Almudena Fernández Ostolaza - Primera instancia

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En un pequeño pueblo del Sur, una mujer es asesinada la última noche de feria. Cuando sucede el asesinato, Lucía, experta en arte, se encuentra en el pueblo viviendo una escapada romántica con Jorge, un hombre casado. A su pesar, ambos se ven implicados en el caso al ser citados como testigos. Inmaculada es la jovencísima jueza encargada de instruir el sumario. Recién llegada al pueblo y a la profesión, tendrá que superar su inexperiencia arropada por su equipo: el locuaz sargento Ramírez; Mary Jo, la forense; Julián, su fiel secretario judicial; y el hijo de Ramírez, informático y aún más joven que la jueza.
Inmaculada centra todos sus esfuerzos en resolver el caso; Lucía no ve más allá de su relación con Jorge. Razón y corazón. Los puntos de vista de estas dos mujeres se alternan para narrar un relato en el que, se van dibujando los habitantes del pueblo, sus secretos, rivalidades, historias pasadas y relaciones presentes. Casualidades y descasualidades.

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—Tienes razón. Pero Ángel ha dicho que en casa de Lola no había ningún ordenador. Igual sí recibió más cartas y no las conservó, o puede que estén en algún sitio que no hayamos encontrado.

—Es posible, pero yo no me haría muchas ilusiones. Si supo guardar tan bien sus secretos, dudo que los dejara por escrito.

—Bueno, creo que deberíamos registrar también la tienda por si aparece algo.

Inmaculada tenía ya casi todo ordenado, menos el montón que aún leía el fiscal. Se levantó y cogió la caja de la que habían sacado las cartas, ya medio vacía, y volcó en la mesa lo que quedaba dentro. Era un revoltijo de documentos, algunos en carpetas y la mayoría sueltos, que parecían impuestos, garantías y cartas del banco. Luego revisó el contenido de las otras cajas buscando algún diario, pero solo encontró álbumes y fotografías.

A pesar que eran casi las diez de la noche, se presentó Ramírez en su despacho. Les comunicó, en tono grave, que en ninguno de los dos coches de Álvaro habían aparecido restos de sangre.

—Empezaron antes con el todoterreno, por lo del golpe, pero está totalmente limpio. Luego han repasado el otro y tampoco han encontrado nada. Es materialmente imposible que, con esa carnicería, no aparezca ni una gota de sangre en el coche. Por muy bien que se quiera limpiar, siempre queda algo… con esos coches no ha sido, seguro.

Julián se había reunido con ellos y escuchaba también al sargento, preocupado.

—Pero he pensado que don Álvaro también tiene a su alcance los coches de la fábrica —siguió Ramírez—. En esta lista están todos los que aparecen a nombre de la empresa —dijo, tendiéndole el papel a Inmaculada—. Hay cinco, aparte de los camiones. Si le parece nos ponemos con ellos.

—Por supuesto —contestó ella y, felicitando a Ramírez por su eficacia, le pidió que hablara además con el gerente y con el vigilante de seguridad para concretar los movimientos de esos vehículos la noche del crimen.

Por fin, dieron la jornada por terminada.

***

Lucía se despertó en el coche al anochecer con el olor inconfundible de una almazara. Miró por la ventanilla y se quedó ensimismada viendo pasar hileras interminables de olivos. Parecía que se movieran como un holograma: paralelas, diagonales, otra vez paralelas...

—¿Sabes? —dijo, volviéndose hacia Jorge— yo creo que existen las descasualidades. Son cosas que podrían haber sucedido y no fueron. Mira, por ejemplo, tú y yo, los dos somos de Bilbao, pasamos en Sevilla el año 92 y vivimos ahora en Barcelona: eso es casualidad. Pero si nos hubiéramos conocido en Sevilla, que es algo que podría haber pasado perfectamente, nuestra historia hubiera sido muy distinta: eso es descasualidad.

—También nos conocimos por pura casualidad. Si no hubieras ido a esa conferencia, ahora no estaríamos aquí.

—No te creas —le dijo cariñosa—. Lo que pasó esa noche no tuvo nada de casual. A los cinco minutos de escucharte, yo lo tenía clarísimo.

Jorge se rio y ella siguió hablando:

—No, en serio, déjame que te explique. Es como cuando vas a un sitio y, al día siguiente, alguien te cuenta que también estuvo allí a la misma hora. Es una pena que no podamos verlo todo desde arriba como en el PacMan. O, por lo menos, que saquen una aplicación de móvil que te avise cuando hay cerca alguien que conoces.

—¿Y si no te cae bien?

