Fernando Pérez Rodríguez - El último trabajo de Mark Green

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El último trabajo de Mark Green: краткое содержание, описание и аннотация

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Mark Green —un tipo maduro, solitario y con una buena posición— descubre un día de forma brusca que desprecia su manera de ganarse la vida. Hasta ahí la situación sería normal si no fuera porque Mark es un afamado asesino a sueldo y su «último trabajo» es un encargo de una peligrosa banda de mafiosos.
Este nuevo rumbo, motivado, en parte, por una crisis personal, se ve afianzado por la presencia de dos mujeres, María y Abril, que lo empujan, cada una a su manera, a este cambio.
Abril, una prostituta de lujo, y María, una jueza firme, son las otras dos protagonistas de esta historia que gira alrededor del tráfico ilegal de personas. Por la novela van desfilando mafiosos, jueces, políticos corruptos, policías, sicarios, inmigrantes… en definitiva, verdugos y víctimas.

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Un asesino a sueldo, además de buena puntería, debía tener buena memoria, le había repetido hasta la saciedad su socio y mentor, que llevaba seis meses muerto por culpa de una enfermedad degenerativa y una bala en la cabeza. Nada de repetir lugares, nada de frecuentar los mismos bares u hoteles cuando se está trabajando, aunque sea en encargos diferentes. Nada de utilizar varias veces el mismo nombre o disfraz y, sobre todo, nada de conseguir las herramientas en el mismo sitio. Douglas Shoot llevaba poco tiempo muerto, sus consejos todavía anidaban con claridad en su mente. Tenía sesenta años cuando un disparo acabó con su vida tras dos años de sufrimiento.

Mark recordaba todo con precisión milimétrica, sin necesidad de anotar nada. Seis encargos en Madrid, el último hacía tres años. Pese a ser una gran ciudad eso le limitaba el campo de acción en la tarea que quería realizar aquella noche. La crisis había afectado a casi todos los sectores de la economía española, salvo a los locales de lujo y a los prostíbulos. Eso sí, la desesperación o la codicia habían disparado los atracos en ambos tipos de establecimientos de las ciudades y los había llenado de guardas jurados o de matones sin mucha pericia, pero armados hasta los dientes. Aquel era su supermercado, en esos sitios podía agenciarse pistolas sin problemas y sin dejar pistas.

Con la decisión ya tomada, paró en una de las gasolineras de la M-40 de Madrid para encontrar lo que necesitaba. Encendió su nuevo móvil para consultar un par de páginas web antes de volver a ponerse en marcha.

No le costó encontrar el sitio, las indicaciones en internet eran claras y los letreros luminosos casi visibles desde la carretera. Dio un par de vueltas alrededor del local para ubicarse, luego se alejó para aparcar la moto en un lugar discreto cercano a la salida hacia la carretera que le permitiera salir con rapidez si la ocasión lo requería. Después de quitarse el mono se puso la cazadora guardando todas sus pertenencias en el cofre salvo las llaves, un fajo de dinero y aquel objeto negro parecido a un teléfono móvil.

El club estaba casi vacío, pese a ser medianoche. En la puerta, bajo los letreros luminosos, dos gorilas de gimnasio muy abrigados le cachearon amablemente para asegurarse de que no iba armado antes de dejarle entrar. Él también se aseguró de que aquellos dos tipos llevaban lo que iba buscando.

Mark estaba sobrio, así debía mantenerse durante las próximas horas, pero su pequeña representación había comenzado. Nada más entrar se agarró a la barra como si fuera su tabla de salvación. Con los ojos entrecerrados observó al barman mientras pedía una copa.

—Un gin-tonic —elevó un poco el tono—, pero de verdad. No esa mierda de la última vez.

Ya había logrado lo fundamental para un actor, llamar la atención. Con la elevación del tono y una palabra malsonante había conseguido que un montón de caras, la mayoría de mujer, se volvieran a observarlo.

—Hola —Mark saludó a una mulata que estaba en frente.

—Hola, guapo. —Ella se acercó al tiempo que el barman depositaba un gin-tonic mal mezclado en la barra.

—¡Eh! —gritó Mark—. No tengas tanta prisa, seguro que esta chica quiere tomar algo.

La mulata sonrió de manera forzada:

—Claro, cariño, pero no hay prisa.

—¿Qué quieres? —insistió Mark.

—Champán.

—¿Seguro?

La mulata asintió, mientras el resto de clientes y de chicas del local se alejaban poco a poco de la nueva pareja.

—¡Eh, chico! Trae una botella del mejor champán para esta señorita.

