Almudena Fernández Ostolaza - Primera instancia

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En un pequeño pueblo del Sur, una mujer es asesinada la última noche de feria. Cuando sucede el asesinato, Lucía, experta en arte, se encuentra en el pueblo viviendo una escapada romántica con Jorge, un hombre casado. A su pesar, ambos se ven implicados en el caso al ser citados como testigos. Inmaculada es la jovencísima jueza encargada de instruir el sumario. Recién llegada al pueblo y a la profesión, tendrá que superar su inexperiencia arropada por su equipo: el locuaz sargento Ramírez; Mary Jo, la forense; Julián, su fiel secretario judicial; y el hijo de Ramírez, informático y aún más joven que la jueza.
Inmaculada centra todos sus esfuerzos en resolver el caso; Lucía no ve más allá de su relación con Jorge. Razón y corazón. Los puntos de vista de estas dos mujeres se alternan para narrar un relato en el que, se van dibujando los habitantes del pueblo, sus secretos, rivalidades, historias pasadas y relaciones presentes. Casualidades y descasualidades.

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—Hay muchos, doña Inmaculada, no podemos traerlos todos a la vez —dijo Ramírez—. No tenemos en donde meterlos y además la gente se sublevaría: dese usted cuenta de que, si lo que estamos buscando son restos de sangre, se tarda bastante. Podemos inspeccionar dos o como mucho tres cada día. Si le parece, preparo un listado y los vamos requisando en el orden que usted decida.

—De acuerdo. ¿Entre los coches de la fábrica había dos todoterreno, no?

—Sí, ya han empezado a registrarlos.

Después de una pausa para comer, la jueza se dedicó a poner al día otros asuntos del juzgado que habían quedado relegados por el asesinato. Aunque no fueran tan graves, había un montón de cosas que no podían esperar.

—La gente se queja de que la justicia es lenta y tienen razón —pensaba—, pero ¿cómo no va a ser lenta si tenemos que hacerlo todo entre cuatro gatos?

Al cabo de unas horas, Ramírez le avisó de que tenían listas las grabaciones de la iglesia y el cementerio. Inmaculada convocó al fiscal, a Julián, a Ramírez y a todos los agentes que estuvieran disponibles.

Cuando subió al ático ya se estaban acomodando alrededor de la mesa de la sala de juntas. Mientras el hijo de Ramírez ajustaba la imagen en la pantalla, Ángel intentaba cerrar las contraventanas a golpes porque no encajaban.

—Se trata de detectar si hay algún extraño —dijo la jueza, dirigiéndose a todo el grupo—. Algunas veces los psicópatas andan merodeando para ver los resultados de sus crímenes.

Apagaron las luces y pusieron en marcha la grabación del funeral. Quitaron el audio para concentrarse mejor. En algunos momentos el humo de las velas distorsionaba la imagen y tenían que pasarla a cámara lenta para poder reconocer los rostros. Entre unos y otros consiguieron identificar a toda la gente de la zona que había en la iglesia, pero quedaban bastantes desconocidos.

El grupo que acompañó el ataúd al cementerio era, en cambio, muy reducido: Fran, con su mujer y dos hijos adolescentes, todos con expresiones muy serias; Conchi, la prima de Sevilla, con su marido y sus padres ya ancianos, la madre lloraba de forma tan desconsolada que parecía que no le iban a sujetar las piernas y la llevaban abrazada entre Conchi y el padre; Chus, cabizbajo, del brazo de Ana; y, por último, el médico y el farmacéutico con sus esposas, los cuatro en silencio manteniéndose en un segundo plano.

—La tía de Lola, Remedios, ¿no ha asistido? —preguntó Inmaculada a Ramírez.

—No. A mí también me ha extrañado y se lo he comentado al médico —contestó él—. Me ha dicho, de forma totalmente confidencial, que la mujer está grave. Tiene el corazón muy débil y con este mazazo no hay muchas esperanzas de que salga adelante.

—¿Y cómo es que no está ingresada?

—Por lo visto, en el hospital no pueden hacer nada. El médico considera que es mejor que esté en casa con una enfermera. Dice que está todo el día sedada.

—¡Pobre mujer!

Al terminar acordaron digitalizar las imágenes de los que no habían logrado identificar para mostrárselas a los allegados de Lola. Cuando volvieron a abrir las contraventanas ya había anochecido.