—No me haces caso, pero te aseguro que vivimos rodeados de descasualidades e influyen en nuestra vida mucho más que las casualidades. Lo malo es que se descubren cuando es demasiado tarde y la mayoría de las veces, nunca. Hay montones de cosas que nos pasan cerca y no nos damos ni cuenta y, solo por un poquito, se convertirían en casualidad. Si las supiéramos, sería todo mucho más fácil.

Él sonrió escéptico y ella movió la cabeza con gesto de sentirse incomprendida.

Le escribió un mensaje a Carmen: «Todo se normaliza. Con Jorge fenomenal es impetionante. Soy muy feliz. Besos».

Su amiga le contestó: «lo que et impetionante es que ahora escribas ati. Tanto amor te está reblandeciendo el cerebro. Besos».

Lucía se rio al leerlo. Alejarse del pueblo y del drama del asesinato había sido un acierto. Le había encantado la visita a la Mezquita. Se habían pasado horas paseando y fijándose en los detalles, que él le explicaba fascinado. Aquel lugar transmitía bienestar.

Besó a Jorge y se dedicó a hacerle mimos intentando no distraerle mucho mientras conducía. Subió el volumen de la radio cuando escuchó la canción de moda y se puso a cantar el estribillo:

—Nada de esto fue un error, oh, oh, oh, nada fue un error…

En el hotel encontraron una carta del juzgado citándoles para declarar como testigos al día siguiente. Lucía vio que todo el buen rollo del día se esfumaba en ese instante.

Se tumbaron descalzos en la cama, en su habitación.

—¿Por qué no volvemos a Barcelona justo después de declarar? —propuso ella—. Lo mejor es que le cuentes a tu mujer que has estado aquí, por si más adelante nos vuelven a llamar para el juicio. Te puedes inventar alguna excusa sin necesidad de explicarle que estabas conmigo.

Jorge prefería no volver. Decía que era mejor quedarse unos días para ver si, con suerte, se solucionaba todo rápidamente y nadie en Barcelona se enteraba de nada.

Lucía tenía la impresión de que, hicieran lo que hicieran, se sentía metido en un lío horrible. En ese momento parecía absorto en contemplar las vigas redondas de madera pintadas de blanco, que soportaban el techo abuhardillado del cuarto. Tenía que ayudarle.

Le empujó cariñosamente para que se pusiera boca abajo y empezó a darle un masaje en la espalda.

—Jorge, mi vida, nada de lo que hemos hecho hasta ahora es tan terrible como para que no tenga remedio. Tú no has querido hacer daño a nadie, lo único que has elegido es no renunciar a la felicidad en un momento de tu vida en el que no tenías ninguna ilusión, eso no te convierte en peor persona. Todo el mundo en tu situación, hasta el más sensato, hubiera hecho lo mismo.

Jorge seguía en silencio.

¿Por qué cuando se trataba de hablar de sentimientos se volvía tan hermético? A ella, que lo amaba incondicionalmente y aprovechaba cualquier ocasión para hacérselo saber, le desesperaba y llegaba a plantearse si no sería que él, en realidad, no sentía nada.

***

Las descasualidades influyen en nuestras vidas mucho más que las casualidades, pero, como son cosas que no suceden, pocas veces llegamos a enterarnos.

Ana estaba muy angustiada. No sabía si había hecho lo correcto contándole a la jueza la verdad sobre su relación con Álvaro y temía la reacción de él cuando se enterara. Pero ¿qué podía hacer? Al principio, le pareció que era mejor mentir y decir que le había llevado a ella primero para disimular y, ahora, ¡estaba detenido por asesinato!

MIÉRCOLES CINCO DE MAYO DE 2006

Inmaculada comenzó la mañana preparando el dispositivo de vigilancia para el entierro, previsto para las doce. Ramírez le había explicado que la costumbre local era celebrar una misa de cuerpo presente, a la que solía asistir todo el pueblo, pero al entierro iban solo los allegados. La jueza quería asegurarse de que quedara todo grabado con varias cámaras tanto en la iglesia como en el cementerio.

Hasta que no estuvo organizado no se ocupó de las declaraciones. Tampoco esperaba ninguna revelación importante ya que solo quedaban testigos accidentales: unas cuantas personas que estuvieron en la feria hasta última hora, pero que no parecía que tuvieran nada que ver ni con la víctima ni con el caso. Estaba segura de que, si alguien hubiera visto algo, a estas alturas ya lo sabría todo el pueblo.

Fueron pasando a declarar, uno por uno, una serie de chicos y chicas que Inmaculada tenía clasificados en su esquema como «panda de los jóvenes», sin darse cuenta de que la mayoría eran de su edad o mayores que ella.

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