La mulata lo acarició con calma un par de veces antes de susurrarle.

—¿Quieres que vayamos a un sitio más tranquilo?

Mark, pese a estar representando un papel, no puedo evitar cierta tensión en su entrepierna. Llevaba más de un mes sin tener sexo. Eso era mucho tiempo.

—No, ahora quiero beber contigo, ya me la chuparás luego —dijo Mark, elevando el tono de nuevo para que pudieran oírle.

En el local, además del tipo que atendía en la barra, solo había otro hombre, que parecía recoger las mesas o vigilar a las chicas. Ambos tenían más o menos su edad, ninguno estaba precisamente en buena forma. El resto de clientes tampoco parecían adversarios potenciales y las chicas ya tenían bastante con lo suyo como para meterse en líos. La norma de un sitio como aquel era muy clara: nada de broncas dentro del club, las peleas se resolvían siempre fuera para evitar la presencia de la policía en el interior.

—Vale —susurró la mulata simulando beber algo de champán al igual que Mark.

Las últimas palabras de él habían logrado la atención del otro tipo del local. Lo vio desaparecer tras una puerta durante unos minutos.

—Me estoy aburriendo —dijo Mark con desgana teñida de desprecio—. Vete a buscar un par de amigas para que organicemos una buena fiesta.

La mulata pareció obedecer las órdenes, pero en realidad se escabulló entre el resto de las chicas.

—¿Dónde vas? —gritó Mark. Con paso vacilante se apartó de la barra, tirando la botella al suelo. Sus manos habían empezado a sudar; una de ellas se la llevó inconscientemente al pecho. ¿Qué le estaba ocurriendo?

Antes de poder acercarse al grupo de clientes y chicas, los dos tipos de la puerta ya estaban dentro.

—Señor, tiene que irse del club ahora —ordenó uno de los hombres, situándose frente a él. El otro ya estaba colocado a su espalda.

—¡Dejadme en paz! —gritó, intentando zafarse de su presencia sin decisión mientras le empujaban hacia el exterior.

Nada más cerrarse la puerta a su espalda los dos matones lo inmovilizaron. Ya sabía lo que iba a ocurrir. El puñetazo lo dobló por la mitad y le arrancó el primer grito sincero de aquella última hora. Medio doblado y sin fingir, Mark se dejó arrastrar lejos del local, entretanto una de sus manos rebuscaba en su bolsillo su táser.

Fuera no había nadie. Los dos tipos rebasaron el murete de cierre de la parcela. Estaban acostumbrados a aquel trabajo: un par de golpes más fuera de miradas curiosas antes de dejarle tirado entre los matorrales.

—Ahora no gritas, ¿eh? —le susurró el que lo había golpeado. El tono amable y correcto se había esfumado—. Te vas a enterar. Ya tenía yo ganas de dar un par de hostias —insistió ante el silencio del otro con una sonrisa. Su compañero aflojó inconscientemente la presión.

Aquellos dos matones de gimnasio no habían tenido un buen maestro, ni siquiera eran capaces de diferenciar entre víctimas y adversarios. Mark recordó, justo antes de soltarse, las palabras de su mentor y amigo: «No te confíes. Si un trabajo es demasiado fácil, esconde una trampa».

Esos tipos eran muy confiados; tal vez aquel día aprenderían una lección vital para su oficio.

Mark no tardó en librarse del que le sujetaba los brazos. Extendiendo la mano derecha hacia su otro adversario, ya con el aparato listo, pulsó el botón. La descarga eléctrica tumbó al fanfarrón de ciento veinte kilos de músculo sin cerebro. Sin perder tiempo, hizo un giro digno de un hombre más joven que él para alcanzar con una nueva descarga al otro oponente.

—A ti te durará menos el dolor de cabeza. —Sonrió Mark aún dolorido.

Aquel secarral seguía sin público, ahora con dos cuerpos en el suelo. Sin un minuto que perder, los ató de pies y manos, luego los amordazó para evitar gritos. Tras registrarlos y apropiarse de aquellas dos pistolas Star de 9 mm, se marchó, sin prisa. Ya tenía herramientas para su próximo encargo.

Los preparativos

Aquella mañana Mark había renunciado al despertador y a su habitual entrenamiento diario. Cosa rara en él. Quizá con la edad estaba perdiendo su naturaleza metódica. O tal vez su excursión nocturna había sido un poco azarosa. Desde luego el viaje de vuelta hasta su refugio no había resultado tan gratificante como el de ida. Había estado a punto de acabar en el suelo en dos ocasiones por culpa del cansancio.

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