias las últimas provisiones del saco, tranquilizándose al sentir el pellizco del hambre que tan ajeno era a las almas que le rodeaban.

Recuperado de su pesadumbre al sentirse mortal, se disponía a dirigirse al puesto del arponero para enfrentarse a la ballena cuando al salir a cubierta se encontró con una algarabía inesperada. Por fin el capitán había abandonado su cubículo y, moviéndose con dificultad sobre su blanca pata de barbas de ballena, arengaba a los hombres al combate contra el cetáceo con unas palabras que le helaron la sangre:

«—Todos los vigías me habéis oído dar una orden acerca de una ballena blanca. Pues bien, ¡atención ahora! ¿Veis esta onza española de oro?

E hizo relucir la moneda al sol.

—Vale dieciséis dólares, muchachos. ¿La veis? Señor Stubbs, deme un martillo.

El primer oficial fue a recogerlo, mientras el capitán, silencioso, frotaba la moneda como si quisiera sacarle más brillo. Stubbs le entregó el martillo y el capitán se acercó al palo mayor, lo alzó y exclamó con voz chillona:

—Aquel de entre vosotros que descubra esa ballena que tiene tres agujeros en el cuerpo, aquel que la descubra, se llevará esta onza de oro, hijos míos.

—¡Hurra! —gritaron los marineros, arrojando al aire sus sombreros mientras el capitán clavaba la moneda en el palo mayor.

—He dicho una ballena blanca —continuó el capitán tirando el martillo—. Cien ojos, hijos míos. Tan pronto, como veáis una burbuja, ¡avisad! Porque os aseguro que ella nos está observando a nosotros en estos momentos.»

A partir de aquel instante se desató la locura. Jim volvió a sentirse sobrecogido; aquellas eran las mismas palabras atribuidas por Herman Melville al imaginario capitán Ahab en el momento sublime de su novela y, aunque tenía muchas dudas de que en un mundo de almas aquella moneda de oro pudiese tener algún valor, quiso ver en ella el anhelado descanso eterno, objetivo único de aquellos espíritus errantes, así que decidió poner toda su ciencia y energía en doblegar la férrea voluntad de la ballena asesina.

Con ayuda de Queequeg consiguió llevar el muelle hasta su última muesca. El hierro estaba listo, e incluso una vez encajado en la ballesta continuó afilando sus puntas, hasta que una voz en las alturas hizo saltar todas sus alertas.

—Por allí resoooplaaaa...

En ese momento la bruma que había venido acompañándoles durante todo el viaje se disipó como si alguien hubiese alzado el telón del gran teatro del mar, el cual aparecía muy agitado, del color de la pizarra y coronado de grandes penachos de blanca espuma ocasionados por los fuertes vientos que acostumbran a soplar en los Rugientes, a pesar de lo cual, no tardó en divisarla.

A bordo todo eran carreras y prisas, unos izando velas o tensando drizas y otros alistando el bote para rematar a la ballena si por fin el nuevo arponero alcanzaba su corazón; repentinamente, como si un imaginario director de orquesta los hubiera puesto de acuerdo, todos comenzaron a cantar al unísono la más feliz de las salomas de los marineros, la que se entona a bordo de los balleneros cuando se llena el último barril de aceite y el rumbo señala el camino a casa.

Cuando zarpó Cristóbal Colón,

no sabía dónde iba...

Cuando llegó Cristóbal Colón,

no sabía dónde estaba...

Cuando volvió Cristóbal Colón,

no sabía dónde estuvo...

Cuando murió Cristóbal Colón,

no se sabe a dónde fue...

Al llegar a la última estrofa los hombres volvían a acometer la saloma con mayor fuerza cada vez, como si quisieran evitar pensar en el momento trascendental que estaban a punto de vivir.

A Jim tanto trapo en las alturas le dificultaba mucho el tiro, pues con aquel ventarrón el barco se acostaba a sotavento dejando la ballena al otro lado, lo que obligaba al muchacho a bajar el arpón hasta su límite inferior con grave perjuicio de la puntería; sin embargo, veía acercarse a Mocha despacio, como muy confiada en ese hacerle suyo que ya parecía haber ganado al resto de aquellos espectrales marineros que cantaban con tanto brío.

Una vez hecho el cálculo del tiro, Jim se alzó para seguir mejor el movimiento de la blanca y determinar con la mayor precisión el momento del disparo, ya que con aquel viento portentoso y los vaivenes del barco sabía que tenía que ser muy preciso si quería llevar el hierro hasta el corazón del animal, que presentaba libre de arpones la parte del lomo sobre aquel ojo único que no tardó en encontrar los del arponero.

Duró sólo un segundo, un instante fugaz en el que, con su mirada, la ballena hizo llegar al chico un mensaje de subyugación que le heló la sangre; en ese momento Mocha se giró y se lanzó contra el barco a la mayor velocidad a la que podían propulsarle sus viejas aletas mientras Jim esperaba con la respiración encogida el momento del disparo, escuchando a lo lejos la tonadilla de los marineros y a su lado una cuenta atrás nacida de los labios de Queequeg, el cual trataba de ayudarle a decidir el momento exacto de lanzar el hierro.

Fue como si la ballena tuviera la capacidad de razonar, pues en el momento justo en que Jim lanzaba su arpón, Mocha efectuó un cambio de rumbo y lo recibió junto al ojo inservible, muy cerca de donde tenía alojado otro. Inmediatamente a continuación su cabeza impactó con la madera del barco, que quedó escorado en una postura agónica mientras los hombres dejaban de cantar y gritaban presos del pánico.

El barco se hundía y Jim saltó a cubierta siguiendo a Queequeg en dirección al alcázar, donde los hombres se lamentaban, lloraban o rezaban. Únicamente Ahab no parecía tocado por aquel espíritu fatídico y, agarrado a un obenque, agitaba el puño en dirección a la ballena que se alejaba ignorando sus gritos, dejando tras de sí un rastro de sangre sobre la blanca espuma.

—Te atraparé, hija del demonio, a Dios pongo por testigo de que un día me comeré tu negro corazón...

Sobrecogido por las palabras del capitán, Jim no se dio cuenta de que el señor Stubbs le agarraba del brazo, agitándole.

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