Fernando Pérez Rodríguez - El último trabajo de Mark Green

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Mark Green —un tipo maduro, solitario y con una buena posición— descubre un día de forma brusca que desprecia su manera de ganarse la vida. Hasta ahí la situación sería normal si no fuera porque Mark es un afamado asesino a sueldo y su «último trabajo» es un encargo de una peligrosa banda de mafiosos.
Este nuevo rumbo, motivado, en parte, por una crisis personal, se ve afianzado por la presencia de dos mujeres, María y Abril, que lo empujan, cada una a su manera, a este cambio.
Abril, una prostituta de lujo, y María, una jueza firme, son las otras dos protagonistas de esta historia que gira alrededor del tráfico ilegal de personas. Por la novela van desfilando mafiosos, jueces, políticos corruptos, policías, sicarios, inmigrantes… en definitiva, verdugos y víctimas.

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EL ÚLTIMO TRABAJO DE MARK GREEN

FERNANDO PÉREZ RODRÍGUEZ

El último trabajo de Mark Green - изображение 1 El último trabajo de Mark Green - изображение 2

EL ÚLTIMO TRABAJO DE MARK GREEN

© Fernando Pérez Rodríguez

© Corrección ortotipográfica: Pau Almenar Subirats

© de esta edición: Loto Azul, 2020

ISBN: 978-84-17307-74-5

Producción del ePub: booqlab

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 270 y siguientes del Código Penal). Las solicitudes para la obtención de dicha autorización total o parcial deben dirigirse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos).

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www.olelibros.com

A mis padres

Nunca es tarde para cortar la cuerda,

para volver a echar las campanas al vuelo,

para beber de ese agua que no ibas a beber.

Benjamín Prado .

Un domingo cualquiera

—No me gusta tratar estos asuntos aquí —afirmó el maduro empresario molesto por la interrupción de su descanso semanal. La inesperada aparición del trajeado banquero había acabado con la trivial charla de los dos hombres sobre lo ocurrido hacía unos minutos en el campo de golf.

—No hay tiempo para organizarlo de otro modo. Además, este es un lugar tan discreto como cualquier otro —dijo el recién llegado.

El tercer hombre, aún vestido con ropa deportiva, permaneció callado, recostado sobre la silla mientras los otros dos dirigían sus miradas hacia él. Nadie en aquel elegante club parecía prestar atención a aquella reunión improvisada en la terraza del bar. Sus rostros eran muy conocidos, cada uno de ellos estaba situado en una de las cumbres del poder político-económico del país. Un constructor, un banquero y un político juntos no era una imagen muy habitual en los principales medios de comunicación, pero sí en ciertos lugares.

—La próxima vez procura venir vestido adecuadamente para pasar desapercibido —insistió el empresario, también ataviado con ropa deportiva.

—No me fastidies con chorradas. Como nos pillen se nos va a terminar a todos la buena vida.

—Lo que propones es muy arriesgado. —El empresario aún sudaba pese a ya no estar jugando. Apartó la mirada de sus interlocutores para concentrarse en la tarea de limpiar sus gafas con una pequeña gamuza.

—Los demás ya han dado el visto bueno.

—¿Puede hacerse sin levantar mucho revuelo? —susurró con tranquilidad el consagrado político cortando el rifirrafe entre ambos.

El empresario se colocó las gafas con un ligero temblor antes de volver a mirar a los otros dos.

—¿Estamos planeando asesinatos?

—Ya hemos matado antes y…

—Pero en esa ocasión —le cortó el empresario con un hilo de voz—, solo se trataba de algún inmigrante o delincuente.

El afamado político, más acostumbrando a mandar, dio por terminada la reunión:

—No hay más que hablar, ponte manos a la obra y hazlo lo antes posible.

El empresario intentó protestar, pero el máximo responsable de todo aquel montaje, ya de pie, cortó la conversación:

—No tenemos más opciones. Y ninguno de nosotros está dispuesto a acabar con un negocio de millones de euros al año por culpa de algunos entrometidos.

***

El otoño, fiel a su cita anual, se había instalado en aquel barrio residencial de la capital cuando María García regresó de la calle con una bolsa de cruasanes y dos periódicos para saborearlos, sin prisa, junto a su marido. Aquel era uno de los pocos placeres que habían sobrevivido a los cambios radicales producidos en su vida por culpa del trabajo.

—¡El desayuno ya está! —anunció al cruzar el umbral de la puerta.

Desde la habitación, donde andaba ajetreado Alberto Fernández, le llegó una respuesta ininteligible. María sonrió mientras dejaba sobre la mesa de la cocina la bolsa con la bollería junto a los dos vasos llenos de zumo de naranja.

—¡Qué vida más dura! —murmuró su marido con una leve sonrisa antes de sentarse a la mesa para empezar a disfrutar del desayuno. A la vez, comenzó a hojear los periódicos.

María, habituada a tratar con los peores instintos, huía de la sección de noticias de los diarios y se refugiaba en las revistas dominicales llenas de reportajes grandilocuentes y entretenidas entrevistas.

Por el contrario Alberto se sumergía con prisa en las noticias diarias, leyendo solo los titulares que, en ocasiones, pese a las advertencias repetidas de su mujer, se empeñaba en comentar en voz alta.

—¿Has visto esto? —le preguntó obligándola a abandonar la insípida lectura de una entrevista a un famoso actor.

—Te he dicho un montón de veces que… —María no pudo terminar la frase al ver la foto. Otra vez aquellas imágenes. Tragó saliva y volvió a desviar su mirada hacia el estúpido artista para intentar borrar aquellos otros rostros. Rostros hinchados. Rostros demacrados. «Malditos periodistas. No les importa nada, solo buscan una foto, un titular».

Alberto ya había abandonado el periódico para preparar un par de cafés cargados. «Pobre gente», murmuró mientras se comía otro crujiente cruasán.

María sintió deseos de gritar, pero se limitó a asentir. En su mente ya se había grabado aquella instantánea que no iba a poder borrar.

Él la intentó animar mientras le servía el café:

—No es culpa tuya. Tú haces lo que puedes.

Ella lo miró sin decir palabra. «No sabes nada. Esto es culpa de todos. También es culpa nuestra». Apretó los dientes.

Ante el silencio, Alberto cambió con rapidez de conversación.

—¿Has hablado esta semana con la niña?

—La niña —suspiró María y añadió—: solo una vez, entre la diferencia horaria y la semana que llevo…

—Cuando regresemos, la llamamos los dos juntos.

María asintió. Su hija iba a cumplir pronto diecisiete años, ahora mismo se encontraba a miles de kilómetros de distancia. La decisión la había tomado toda la familia, pero lo que más había pesado fue el deseo de la pequeña y el miedo de su madre. Su hija estaba feliz por la aventura de pasar su último año de bachiller en Estados Unidos, su madre solo quería que ella estuviera lejos. Aquel iba a ser un año muy duro para María. Sentir a su hija a salvo le había ayudado a volcarse de lleno en aquella sucia guerra.

Alberto volvió a interrumpir las reflexiones de su mujer.

—He quedado con mi hermana para tomar algo antes de comer.

—Perfecto —murmuró. Su mente volvía a centrarse en aquel titular que acompañaba a las fotos: «Media docena de cuerpos de inmigrantes aparecen ahogados en las playas de Tarifa».

María sabía que esas fotos irían a engrosar el enorme dosier en que se había convertido su despacho, y sus últimos años de vida, desde que había accedido a investigar el tráfico ilegal de personas. «Mierda de mundo», suspiró intentando alejar todo eso de su presente a la vez que se arreglaba para disfrutar de uno de sus pocos domingos libres.

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