Almudena Fernández Ostolaza - Primera instancia

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En un pequeño pueblo del Sur, una mujer es asesinada la última noche de feria. Cuando sucede el asesinato, Lucía, experta en arte, se encuentra en el pueblo viviendo una escapada romántica con Jorge, un hombre casado. A su pesar, ambos se ven implicados en el caso al ser citados como testigos. Inmaculada es la jovencísima jueza encargada de instruir el sumario. Recién llegada al pueblo y a la profesión, tendrá que superar su inexperiencia arropada por su equipo: el locuaz sargento Ramírez; Mary Jo, la forense; Julián, su fiel secretario judicial; y el hijo de Ramírez, informático y aún más joven que la jueza.
Inmaculada centra todos sus esfuerzos en resolver el caso; Lucía no ve más allá de su relación con Jorge. Razón y corazón. Los puntos de vista de estas dos mujeres se alternan para narrar un relato en el que, se van dibujando los habitantes del pueblo, sus secretos, rivalidades, historias pasadas y relaciones presentes. Casualidades y descasualidades.

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Todos habían declarado lo mismo. Conocían a Lola perfectamente. Esa noche iban bastante borrachos y se quedaron hasta que cerró la feria, más o menos las cuatro y media o las cinco, excepto uno que declaró haberse marchado un poco antes. Antes de irse habían tomado chocolate con churros en el puesto de la entrada y luego cruzaron la carretera para coger los coches, que tenían aparcados en la explanada de enfrente. Pero no habían visto nada raro, coincidían en que el atropello tenía que haber sido después de que se marcharan. Las frases de sus declaraciones eran tan parecidas que Inmaculada pensó que, en los dos últimos días, en esa pandilla no se habría hablado de otra cosa.

Luego les tocó el turno a los dos forasteros.

Él pasaba de los cincuenta y vestía muy formal, con traje y corbata. Dijo que era catedrático de Bellas Artes en Barcelona. Era amable, muy correcto y algo distante.

Declaró que estaban en aquel pueblo de vacaciones porque eran amigos del dueño del hotel. Que conoció a Lola en Sevilla muchos años atrás, cuando era novia de Chus, y que no había vuelto a verla hasta la noche de la feria.

Acto seguido entró su pareja, mucho más joven que él. Tenía unos ojos grandes y claros que le daban un aire algo ingenuo. Le formuló las mismas preguntas que al resto de los testigos: a qué hora había llegado a la feria, a qué hora se había marchado, si vio algo al salir, etc. Ella respondía muy respetuosa poniendo verdadero interés en colaborar. Al preguntarle por su coche, contestó que no tenía carnet de conducir y que habían ido en el coche de Jorge.

«¡Alguien a quien podemos descartar como autora material!», pensó Inmaculada. Inmediatamente le resultó simpática.

Lucía, por su parte, se acordó del comentario del camarero que había llamado niñata a la jueza. Como era tan menuda, con el pelo con flequillo recogido en una coleta y el cuello de la camisa blanco asomándole por debajo de la toga, le recordaba a las fotos de la orla del colegio. Aunque en su forma de actuar no le pareció una niñata, en absoluto, daba la impresión de saber muy bien lo que hacía. Cuando le indicó que ya habían terminado y podía marcharse, salió pensando que se le había hecho más corto de lo que esperaba.

Inmaculada estaba intranquila desde que la Policía científica había dictaminado que el coche de Álvaro no era el arma homicida. Aunque cabía la posibilidad de que hubiera cometido el crimen con alguno de los coches de la fábrica, empezaba a temer haberse precipitado en la detención y el hecho de que él se hubiese prestado sin la menor oposición a hacerse la prueba de paternidad no hacía sino confirmar su temor.

Discutiendo esa cuestión con el fiscal, ambos concluyeron que, aunque practicar de oficio una prueba de paternidad era algo inusual, las circunstancias del caso lo exigían; aunque solo podían hacerlo con el consentimiento de Álvaro.

Impaciente, llamó por teléfono a la forense.

—Hola, Mary Jo, soy Inmaculada. ¿Te cojo en buen momento?

—Sí, claro. Supongo que quieres el informe de la autopsia, pero no creo que lo pueda tener hasta dentro de dos o tres días.

—No, no te preocupes, no te llamaba por eso. Verás, hemos ordenado una prueba de paternidad, pero lo malo es que el ADN tarda demasiado. Quería consultarte si conoces algún otro método que sea fiable y más rápido.

