Luis Mollá Ayuso - En el nombre del mar

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Dicen que leer es viajar, quizás por eso hay quien sostiene que la lectura está agotada después de que en la tierra no quede un solo lugar inédito y de que las sondas espaciales lanzadas hace años agoten día a día las posibilidades de otros mundos más allá del nuestro. Sin embargo, a pesar de que en la tierra ya no quedan alturas que no haya hollado el pie humano y de que en la más intrínseca de las selvas podamos encontrar hoy indígenas vestidos con camisetas de las marcas más conocidas y una lata en la mano del más universal de los refrescos, seguimos teniendo el mar como paradigma de lo ignoto. En el más indómito de los elementos el hombre apenas ha podido penetrar unas brazas y Neptuno sigue siendo el rey. En el nombre del mar es una recopilación de siete historias diferentes a medio camino entre lo real y lo fantástico en las que el protagonista común es el mar en su versión más misteriosa. La parte real la pone el hecho de que se trata de historias que giran alrededor de sucesos contrastados, sin embargo se trata al mismo tiempo de tramas incompletas a las que no se puede poner final sin el auxilio de la fantasía, pues precisamente el mar, único conocedor del desenlace de estas historias, las guarda celosamente para sí. Las siete historias que abarca En el nombre del mar se refieren principalmente a la desaparición trágica y misteriosa de buques que se cuentan entre los más emblemáticos de cuantos han surcado los océanos, historias referidas al eterno desafío entre los seres humanos y el más poderoso e indomable de los elementos y en definitiva, narraciones impregnadas de viento, espuma, sal y misterio que no dejarán indiferentes a los aficionados a la literatura náutica y a los innumerables amantes del mar.

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Los días volaban como las aves del cielo y el barco avanzaba resueltamente sin rumbo conocido y con un objetivo que se iba haciendo cada vez más nítido. Nunca el sol ni ningún otro astro se hizo visible a la tripulación; una bruma compacta mantenía a la nave a salvo de las indiscretas miradas de otros buques. Los marineros se ocupaban en sus labores habituales: maniobraban velas, manejaban la caña del timón, adujaban cabos y maromas que la mar se empeñaba en volver a desmadejar, baldeaban, limpiaban aquí y allá y arranchaban la larga colección de toneles destinada a almacenar el aceite que habrían de extraer de la grasa hervida de los cetáceos que encontraran en su rumbo.

Supieron que habían cruzado la Línea cuando las aguas sucias procedentes del baldeo cambiaron el sentido de giro en los imbornales. En el cielo, la estrella Polar que guía al navegante en el hemisferio norte debía haber sido reemplazada por la Cruz del Sur, que lo hace en la otra mitad del globo, pero eso era algo que sólo podían imaginar, pues la vaporosa nube que cubría el buque desde la salida de puerto les acompañaba celosamente en todo momento.

Jim Bow dedicaba los días a preparar el arpón para el momento supremo, menester en el que siempre se veía acompañado de Queequeg, que, si bien al principio sólo era capaz de expresarse por medio de algún gruñido aislado, cada vez se mostraba más abierto y comunicativo; eso sí, siempre en su particular forma de entender el lenguaje.

—Tú explicas ese mar que no se mueve...

—¿Otra vez, Queequeg? Te he contado esa historia docenas de veces. El que debería explicarse eres tú. Aquí pasan cosas que escapan a la razón.

—Tú explicas...

Y de nuevo Jim le contaba que aunque unos decían que se trataba de una leyenda, otros daban como cierta la existencia en el centro del océano Atlántico de una corriente que se desplazaba espiralmente hasta un punto en el que cesaba todo movimiento, y donde, según decían, se acumulaban cientos de algas llamadas sargas, razón por la que ese mar era conocido como el de los Sargazos.

—Muchos —remataba Jim su explicación—, aseguran haber navegado ese horrible mar estático del que cuentan que es la entrada al infierno de los barcos, pues se dice que las naves atrapadas por aquella corriente malvada quedan estancadas como un animal en las arenas movedizas, y que esas sargas no hacen sino disimular el tesoro de ese mar, el cual consiste en cientos de buques cuyos marineros mueren de pura desesperación al no poder sentir el brío de sus naves saltando de ola en ola y de uno a otro mar.

Indefectiblemente, al llegar a este extremo del relato, Queequeg se giraba y señalaba al joven arponero con el cuchillo, conminándole a interrumpir la narración. A continuación el indio daba un salto y se asomaba a la borda donde se tranquilizaba al ver las aguas correr en sentido opuesto al avance natural del barco, entonces regresaba junto a Jim, volvía a comprobar el funcionamiento del gatillo de la ballesta y continuaba modelando su pequeño ídolo, ocasión que el californiano aprovechaba para intentar ganarse su confianza.

—¿Dónde vamos, Queequeg? ¿Qué sucede a bordo de este buque fantasma?

—Tú saber cuándo llegar momento...

