—¿Qué es lo que quiere saber exactamente? —indagó sin ceremonias volviendo a sentarse tras la mesa.
El periodista, sin amilanarse, se sentó obedeciendo el gesto de invitación a hacerlo. Cruzó las piernas, sin prisa, al tiempo que miraba la fila de estanterías, repletas de dosieres, libros y archivadores, que cubrían tres de las cuatro paredes de aquel despacho. Todo en perfecto orden.
—Como ya le comenté, ando buscando datos sobre el tráfico ilegal de personas —respondió una vez acomodado. El periodista carraspeó para romper el silencio que había creado María—: me han dicho que esa investigación la lleva usted y…
—Lo han informado mal —lo cortó ella, seca.
—… pero usted por teléfono me había dicho que…
—Yo le confirmé que sabía de esas pesquisas. —María respiró con profundidad —. Lo cual es cierto. Pero la realidad es que en estos momentos no hay ningún caso abierto sobre ese tema.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó él, extrañado por la noticia.
María mantuvo su mirada. No quería dar explicaciones. Todavía no podía darlas.
—El último sumario sobre esa materia lo llevé yo hace unos dos años. Se cerró por falta de pruebas y testigos. —«Al menos eso es verdad», pensó sin apartar la vista del joven.
—¿Por falta de pruebas y testigos? —repitió el periodista, no muy convencido.
María se obligó a dar más explicaciones. Debía convencerlo para que no siguiera indagando en un asunto que podría poner a muchas personas en peligro. Apoyó los codos en la mesa acercándose a su interlocutor.
—La denuncia la presentó una ONG, pero se trataba más de una campaña publicitaria que de una investigación seria. —Tenía el papel perfectamente aprendido. Lástima que no fuera todo verdad.
—¡Qué raro! —murmuró él con el ceño fruncido. Por lo visto, no era tan sencillo de persuadir, pensó María. El periodista decidió cambiar de táctica—. ¿Qué opina usted sobre este asunto?
Tal y como él había previsto que hiciera, ella se atrincheró en su puesto.
—Estoy en el despacho de un juzgado: no puedo dedicarme a emitir juicios de valor sobre cada tema. —Su voz destilaba frialdad.
—¿No le importa este asunto? —insistió él, poco dispuesto a ponérselo fácil.
Ella no respondió. Esperaba que no se diera cuenta de lo tensa que estaba. En ese momento le hubiera gustado zarandear al prepotente periodista, mientras le explicaba lo mucho que le importaba ese asunto. Tanto, que llevaba cuatro años de su vida dedicada completamente a esa tarea.
Cuatro largos años rebuscando entre la basura de lo peor de la sociedad. Dejándose la piel para encontrar algo en aquella maraña de negocios: prostitución, compraventa de órganos, mano de obra esclava…, negocios que se sustentaban sobre el tráfico ilegal de personas. ¡Que no le importaba, decía! Le hubiera gustado soltarle toda la verdad; sin embargo, se limitó a invitarlo a irse con la cortesía y sosiego que pudo. Por desgracia, no podía hacer otra cosa.
Dio por terminada la entrevista y esperó a que la puerta se cerrase, tras la salida del reportero, para dejarse caer sobre el sillón. Derrotada. Cerró los párpados con fuerza, como si de ese modo pudiera borrar el horror que había visto y con el que estaba obligada a convivir.
Así la encontró su jefe cuando entró minutos después.
—¿Qué tal te ha ido esta vez? —preguntó Martín con preocupación. Agarró el borde del respaldo de la silla donde había estado sentado el joven, clavando la mirada en ella.
—Como siempre. —Ella levantó la cabeza y se enderezó dispuesta a recobrar la fuerza. No podía permitirse ser débil—. Otro periodista con ganas de un titular que lo lleve a la fama.
—No los culpes, es su trabajo.
—Lo sé —suspiró María—. Es solo que estoy harta de andar escondiéndome. No se puede vivir en guardia a todas horas.
Su jefe movió la cabeza con pesar.
—Es por nuestra seguridad y por el éxito de la investigación. Ya no nos queda nada —aseguró con firmeza golpeando el borde con el puño—. En menos de un mes habremos pillado a esos tipos.
María se obligó a sonreír. «Otra noticia que apenas llenará unas líneas de alguna portada».
Se levantó, con una mano se frotó la frente. Volvía a dolerle la cabeza. Inquieta, se acercó al ventanal. Abajo, el joven periodista se alejaba a grandes pasos, tras cruzar la valla de seguridad que separaba al nutrido grupo de personas aún presente del acceso al edificio. ¿La habría creído? ¿Se conformaría con esas escuetas respuestas? Ella no lo haría, desde luego.
—¿Crees de verdad que los pillaremos? —pronunció sin dejar de mirar por la ventana.
—Claro.
—¿Y la calle estará tan llena de periodistas esperando su aparición como ahora? —formuló con desánimo.
—¡Por supuesto que sí! —aseveró su jefe, al parecer más confiado en el resultado que ella.
«Pobre iluso», pensó María. Regresó a su sitio junto a la mesa. Debía repasar las notas que había dejado en suspenso ante la aparición del joven. Aún le quedaban unas horas antes de volver a su casa o, más bien, a ese refugio temporal. Tenía mucho trabajo que hacer.
—¡Joder! —exclamó Martín poco dispuesto a abandonar el despacho—. ¿Has visto las fotos en los periódicos de la mañana?
María odiaba más aquellas fotos que a los periodistas en busca de una primicia. Demasiada exactitud en la recreación del dolor ajeno. Demasiados detalles. Demasiada barbarie para ella.
Ya debería estar acostumbrada. Llevaba mucho tiempo lidiando con asuntos de la peor calaña, pero esas fotos, esa brutalidad, era más de lo que podía soportar.
—Por encima. Preferiría no haberlas visto —masculló entre dientes.
—Ten paciencia —declaró su jefe—. Ya queda poco.
María no lo tenía tan claro, pero se obligó a esbozar una mueca a modo de despedida. Una vez sola, las paredes de su despacho parecieron venírsele encima. Le hubiera gustado alejarse de allí por unas horas. Separarse de aquellas carpetas, cada una con una historia de horror documentada con fotos. Porque detrás de cada caso, siempre había imágenes muy precisas y pistas insuficientes.
Con el mismo tesón que le había llevado a ese puesto, abrió la primera carpeta y comenzó a leer el informe. No podía permitirse aflojar. No iba a dejar que ellos ganasen la partida.
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