Otra de las razones de su perplejidad era que a pesar de la afición de los marineros a las conversaciones de ballenas, en sus tertulias evitaban sistemáticamente referirse a Mocha Dick, a pesar de que la noche de su llegada a la posada habían mostrado un extraordinario interés en conocer de sus labios los detalles del encuentro en Malvinas con aquel leviatán de las profundidades.
Más allá de las charlas de corrillo, Jim no había conseguido ganarse la confianza de ninguno de los marineros, excepción hecha de Queequeg, que le escuchaba en silencio mientras se hacía en la cara aquellas horribles muescas con el mismo cuchillo que usaba para tallar la madera y la ayuda de un trozo de espejo que guardaba como un tesoro. Sin embargo, cada vez que Jim quería arrancar una confidencia de sus labios que diera luz a alguno de aquellos misterios, el indio se ponía siempre a resguardo de las explicaciones, amparado en aquella frase lapidaria tan mal construida que parecía constituir su único vocabulario:
—Tú saber cuándo llegar momento...
Y el momento se presentó pocas fechas después, precisamente durante una de esas tertulias al atardecer, cuando en uno de esos silencios impenetrables que a veces caían como una pesada losa sobre la reunión, una voz se dejó oír claramente en las proximidades de la nave.
—¡Ah del barcooo, capitáaaan...!
Como un resorte, Buñuelo dio un respingo, echó a correr y se perdió en el interior de la nave, regresando al poco acompañado del oficial Stubbs.
—Ha sonado por allí, señor Stubbs.
El cocinero acompañó sus palabras con un dedo extendido señalando un lugar impreciso invisible a los ojos de todos, rodeados como navegaban de aquella inexplicable penumbra.
—Nombreeee del barcooo —gritó el oficial acanalando la voz con las manos en la dirección que señalaba el dedo de Buñuelo.
—Pentzoil, ballenerooo, con base en Terranovaaa. ¿Cuál es el nombre del suyooo?
—Soy Mortenseeeen, capitán del Grains, navegando desde la alta Noruegaaa. Venimos siguiendo una franca blanca heridaaaa. ¿La han vistoooo?
—Hace cosa de un mes se nos acercó una con esa descripción. Llevaba tres arpones en el lomooo y no nos dio tiempo a cargar. Cuando disparamos ya estaba demasiado lejooos.
—¿Cuál es el nombre de su arponerooo principaaal?
Transcurrieron unos segundos sin que nadie contestara, sin duda a bordo del buque canadiense consideraban aquella una pregunta extraña.
—Se llama Bastien Gouvaaaain, es francés, de Saint Maloooó.
—¿Dónde vieron esa francaaaa?
—En los Rugientes, cien millas al este de Mar del Plataaa. Dígame capitáaaan, ¿qué clase de niebla es esa que les acompañaaa?
Inesperadamente una voz seca y grave se dejó oír tras el grupo de hombres que trataban de reconocer algún barco en el lugar del que procedían las voces.
—¡Ocupad los puestos! ¡Dad todo el aparejo! ¡Timonel, rumbo a los Rugientes!
Era el capitán, el mismo individuo de la posada se erguía ahora frente a Jim dando unas órdenes que todos los marineros se aprestaban a cumplir. Era alto y delgado como un ciprés y, además de una barba espesa y descuidada, en su rostro destacaban unos ojos oscuros y profundos que se encendían como teas con cada orden.
—Bow, vaya a preparar el arpón y, por las llagas de Cristo, no falle.
Dando media vuelta el capitán se agarró a un obenque y de un salto ascendió los dos escalones que conducían al alcázar. Fue entonces cuando Jim reparó en su pierna artificial, hecha de blancas barbas de ballena. Repentinamente una idea se abrió paso en su cerebro y corriendo como un poseso alcanzó la canasta de proa, donde el indio le esperaba junto al arpón.
—Queequeg, amigo, dime qué está pasando. Que me aspen si este navío no es el Pequod y ese el mismísimo capitán Ahab.
En ese momento el joven arponero cayó en la cuenta de que el nombre del barco no estaba escrito en ninguna parte y tampoco se lo había oído mencionar a ningún marinero, lo mismo que el del capitán; era evidente que el nombre aquel de Mortensen que había gritado Stubbs era un engaño, pero en ese momento Queequeg decidió comenzar a hablar y el joven Bow le dedicó toda su atención.
