Sin duda, la propuesta lasallista se caracteriza por el lugar central del maestro. Esta es una de las preocupaciones axiales de La Salle, uno de sus polos de atracción, la idea directriz de su pensamiento pedagógico y de su acción educativa (Hengemüle, 2003, p. 148). Por eso, como consecuencia cierta, él se plantea el problema de su formación. Cree, como también lo creyeron otros, según vimos, que los maestros de escuela debían recibir una preparación especial, ser formados cuidadosamente para su función. El oficio de enseñar debía ser aprendido. La Salle ve en su realidad una escasez palmaria de maestros aptos, preparados y dedicados; más bien, resultaba evidente la mediocridad y la falta de empeño pedagógico. Resulta interesante señalar que diversos historiadores de la educación coinciden en afirmar que La Salle concebía un maestro que no fuera sacerdote, que fuera laico; que estuviese imbuido de un concepto elevado de su misión y que se considerara llamado para ella por una vocación particular; que fuera un profesional solidario, dedicado íntegramente y de manera estable a su tarea; que practicara ciertas virtudes características y que viviera su vocación con un realismo místico (Hengemüle, 2003, p. 151). Si nos detenemos un poco en esto caeremos en cuenta de que estamos frente a algo revolucionario: La Salle transformó la enseñanza en las escuelas elementales de una ocupación improvisada a una vocación digna de ser llamada profesión (Butts, 1955; Edelvives, 1935). En otras palabras, propugnó por el derecho del maestro de dedicar todo su tiempo al trabajo escolar. Por tanto, podríamos suponer un orgullo natural por parte de quien era maestro, un sujeto dedicado a la escuela. Esta no debía ser una entretención o actividad secundaria.
La preocupación actual por la formación de los maestros novatos y los no tan novatos
Nos gustaría comenzar este apartado de una forma alentadora, con palabras parecidas a estas: “En nuestro país existe una innumerable cantidad de programas, estrategias y actividades para acompañar a los(as) maestros(as) que recién inician su labor tales como…”. Pero no es así. Hay excepciones por parte de algunas escuelas normales superiores y facultades de educación, pero son eso, una excepción. Muchas veces nos hemos preguntado sobre las razones por las cuales los estudiantes de cualquier programa de licenciatura tienen su práctica profesional solo al final de la carrera, en alguna institución educativa que ha convenido que tales estudiantes “ensayen su profesión” en cierta clase que resulte lo menos problemática posible —o, tal vez, la más problemática para que el profesor pueda tener un momento de respiro—. Cuando el principiante llega, es la oportunidad que tiene el docente en propiedad para “hacer aquellas vueltas que no puede hacer a otra hora” o para tomarse una taza de café en la sala de profesores. Y, si el novato cuenta con suerte, el responsable de la práctica pedagógica lo visitará un par de veces durante el semestre para observarlo con actitud punitiva o decirle algo “que le sirva para más adelante”. Al final, el novel profesor queda solo y se repite la historia de Esteve con la cual hemos iniciado este capítulo: un aprendizaje por ensayo y error.
En realidad, son pocos los países que cuentan con programas de acompañamiento de los profesores novatos y, sin embargo, existen algunos modos a través de los cuales se inician. Al respecto, Vonk (1995) expone una clasificación con cuatro modelos:
1.Modelo “nada o húndete” (swim-or-sink): es el más frecuente en las instituciones educativas. En él, prácticamente no hay apoyo ni interacción con los pares, ya que supone que el desarrollo profesional es un asunto de responsabilidad individual. La aceptación por el grupo dependerá de que el nuevo docente demuestre previamente o dé una prueba fehaciente de su capacidad.
2.Modelo de “compañerismo” (collegial): supone cierta relación del nuevo profesor con alguno de los pares, pero de modo inestructurado e informal; en dicho contexto, un “colega” docente, a petición del interesado, puede proporcionarle ayuda para algunos asuntos específicos del funcionamiento docente (manejo del aula, técnicas docentes).