Inmaculada volvió a su despacho y, al cabo de media hora, Ramírez se presentó otra vez para informarle de que los técnicos habían terminado la inspección de los dos todoterrenos de la fábrica de Álvaro y no habían encontrado nada sospechoso: estaban limpios. También había hablado con el encargado y el vigilante nocturno de la fábrica, y aseguraban que la noche de autos no había salido ningún vehículo, que los coches dormían en el garaje del complejo y solo salían por el día para los desplazamientos del personal, y que en ese momento solo estaba fuera un camión porque estaba de ruta. Además, traía un listado de los coches todoterreno del pueblo con los nombres y apellidos de sus propietarios por orden alfabético.

Entre los dos escribieron un segundo listado con el orden de prioridad para los registros.

—¿Y Lola?, ¿no tenía coche?, entre sus papeles no he visto nada: ni seguro, ninguna multa... —dijo Inmaculada pensativa.

—Sí —contestó Ramírez—. Es un Ibiza con muchos años. Le eché un vistazo el día que registramos la casa y no vi nada raro. Es demasiado pequeño para un atropello así, habría quedado destrozado. Pero lo de los papeles me extraña, voy a ver si averiguo algo —luego añadió en tono animado, contemplando el listado—: bueno, los cuatro primeros de la lista ya están tachados, solo nos quedan diecisiete.

A ella el panorama no le parecía muy halagüeño, pero le agradeció la intención.

—Otra cosa, doña Inmaculada —dijo el sargento antes de marcharse—, como Paco y Ángel van a terminar esta misma noche con el registro de la tienda, he pensado que, si a usted le parece bien, mañana temprano podríamos hacer otra batida en la zona donde apareció el cadáver por si encontramos algo que hayamos pasado por alto. No es probable, pero hay que intentarlo.

—Me parece perfecto. Siéntese un momento, por favor —le dijo ella, señalando uno de los sillones confidente frente a su escritorio—. Sé que usted y sus hombres están trabajando a destajo y quiero que sepa que aprecio mucho todo lo que están haciendo.

—Gracias, señoría. Con un asesino suelto, no pensará que vamos a quedarnos de brazos cruzados —dijo levantándose, como si le diera vergüenza recibir halagos, y salió del despacho.

Pensó que Ramírez tenía razón, así que, aunque era ya muy tarde, se quedó a revisar el resto de los papeles de Lola. Cuando comprobó que ahí no quedaba nada interesante decidió echar un vistazo a las fotografías. Apiló los álbumes encima de su escritorio y empezó por los de los últimos años.

Le impresionó lo guapa que era esa mujer. Recordaba vagamente haberla conocido una tarde que entró a curiosear en la tienda. Ahora, viéndola en tantas fotografías, comprendió mejor todo lo que había oído en los últimos días. Sus rasgos eran tan perfectos que tenían algo especial, como si no pudiera dejar de mirarla. Le parecía natural que los hombres perdieran la cabeza por ella.

También había montones de fotografías del niño: de recién nacido, de fiestas de cumpleaños, en la feria vestido de corto... Iba observándolas una por una hasta que se dio cuenta de que le miraba la carita intentando encontrar algún parecido y tuvo que admitir lo absurdo de su propósito. Tenía que irse ya a casa, estaba demasiado cansada.

***

Al mediodía, Jorge esperó a Lucía en la puerta del juzgado para llevarla a comer en un famoso restaurante de la zona. Les había venido bien que su cita para testificar coincidiera con la hora del entierro porque ninguno de los dos quería ir. Pensaban que allí no pintaban nada.

Estaban un poco más distendidos después de haber pasado por el trámite de la declaración y durante el aperitivo se fueron relajando, mostrándose cada vez más cariñosos. Aunque los últimos días habían sido una pesadilla, en aquella comida fue como si los dos recordaran por qué estaban allí; que, hacía solo tres días, su mayor ilusión era estar juntos, y lo afortunados que se habían sentido al salir de Barcelona.

Aceptando las sugerencias del maître, probaron varios platos exquisitos, cuyos nombres japoneses pronunciados en andaluz eran incomprensibles. En especial unos langostinos, que el hombre aseguraba que habían llegado ellos solos desde el atlántico mientras gesticulaba como si fuera una gamba nadando.

La sensación de bienestar volvió a acercarles. Tanto que cuando se subieron al coche estuvieron largo rato besándose y abrazándose en el aparcamiento, como adolescentes.

Decidieron ir a tomar café al Casino y pasaron allí el resto de la tarde porque les invitaron a jugar una partida de mus. Se conocía, por supuesto, la noticia de que habían dejado libre a Álvaro y el ambiente era menos sombrío; como si el entierro, por una parte, y la puesta en libertad de Álvaro, por otra, hubieran puesto las cosas en su sitio. Todo el mundo estaba más relajado.

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