Almudena Fernández Ostolaza - Primera instancia

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En un pequeño pueblo del Sur, una mujer es asesinada la última noche de feria. Cuando sucede el asesinato, Lucía, experta en arte, se encuentra en el pueblo viviendo una escapada romántica con Jorge, un hombre casado. A su pesar, ambos se ven implicados en el caso al ser citados como testigos. Inmaculada es la jovencísima jueza encargada de instruir el sumario. Recién llegada al pueblo y a la profesión, tendrá que superar su inexperiencia arropada por su equipo: el locuaz sargento Ramírez; Mary Jo, la forense; Julián, su fiel secretario judicial; y el hijo de Ramírez, informático y aún más joven que la jueza.
Inmaculada centra todos sus esfuerzos en resolver el caso; Lucía no ve más allá de su relación con Jorge. Razón y corazón. Los puntos de vista de estas dos mujeres se alternan para narrar un relato en el que, se van dibujando los habitantes del pueblo, sus secretos, rivalidades, historias pasadas y relaciones presentes. Casualidades y descasualidades.

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—Eso es lo que dicen las malas lenguas, que Lola fue tonta por dejarle escapar y luego se arrepintió. Pero yo no creo que sea verdad.

—¿Por qué?

—Pues porque ninguno de los dos me lo ha contado nunca y dese cuenta de que Lola era mi mejor amiga y Álvaro, el hombre de mi vida.

—Pero usted tampoco le contó a ella que salía con Álvaro.

—No, señoría —dijo Ana en voz muy baja—. No me atreví.

Cuando Ana se marchó eran ya las cuatro de la tarde. Inmaculada pidió a Julián que preparara la orden para registrar el piso de Álvaro en Cádiz.

—Tendremos que mandar a la policía de allí —contestó Julián.

—Que Ramírez hable con ellos. Nos interesan las huellas y los restos de ADN. Tenemos que saber si es verdad que Ana frecuentaba ese piso o se ha inventado toda esa historia y, por si acaso, si hay rastros de que Lola haya estado allí. Con testigos que un día declaran una cosa y al día siguiente la contraria, lo único que podemos hacer es comprobarlo todo. Ana también ha dicho que su relación empezó hace dos años, igual que el comienzo de los pagos. Puede no ser coincidencia.

—Es que, en realidad, la segunda versión de Ana tampoco contradice nuestra tesis del chantaje —dijo Julián—. Aunque sea verdad que Álvaro llevó a Lola primero, tuvo tiempo de volver y matarla, aunque no entiendo qué pudo pasar para que Lola volviera a salir y fuera andando por la carretera casi a medio kilómetro de su casa.

—Lo que a mí no me encaja con el chantaje —dijo Inmaculada— es que todos los testigos han coincidido en que Lola era una buena persona.

—Bueno, los que han declarado hasta ahora eran muy cercanos, es lógico que hablen bien de ella. Además, la gente cuando declara habla mucho más de sí misma que de lo que les están preguntando, se lían, mienten, se equivocan… Veremos lo que nos aclaran las otras pruebas.

Inmaculada pensó que, una vez más, Julián tenía toda la razón. Era una suerte tenerlo de secretario.

—Si quieres vete a comer —le dijo— y mándame al auxiliar que yo voy a seguir con las declaraciones. Por cierto, ¿qué sabemos de la otra amiga, la irlandesa?

—Habrá que esperar a que vuelva de Londres para hablar con ella. Casi mejor, porque nos puede volver locos —contestó él desde la puerta.

—¿Por?

—Es peculiar. Dice que es vidente y seguro que tiene premoniciones y esas cosas.

—¿Y crees que es prudente limitarnos a esperar a que vuelva, teniendo en cuenta que se ha marchado coincidiendo justo con el asesinato?

—Es una chiflada, pero, yo diría que inofensiva. De todos modos, pediré a Paco que compruebe la lista de pasajeros de su vuelo. Si tomó ese avión desde Sevilla, ni siquiera podía estar en el pueblo cuando sucedieron los hechos.

Julián se marchó e Inmaculada se preparó para la declaración del siguiente testigo.

Tampoco esta vez había venido Remedios como ella esperaba. Su sobrino repitió la misma explicación del día anterior: la señora estaba muy mal. Le aseguró que el médico podía confirmárselo.

Contrariada porque le parecía esencial hablar con esa mujer, decidió tomarle declaración a él. Aunque no aparecía en la lista de los que se quedaron hasta última hora, sí había estado en la feria y, además, era primo de la víctima.

Fran no sabía quién era el padre del niño ni si Lola tenía problemas económicos ni creía que tuviera enemigos. Y se resistía a aceptar que Álvaro fuera el asesino.

