Luis Mollá Ayuso - En el nombre del mar

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Dicen que leer es viajar, quizás por eso hay quien sostiene que la lectura está agotada después de que en la tierra no quede un solo lugar inédito y de que las sondas espaciales lanzadas hace años agoten día a día las posibilidades de otros mundos más allá del nuestro. Sin embargo, a pesar de que en la tierra ya no quedan alturas que no haya hollado el pie humano y de que en la más intrínseca de las selvas podamos encontrar hoy indígenas vestidos con camisetas de las marcas más conocidas y una lata en la mano del más universal de los refrescos, seguimos teniendo el mar como paradigma de lo ignoto. En el más indómito de los elementos el hombre apenas ha podido penetrar unas brazas y Neptuno sigue siendo el rey. En el nombre del mar es una recopilación de siete historias diferentes a medio camino entre lo real y lo fantástico en las que el protagonista común es el mar en su versión más misteriosa. La parte real la pone el hecho de que se trata de historias que giran alrededor de sucesos contrastados, sin embargo se trata al mismo tiempo de tramas incompletas a las que no se puede poner final sin el auxilio de la fantasía, pues precisamente el mar, único conocedor del desenlace de estas historias, las guarda celosamente para sí. Las siete historias que abarca En el nombre del mar se refieren principalmente a la desaparición trágica y misteriosa de buques que se cuentan entre los más emblemáticos de cuantos han surcado los océanos, historias referidas al eterno desafío entre los seres humanos y el más poderoso e indomable de los elementos y en definitiva, narraciones impregnadas de viento, espuma, sal y misterio que no dejarán indiferentes a los aficionados a la literatura náutica y a los innumerables amantes del mar.

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Aquí nació y creció

José María Enríquez y Fernández,

Alférez de navío de la Real Armada,

que entregó el alma a Dios en el

hundimiento del crucero Reina Regente

en aguas próximas al estrecho de Gibraltar.

Dios lo tenga en su gloria.

Desde entonces dicen que en las noches en que las tormentas azotan las playas gaditanas, el viento arrastra el quejido de las almas que duermen el sueño eterno en un túmulo de hierro en cuya popa aún se distinguen dos palabras: Reina Regente. Y dicen también que en el susurro del viento puede distinguirse el aullido lastimero de un perro.

Nota del autor: La historia del crucero Reina Regente y su desgraciado final es tan real como triste. Desde su pérdida en 1895, y a pesar de que la derrota entre Tánger y Cádiz no deja demasiados resquicios a la duda, nunca se ha sabido el lugar exacto de su desaparición. La costa atlántica gaditana es zona de fuertes corrientes y el fango no suele tardar en enterrar los naufragios. En algún punto desconocido de la misma, probablemente no lejos de Barbate, se esconde uno de los misterios más tenebrosos de nuestra historia naval.

Mientras tanto, a los marinos que a despecho del paso de los años nos sentimos compañeros de los 412 desgraciados miembros de la dotación del crucero, no nos queda sino aventurar su desdicha en espera de la noticia feliz del descubrimiento de su sudario de hierro. Sirva esta recreación literaria como el póstumo homenaje a su trágica y dolorosa desaparición.

2. El arponero

El látigo restalló sobre el húmedo pelaje del caballo despidiendo una miríada - фото 4

El látigo restalló sobre el húmedo pelaje del caballo despidiendo una miríada de gotas de lluvia. Resoplando y lanzando densas volutas de vapor por los ollares, el noble bruto arrancó tirando de la calesa que pronto desapareció, dejando tras de sí el eco metálico de las herraduras del animal y los silbidos cada vez más lejanos del cochero. Entonces el viajero se giró, alzó el cuello de su pelliza para resguardarse de la persistente llovizna y buscó su destino entre los edificios de la calle.

La tarde languidecía y, aunque aún faltaba una hora larga para la anochecida, la densa capa de nubes que cubría el cielo mantenía la ciudad a oscuras; sin embargo, al fondo de un callejón que se abría justo en donde lo había dejado el cochero, la luz mortecina de una farola alumbraba un letrero metálico que oscilaba mecido por el viento, anunciando con su chirriar el nombre de la posada: «Douqep».

Echándose el saco a la espalda, el viajero caminó hasta situarse delante del establecimiento: un oscuro tugurio con una puerta de madera de pino repintada y dos pequeños ventanales clausurados por contraventanas. Sobre el conjunto, el letrero mostraba el nombre del establecimiento sobre un mar encrespado de espuma en cuya superficie destacaba una enorme ballena con tres arpones clavados en el costado y un rictus en la cara a caballo entre el horror y la furia. Adosado a la puerta, un pequeño receptáculo de madera hacía las veces de buzón. El viajero permaneció contemplándolo con extrañeza. En cualquier establecimiento público de Massachusetts era habitual encontrar una abertura en las puertas por la que el cartero pudiera hacer llegar la correspondencia; sin embargo, en el caso de la «Douqep», aquel pequeño receptáculo parecía concebido para depositar la correspondencia desde dentro.