—Momento de saber ha llegado, Jim.
—¿Es Ahab, verdad?
—A bordo de esta nave ninguno ser quien fue. No ser nadie ni ser nada, sólo espíritus errantes en busca del consuelo del descanso eterno. Esa ballena tener la llave de nuestra dimensión definitiva.
Las palabras del indio sobrecogieron a Jim, que no acertaba a hacer una pregunta concreta, siendo muchas las que se abrían paso en su cabeza.
—¿Espíritus errantes? De modo que ese es el misterio; por eso os alimentáis exclusivamente del odio a Mocha Dick. Seguramente ella hundió vuestra nave y os envió a todos al infierno, pero entonces, ¿qué hacéis aquí? ¿Qué pinto yo en esto?
—Tú conocer a Moby, haberla visto y ella haberte visto a ti a través de su único ojo. Nosotros no importarle, pues ya ser suyos, sin embargo ella venir a por ti y tú tener oportunidad de conseguir lo que ya ninguno de nosotros poder. Tú recordar: sólo un disparo —concluyó acariciando la caña de la ballesta.
—No he oído nunca hablar de esa Moby, aunque conozco la historia del capitán Ahab y la ballena blanca. Es un cuento antiguo; todos los arponeros que saben hacerlo han leído la novela de Melville.
—Tú no olvidar, Jim: sólo un disparo —contestó Queequeg ignorando las quejas del joven—. Necesitar mucha sangre fría. Importante dejar que se acerque para asegurar puntería. Pero antes tener que escribir carta.
—¿Y por qué no haces tú ese disparo? ¿Qué tengo yo que ver? Yo no soy espíritu y vosotros tampoco me lo parecéis, más bien creo que sois una pandilla de locos sacados de algún manicomio. Dime, ¿qué carta es esa? No sé de qué me hablas.
—Nosotros no tener materia, Jim. Todo ser ilusión para alcanzar propósito del descanso definitivo. Poder movernos a bordo de este barco porque también él pertenecer a mundo espiritual, sin embargo, no poder relacionarnos con mundo real. Por eso tú aquí, por eso tú enviar carta y por eso necesario tú disparar a Moby.
Un tropel de pensamientos se abrió paso en la mente del muchacho. Se decía que para escribir su novela sobre la ballena asesina Herman Melville se había basado en un caso real, y ahora entendía que el animal que le había inspirado debía ser Mocha. Entonces recordó el letrero a la entrada de la posada en el que una enfurecida ballena blanca con tres arpones clavados en el costado atacaba un barco. Se lamentó de su estupidez al no haberse dado cuenta entonces y recordó el día, meses atrás, que encontraron un barco en mitad del mar envuelto en una extraña bruma y, al saludarse los capitanes siguiendo las normas de cortesía en el océano, les preguntaron por Mocha y el nombre del arponero que la había tenido a tiro. Las cosas comenzaban a encajar y, cuando Jim se disponía a seguir interrogando a Queequeg, Buñuelo se presentó a su lado y le rogó que lo siguiera. Se disponía a hacerlo cuando el indio le agarró del brazo y le entregó el idolillo que había estado tallando a lo largo de la navegación.
—Amigo Jim, tú favor de enterrar bajo árbol en montañas de Rokovoko. Ayudar mi alma a alcanzar paraíso guerreros.
La insólita petición de Queequeg desconcertó aún más al muchacho, pero entonces el indio hizo algo que le dejó más perplejo todavía.
—Tú afeitar —dijo entregándole el cuchillo y su espejito—. Moby reconocerte.
Mientras seguía a Buñuelo por la cubierta del barco, la preocupación de Jim se hizo aún mayor. Hasta ese momento no había reparado en el detalle pero, pobladas o ralas, a bordo todos se adornaban con largas barbas que nunca se afeitaban. Llevándose la mano a la mejilla el chico acarició la suya propia, crecida y cerrada. Se preguntó si el hecho de tener barba como el resto de los marineros del buque le convertía en uno de ellos y un escalofrío le recorrió de arriba a abajo como un fuego de San Telmo.
Читать дальше