Y en esa frase quedaba encallada su lengua, como aquellos buques legendarios que gustaba arrebatar al resto de los mares aquel otro estático llamado de los Sargazos.

Al atardecer los marineros solían reunirse en la cubierta, donde, al tiempo que tallaban pequeñas figuras con huesos de cachalote, se escuchaban historias a caballo entre la realidad y la fantasía y en las que los protagonistas eran siempre las ballenas y su ancestral y desigual lucha con el hombre, que pretendía arrebatarles la energía de sus entrañas para llenar aquellos barriles que permanecían vacíos desde la salida de Nantucket. Como a cualquier marinero, a Jim le gustaban aquellos cuentos, aunque era consciente de que la mayoría eran puras fabulaciones que al saltar de barco en barco y de taberna en taberna se iban enredando, haciéndose cada vez más descabelladas. Extraña paradoja, pensaba el arponero escuchando los cuentos de labios de marineros rudos y curtidos: en tierra todos creían a pies juntillas aquellas historias de los balleneros contadas siempre en primera persona, aunque a bordo se escuchaban unos a otros con tanto interés como desconfianza, sabedores de que en el fondo todos aquellos cuentos no eran otra cosa que patrañas sin ningún sentido del rigor:

—Yo era remero en el Betwawoo —aseguraba un viejo marinero de Boston—, cuando arponeamos aquel animal que luego seguimos durante tres años. El capitán McKenzie se volvió loco y no quería saber de ninguna ballena que no fuera aquella jorobada que había escapado con su arpón. Al cabo de ese tiempo volvimos a encontrarla en el mismo lugar en que la habíamos arponeado, aunque sólo Dios sabe cuántas vueltas habría dado a la Tierra. Estaba exhausta y se entregó sin resistencia, aunque quedó tan escuálida que apenas obtuvimos media docena de barriles.

—A ningún capitán le gusta perder un arpón, mucho menos si es escocés —replicó otro marinero despertando la risa de todos.

—Dices bien —sonrió el bostoniano mostrando unas negras encías desprovistas de dientes—. Y vaya si lo recuperó, no sé cómo aquel animal pudo vivir tanto tiempo con aquel hierro oxidado en las entrañas, pero a los pocos días el arpón estaba de nuevo reluciente y listo para ser usado

Tras un breve silencio, otro marinero alzó la voz.

—Yo fui grumete en la goleta Unukhalai. A pocas millas de Cape Cod capturamos una gris y al descuartizarla encontramos un arpón perteneciente al Sockshire. Nada extraño si no fuera porque luego supimos que ese hierro había sido disparado en aguas de Alaska tan sólo diez días antes.

Los menos versados en geografía se abstuvieron de hacer comentarios, pero Elías, un marinero que había sido maestro en Connecticut protestó:

—Eso es imposible. Ninguna ballena podría recorrer esa distancia en diez días y menos aún con un arpón en las costillas.

—Sí es posible —sentenció otra voz—. Utilizan el paso del Noroeste. El hombre ha buscado durante siglos la forma de unir los dos grandes mares por el norte, pero no lo ha encontrado por la sencilla razón de que está debajo de los hielos, lo que no representa ningún problema para las ballenas...

A menudo se escuchaban también historias de los cachalotes negros, el animal más fiero que esconden los fondos abisales; había marineros a bordo que decían haberlos visto en Nueva Zelanda o en Timor. Sostenían que la razón de su extraordinaria agresividad residía en su desequilibrio mental, ya que al parecer son animales que al sentirse heridos se vuelven literalmente locos. Un marinero de Po’o Nan Poah, que decía haber tropezado con uno de ellos muerto y a la deriva, aseguraba que en su cuerpo habían encontrado hasta catorce arpones.

A Jim le resultaba extraño que en aquellas reuniones se hablase exclusivamente de ballenas, cuando en todos los barcos se escuchan historias referidas a otros animales fantásticos que hacen siempre la delicia de la marinería, como el monstruo de Savally Point, que seguía a los pesqueros a vapor, o la sirena de Halifax o el gran calamar de Cape Hope, que cada noche arrastraba un barco distinto a las profundidades del Atlántico. Sin embargo, a pesar de que en alguna ocasión trató de intervenir con ese tipo de historias, no tardó en darse cuenta de que no contaban con ningún tipo de predicamento entre aquellos extraños hombres de mar, que únicamente querían oír hablar de ballenas y de arpones.

Jim aprendió a escucharlos en silencio mientras masticaba los alimentos secos que él mismo había traído en su saco siguiendo las instrucciones de la carta. Aquel era otro de los misterios del buque; en los días que llevaba a bordo, que ya comenzaban a ser una cantidad considerable, nunca vio a los marineros alimentarse, ni tampoco a Buñuelo, teórico cocinero, preparar alimento alguno, dedicándose a cumplir funciones de grumete muy alejadas de las que supuestamente le correspondían.

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