La puerta parecía atrancada y tuvo que empujar con el hombro hasta que la madera chirrió al abrirse. En el marco quedó alguna tela de araña. El polvo y la mugre se acumulaban en el quicio y en el suelo, como si hubiese transcurrido un largo periodo de tiempo desde que la puerta se abriera por última vez, a pesar de lo cual el viajero penetró en el umbral de la posada confiado y contento de guarecerse al fin de la molesta lluvia.

Una vez dentro del local se sintió invadido por un calor agradable. El lugar no estaba mucho más iluminado que la calle, pero el grupo de velas que ardía sobre las mesas y, sobre todo, las brillantes lenguas de fuego que despedían las llamas de la chimenea le permitieron hacerse una idea del local y distinguir a los clientes que ocupaban las mesas desperdigadas a lo largo y ancho del establecimiento, así como a tres de ellos que apoyaban los codos en la pequeña barra tras la que el posadero se afanaba en secar las jarras de barro alineadas sobre el mostrador. Unos y otros dejaron sus conversaciones y se giraron para contemplar la llegada del desconocido, un joven espigado y fibroso, de aspecto vulnerable y que, algo cohibido, permanecía junto a la puerta de la «Douqep» contemplando el cuchitril como el que asiste a una escena sacada de los libros de historia.

—¡Cierre la puerta, joven! —bramó una voz desde el fondo de la posada.

El muchacho se giró y cerró la puerta sin esfuerzo, a pesar de que abrirla no había resultado igual de sencillo. Se sentía observado y, tímido y reservado por naturaleza, esperaba que los clientes dejaran de contemplarle y regresaran cuanto antes a sus pintas de cerveza.

Echándose el saco al hombro se acercó hasta la barra. Desde las mesas los clientes de la posada le siguieron con la mirada. El silencio pesaba como una losa y apenas se escuchaba otro sonido que el crepitar del fuego de la chimenea, frente a la cual un individuo de aspecto indio daba forma a una talla de madera utilizando un cuchillo de grandes dimensiones. Parecía que no había reparado en su llegada y era el único que no se ocupaba en vigilar sus movimientos.

Depositando el saco en el suelo se dirigió al posadero que frotaba la barra con un trapo viejo sin dejar de contemplarlo con curiosidad.

—Buenas tardes —saludó el recién llegado llevándose un dedo a la gorra—. Me llamo Jim Bow, tengo una carta que me cita hoy aquí para embarcar en la goleta...

—¿Eres el arponero? —le interrumpió el posadero, un tipo entrado en carnes y de mofletes rosáceos cubiertos por una capa de pelusa dorada.

—Sí. Aquí tengo la carta —contestó el joven sacando un sobre del bolsillo interior de la pelliza.

—No es necesario —intervino uno de los hombres apoyados en la barra—. Yo escribí esa carta. Me llamo Ismael Button.

Y extendió la mano buscando la del arponero.

—Jim Bow... —susurró el posadero—. Un nombre apropiado para un marinero y más aún para un arponero.1

—Sí señor, así me bautizaron hace veinte años en Yerbabuena.2

Sin dejar de contemplarlo con desconfianza, el posadero colocó una pinta de cerveza tibia frente a él.

—Toma chico, ésta corre de parte de la casa. Ahí fuera el viento se lo come a uno, debes estar pelado de frío.

Jim agradeció la bebida con un gesto. El comentario le llamó la atención. Afuera la lluvia resultaba bastante molesta, pero no hacía ni pizca de viento y tampoco la temperatura era excesivamente desagradable.

—Ten cuidado, Jim —sonrió Ismael Button—. Aunque asegure que es una gentileza de la casa, esa cerveza te convierte en un caballo muerto a su servicio.

Y alzó su jarra llevándosela a los labios después de un guiño y el gesto amistoso de un brindis.

Jim imitó el movimiento y bebió un trago de cerveza, lo que inmediatamente le dispensó un agradable golpe de calor.

Le pareció curiosa la expresión de Ismael. Caballo muerto era un término antiguo que había escuchado alguna vez de boca de los marineros más viejos y se usaba coloquialmente para referirse a un grumete durante su primer mes a bordo. Como norma general, los marineros recibían al enrolarse un mes de salario por adelantado que, indefectiblemente, se gastaban en puerto antes de zarpar, lo que les ataba definitivamente al barco; y como ese primer mes trabajaban sin el aliciente de la paga, se comportaban igual que uno de esos testarudos animales de carga a los que tan difícil resulta mover a trabajar.

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