Fernando Pérez Rodríguez - El último trabajo de Mark Green

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El último trabajo de Mark Green: краткое содержание, описание и аннотация

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Mark Green —un tipo maduro, solitario y con una buena posición— descubre un día de forma brusca que desprecia su manera de ganarse la vida. Hasta ahí la situación sería normal si no fuera porque Mark es un afamado asesino a sueldo y su «último trabajo» es un encargo de una peligrosa banda de mafiosos.
Este nuevo rumbo, motivado, en parte, por una crisis personal, se ve afianzado por la presencia de dos mujeres, María y Abril, que lo empujan, cada una a su manera, a este cambio.
Abril, una prostituta de lujo, y María, una jueza firme, son las otras dos protagonistas de esta historia que gira alrededor del tráfico ilegal de personas. Por la novela van desfilando mafiosos, jueces, políticos corruptos, policías, sicarios, inmigrantes… en definitiva, verdugos y víctimas.

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A partir de ese momento sus actos se volvieron casi mecánicos; una ducha rápida, preparar dos maletas iguales y un repaso concienzudo de la casa antes de abandonarla. En cada una de las pequeñas maletas guardó lo mismo: dos jerséis gruesos, dos pantalones vaqueros, dos gorras, dos cazadoras, ropa de deporte y cuatro mudas. También metió en el equipaje un botiquín, un neceser y una bolsa que incluía varios destornilladores, ganzúas, unos alicates y una navaja. Repasó con cuidado el contenido de ambas antes de cerrarlas. Su armario se estaba quedando vacío, aunque seguramente no necesitaría más ese tipo de uniforme para su trabajo. Las dos pistolas conseguidas hacía un par de noches, junto con parte del contenido de los sobres de la caja, fueron a parar al interior de la rueda de repuesto de su pesado vehículo.

Abandonó su residencia camino de Madrid, aunque antes tenía que realizar una breve parada para conseguir más material para su encargo. Esta vez no era necesaria ninguna aventura nocturna, podía escogerlo a la luz del día, pese a lo cual volvió a tomar precauciones. En algo menos de una hora, disfrutando del paisaje costero de la autopista, se plantó en aquella ciudad exindustrial, casi pegada al mar y ahora entregada al culto de su propia modernidad.

Mark no tardó mucho en localizar el establecimiento cuya ubicación había conseguido en internet. Aquella iba a ser la primera y la última vez que lo visitaba. El poco discreto rótulo le llamó la atención: «La tienda del espía». No entró en el local hasta asegurarse de que estaba vacío.

—Buenas días. ¿Qué desea? —lo saludó solícito el único dependiente.

—Hola —contestó sin entusiasmo—. Estaba buscando algo.

Mark observó las estanterías sin interés. De todo lo que había seleccionó dos despertadores y dos radios compactas que depositó en el mostrador junto al dependiente.

—¿Algo más? Tenemos varios equipos de vigilancia en oferta que le podrían servir.

—Así está bien. Gracias —dijo Mark mientras extraía varios billetes de cien euros para pagar sus compras.

Antes de abandonar la ciudad norteña, Mark dedicó unos minutos en el interior de su coche a reducir a piezas sueltas lo adquirido seleccionando algunos componentes con sumo cuidado: cuatro chips, cuatro microlentes y varias pilas de botón con sus conexiones que terminaron en una pequeña caja dentro de la guantera. En realidad, para el trabajo que estaba preparando solo iba a necesitar dos elementos de cada tipo. Los otros eran de reserva frente a imprevistos o errores que él nunca cometía. El resto de las piezas, junto con las instrucciones, los separó con cuidado para depositarlos en diferentes contenedores para su posterior reciclaje. Los nuevos tiempos y la tecnología habían dejado atrás las largas horas de espera en las proximidades de los portales, escondidos en algún coche u observando desde una ventana cercana. Ahora todos éramos capaces de vigilarnos a todos, pero no había que olvidar —Mark no lo hacía nunca— que eran unos pocos los que seguían teniendo los medios para obtener información de los restos abandonados en la escena; un chip, una huella… suponían un error que podía dar al traste con una operación y, lo que era más importante, con una vida tranquila.

—Mi último trabajo —murmuró Mark repetidas veces, como si de un mantra se tratara, mientras tiraba lo que no le servía con los guantes aún puestos.