3.Modelo de “adquisición de competencias necesarias” (mandatory competency): se basa en el supuesto de que existe una serie de destrezas “universales” que caracterizan la “docencia eficiente” y establece una relación formal y jerárquica entre un profesor “novato” y uno “experto”. Este último orienta intencionadamente al primero hacia la adquisición de dichas competencias docentes básicas (referidas, por lo general, al manejo del aula, técnicas de enseñanza y contenido o materias por enseñar).
4.Modelo formalizado de “mentor-protegido” (formalized mentor-protegee): supone la existencia de un mentor entrenado, capaz de ayudar a profe sores debutantes a estructurar y guiar sus procesos de aprendizaje profesional y a convertirse progresivamente en profesionales autónomos y autodirigidos. El núcleo de la acción de apoyo está en el “desarrollo profesional” del debutante, integrado por tres dimensiones básicas: “personal”, “saberes y destrezas” y “ecológico-contextuales”. Implica una relación dinámica y recíproca, en un ambiente de trabajo que se establece entre un profesor avanzado en la carrera docente (el mentor) y uno que se inicia en ella (el “protegido”), con objeto de promover el desarrollo de ambos en la carrera docente.
Sin hacer un análisis exhaustivo, pronto nos damos cuenta de que en los cuatro modelos ocurre una relación básica: maestro novato-maestro experto, que se hace más intensa si seguimos el mismo orden de los modelos. El patrono de los educadores no leyó a Vonk, pero sí sabía de la importancia de esta relación. Sin duda, con los medios que tuvo a su disposición y salvaguardando su idea de educación, promovió los modelos tres y cuatro. La presencia ad latere de un maestro experto y de toda una comunidad aseguraba el aprendizaje de unos saberes básicos y necesarios en el joven maestro: saber conocer (o saber por enseñar), saber enseñar o comunicar, saber aprender, saber trabajar con y construir con, y saber escuchar e innovar.
Pero bueno, eso fue “en aquel tiempo”. ¿Qué podemos hacer ahora? Si aquella intuición sigue siendo válida, ¿cómo podríamos actualizarla? De forma específica, si la educación es un acto de creación, ¿qué podríamos crear dentro de nuestros programas de pregrado o posgrado que tienen por cometido la formación de maestros?
Dentro de este propósito, quisiera compartir dos experiencias que llevo a cabo en el Laboratorio Lasallista, seminario de IV semestre de la Maestría en Docencia. En la primera, le propongo a los maestrantes que identifiquen a un(a) “buen(a) maestro(a)” o a un(a) “mal(a) maestro(a)” de sus instituciones. Esta identificación resulta relativamente fácil si han trabajado por varios años en la institución; de lo contrario, los invito a revisar las evaluaciones docentes, a hacer una encuesta con los estudiantes de último año o a dialogar con el responsable de los procesos académicos. El siguiente paso consiste en hacerle una entrevista semiestructurada que tenga como pregunta nuclear “¿Por qué te hiciste maestro?”. Esta se encuentra acompañada por preguntas concomitantes previstas en un guión y por otras que resultan en el desarrollo de la entrevista. Sus respuestas son transformadas en un relato de vida que es llevado al seminario. Los intercambiamos y les hacemos un análisis narrativo básico para tratar de “comprobar” la siguiente hipótesis: “Una persona que ha elegido ser maestro(a) demuestra en sí mismo(a) un sentimiento de plenitud y realización”. Sobra decir que la hipótesis ha sido verificada una y otra vez, pero lo más importante son las preguntas que siguen: “¿Qué pasa cuando sucede esto?”, “¿Y nosotros? ¿Por qué llegamos a ser maestros?”. La revisión de las motivaciones y su sentido hace de la sesión un espacio para la problematización y la reflexión. No falta quien queda golpeado por el ejercicio.
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