Hablaba con chulería. Al referirse a su prima, lo hacía con un deje de desprecio que a la jueza le sorprendió. La consideraba una pirada en el sentido peyorativo del término. Pensaba que había tenido un montón de oportunidades y había echado su vida a perder porque le había dado la gana.

Censuraba la actitud de Lola hacia su tía Remedios: había sido una ingrata aprovechándose de su cariño sin apreciar verdaderamente todo lo que había hecho por ella.

Declaró que había estado solo en la feria, a su mujer no le gustaban estos saraos; que no había visto a Lola irse con Álvaro porque se marchó antes que ellos; y que no había vuelto a su casa directamente, había pasado por el club de la carretera de Cuevas Negras. Añadió que no le daba vergüenza reconocerlo: si preguntaba en el club, comprobaría que le estaba diciendo la verdad, le conocían porque era cliente habitual.

Cuando terminó, Inmaculada bajó un momento al bar de al lado, se compró un bocadillo y una Coca-Cola, que se tomó en su despacho, y aprovechó para llamar a su novio. No quería que se le hiciera tarde otra vez.

—Hola, Inma, ¿qué tal andas? Vi tu llamada de anoche y te iba a llamar en un ratito. ¿Sigue todo tranquilo por ahí?

—¿Tranquilo?, tú no sabes el follón que tengo montado —le hizo un resumen de todo lo que había pasado en esos dos días sin extenderse en los detalles. Él era fiscal en la Audiencia de una ciudad castellana y tampoco necesitaba muchas explicaciones, aunque no pudo evitar contarle la tremenda impresión que le había producido el cadáver.

—Ya, es terrible —contestó él comprensivo—. ¿Y tú qué tal estás, mi vida? ¿Muy agobiada?

—Fíjate si estaré agobiada que esta noche he soñado que un armario gigantesco que hay en mi despacho se me caía encima y me aplastaba. Mi cuerpo parecía el de la pobre mujer asesinada. Ha sido horrible. No hace falta ser Freud para entender que me sobrepasa el peso de la responsabilidad.

—Te entiendo, pero no te agobies que, además, no sirve para nada. Tú intenta resolverlo rapidito a ver si el fin de semana de San Isidro podemos vernos en Madrid. Me muero de ganas de verte.

Se dio cuenta de que intentaba animarla, pero no creía que quitarle importancia al asunto fuera la mejor forma.

—Yo también, pero lo veo difícil. Ya veremos —contestó algo molesta.

—Bueno, preciosa, tengo que colgar porque he quedado a cenar con mi primo y todavía tengo que ducharme. Me ha invitado a su casa nueva. ¡Qué envidia! Tenemos que hablar seriamente de ese asunto y buscarnos también tú y yo, un sitio para instalarnos. Igual en su urbanización si está bien. Mañana te cuento. Un beso.

—Adiós, cariño, pásatelo bien.

Inmaculada colgó bastante desanimada. Esperaba que él se hiciera cargo de su situación y, en cambio, le hablaba de comprar una casa a ochocientos kilómetros de donde ella vivía.

Dedicó toda la tarde a las cartas de Lola. Esta vez, con la ayuda del fiscal y muchísima paciencia, consiguieron clasificar y leer todas, excepto unas que descartaron por ser muy antiguas, escritas con una caligrafía infantil muy pulcra que a Inmaculada le enterneció. Estaban firmadas con la fórmula: «Tu prima que te quiere, Conchi». Se figuró que la prima de Lola debió de ser una niña muy aplicada.

Encontraron solamente dos de Álvaro. Eran de la época de su noviazgo y su contenido, el típico de las cartas de amor, no reveló nada nuevo. De Chus, en cambio, había un montón: cartas y postales enviadas desde distintos lugares, llenas de dibujos, viñetas y acrónimos. Muy originales y creativas pero, desgraciadamente, irrelevantes.

Las que Remedios escribió a Lola cuando estudiaba en Sevilla coincidían con la descripción que Ramírez le había dado de la mujer. Eran frías y, aunque no contenían reproches directos, sí pretendían que Lola se sintiera culpable por la soledad de su tía.

El resto eran felicitaciones de cumpleaños, christmas y un montón de postales de diferentes remitentes.

—Casi toda esta correspondencia termina en el dos mil —comentó Inmaculada mientras iba guardando fajos de cartas en sobres etiquetados—. Justo el año que nació el niño.

—Sí —contestó el fiscal, levantando la vista de lo que estaba leyendo—, y también la época en la que todo el mundo se acostumbró al correo electrónico.

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