—Bueno. En algunos casos, con un análisis de sangre se puede descartar la paternidad, aunque no confirmarla. Déjame ver… —dijo, permaneciendo unos instantes en silencio—, sí, aquí está, Dolores tenía RH negativo. Si tenemos la suerte de que el niño sea positivo, podríamos descartar como padre a cualquiera que sea negativo. Es muy rápido.

—Tengo aquí mismo el historial del parto. ¿Crees que vendrá el grupo sanguíneo del bebé?

—Tiene que aparecer —respondió la forense—, cuando la madre es negativa, si el bebé es positivo, hay que vacunarla antes de setenta y dos horas. Es porque hay riesgo de que en el parto se transmita sangre del niño a la madre y se produzca una incompatibilidad peligrosa para un futuro embarazo. La vacuna evita que genere anticuerpos.

—Vale, pues espera un momento que lo miro.

Inmaculada volvió a leerlo con atención. No recordaba haber visto nada sobre grupos sanguíneos en aquel documento, aunque lo que ella estaba buscando dos días atrás era muy distinto.

—Mira —dijo la jueza otra vez al teléfono—, entre los datos del recién nacido pone: «grupo A RH positivo» y, a continuación, «profilaxis RH: sí».

—Perfecto. Es justo lo que necesitábamos. Si tu sospechoso es RH negativo, lo puedes descartar con absoluta seguridad. De dos progenitores negativos no puede nacer un niño positivo, salvo en casos muy raros de mutaciones.

Ni siquiera hizo falta el análisis: cuando pidieron permiso a Álvaro les contó espontáneamente que tenía RH negativo. Lo sabía perfectamente porque era donante de sangre y su grupo era muy apreciado. En su cartera había un carnet de la Cruz Roja donde lo podían comprobar.

Vieron que, en efecto, Álvaro no podía ser el padre del hijo de Lola. La hipótesis del chantaje se desmontaba, por lo menos, en lo que a él se refería.

«Y yo he metido la pata hasta el fondo con la detención», pensó Inmaculada.

En menos de cinco minutos firmó la orden de libertad. Pero no tenía tiempo para lamentarse. Todavía quedaban cuatro testigos esperando para declarar aquella mañana y eran ya más de las dos.

Los siguientes testigos no aportaron nada interesante. Se sentía algo descorazonada cuando empezó a tomar declaración al último, Fermín Morales García, propietario de la gasolinera del pueblo, que, según el churrero, estaba entre los que se quedaron en la feria hasta última hora.

Le repitió las mismas preguntas que a los demás, que ya casi podía recitar de memoria, y él respondió con precisión. Aunque todo lo relativo a sus propios movimientos carecía de interés, declaró que sí había visto algo extraño esa noche.

—Verá, yo hice el turno de noche, que normalmente es de ocho a dos, pero los días de feria dejamos abierto hasta las tres porque siempre viene alguien a última hora. Cuando estaba a punto de cerrar le llené el depósito a un coche forastero. Lo recuerdo bien porque era impresionante, un Gran Cherokee azul marino metalizado. Máquinas como esa no se ven todos los días.

—¿Conocía al conductor?

—No, señoría. Como le he dicho, era un coche forastero, eso fue lo que me llamó la atención. Nunca antes lo había visto por aquí. Normalmente conozco a todo el público. No solo a la gente del pueblo, también a los que vienen a hacer los repartos: de la cerveza, del supermercado, ya sabe. Pero a ese no lo había visto nunca.

—¿Recuerda si pagó con tarjeta o en metálico?

—Fue en metálico. Estoy seguro porque lo comprobé en cuanto me enteré de lo del atropello; uno ata cabos. También pregunté a mis empleados y nunca lo habían visto.

—¿Tiene cámaras de seguridad en la gasolinera?

—No. Es una estación pequeña y no nos da para eso, y como la zona es tranquila…

—¿Vio usted el coche o al dueño luego en la feria?

—El coche no, seguro. Y al dueño creo que tampoco, pero tampoco sé si lo habría reconocido, me fijé más en el coche.

—¿Y algún detalle que nos pudiera servir para identificarlos?

—No, señoría, lo siento.

Inmaculada llamó a Ramírez y le encargó que avisara a la Guardia Civil de los pueblos cercanos para ver si localizaban aquel coche. Su presencia la noche del crimen resultaba inquietante.

—¿Y no sería mejor dar el aviso en toda la provincia? —preguntó Julián.

—Tienes razón. Además, ya no tiene sentido centrarnos solo en los coches de Álvaro. Hay que registrar todos los todoterreno de la zona.

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