En plena autovía camino de Madrid, y con el limitador de velocidad fijado para evitar sobresaltos, Mark repasó susurrando el contenido de su coche: dos Star de 9 mm, cincuenta mil euros en varios paquetes, dos pasaportes y una pequeña caja llena de aparatos electrónicos. Sin duda ese cargamento, la mayoría bien escondido, unido a su documentación extranjera y a un coche blindado serían muy difíciles de explicar en un control de la Guardia Civil.

Mark agarró con fuerza el volante con las manos un poco sudadas. Sintió un leve y repetido dolor que lo obligó a salir en la primera área de descanso.

—¡Otra vez! —maldijo abandonando el coche y llevándose la mano al pecho.

Se encerró en el baño de la estación de servicio unos minutos. Respiró hondo. Se mojó la cara repetidas veces con agua. Era la tercera vez que le ocurría en los dos últimos días. El leve e intenso pinchazo desapareció como había llegado.

Hacía menos de un mes que se había realizado una revisión médica completa en una clínica privada. Una nueva costumbre adquirida con los años que repetía con una frecuencia semestral pese al elevado coste y a los constantes resultados perfectos.

Mark volvió al coche con paso tranquilo.

—Me estoy haciendo viejo —murmuró—, además del trabajo voy a tener que empezar a hacer actividades propias de mi edad.

A su mente le llegaron las últimas palabras del fisioterapeuta que le trataba la tendinitis del hombro: «Tiene que bajar un poco el pistón. Para curar esto necesita reposo absoluto».

Mark le había hecho caso solo unos días, luego volvió a sus pesas y a sus series de repeticiones, que no había modificado, pese a las modas, en los últimos diez años.

—Bueno, después de este trabajo me dedicaré a los paseos por el monte y a la natación —aseguró en voz alta mientras abandonaba la autovía hacia el aeropuerto de Madrid.

Solo un titular

La ventana permanecía abierta aportando algo de vida al interior del despacho. Los sonidos de la calle no distraían a María de su tarea, muy al contrario: la ayudaban a concentrarse en ella. Aquella mañana, sin embargo, el ruido era diferente de los habituales, más intenso. Se levantó con la idea de cerrarla, pero su mirada se concentró en la multitud que se agolpaba frente al adusto edificio de los juzgados de la Audiencia Nacional donde ella estaba. Consultó el reloj, ya era la hora. Había aceptado aquella cita como una mera distracción en su quehacer diario. Ahora se estaba arrepintiendo de haber cedido a las recomendaciones de su jefe y a la insistencia de un reportero.

Tras las vallas custodiadas por los policías se agolpaban personas cada vez más alteradas con pancartas. Dentro de la multitud se distinguía la presencia de unas cuantas cámaras de televisión que intentaban relatar lo que estaba ocurriendo en aquel instante. María sabía lo que sucedía, todos estaban esperando la salida de un conocido político reconvertido en empresario y ahora acusado de estafador. Su cara, unas veces seria, otras impasible, había aparecido demasiadas veces en las portadas de los periódicos. Por eso, cada nueva comparecencia en los juzgados desataba una estampida de medios de comunicación a la espera de unas palabras o de una instantánea que se convirtiera en titular.

La valla cedió unos segundos y permitió el paso de un hombre que fue acompañado hacia el interior del edificio, seguramente era su cita. María desde la ventana de su oficina no pudo ver su aspecto, pero sí pudo observar sus pasos rápidos y cómo iba vestido: chaqueta clara y pantalones vaqueros. Sin duda, prejuzgó, sería un joven ambicioso con ganas de publicar un artículo en la portada.

El fuerte pitido la devolvió al presente. Al regresar a su mesa reorganizó varias carpetas antes de bloquear el ordenador para mantener su trabajo a salvo de miradas indiscretas; luego dio paso a la cita concertada pulsando el interfono. Después se sentó a esperar.

—Buenos días —saludó el periodista tras cruzar la puerta del despacho—. Teníamos una cita.

María respondió con un cabeceo antes de levantarse para estrecharle la mano sin mucho entusiasmo. La voz de su interlocutor le pareció agresiva, y dio por buena la primera valoración realizada en la distancia. Ahora solo deseaba acabar lo antes posible con una entrevista que no debería haber aceptado.

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