ENRIQUE M. RODRÍGUEZ
Rodríguez, Enrique M.
7 Cuentos / Enrique M. Rodríguez. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-2374-7
1. Relatos. I. Título.
CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA
www.autoresdeargentina.com info@autoresdeargentina.com
Para mi esposa Marcela, quien me alentó a avanzar con la escritura.
A todos aquellos que, de una u otra forma, me inspiraron para crear
personajes o situaciones de estos cuentos
1 Nadando con tiburones
2 Una visita inesperada
3 El encuentro
4 Hay espíritus en mi clóset
5 Magic star company
6 El sueño de un yámana
7 Historias a la hora de la siesta
1 Table of Contents
—La verdad, todavía no entiendo qué fue lo que pasó —me decía Guille, haciendo girar su vaso de cerveza a medio tomar.
—Yo tampoco, incluso me cuesta ordenar con precisión todo lo que ocurrió ese día.
Nos quedamos un rato en silencio. Por la ventana del bar, veía a los escasos transeúntes que cruzaban por la plaza Dorrego. Parecía un teatro fantasmal, con tinglados de metal en todo el perímetro de la plaza, pero sin los feriantes que la invaden todos los fines de semana. Era un lunes húmedo y frío, típico del final del otoño en Buenos Aires.
Los “hechos” en cuestión habían ocurrido a mediados de la cuarentena de 2020, en un encuentro virtual por Z-IN, la plataforma que se había hecho tan popular a poco de comenzar la pandemia, en marzo. Todo ocurrió durante una de las reuniones que cada dos semanas, casi invariablemente, teníamos como grupo de excompañeros de la secundaria. No éramos muchos, sólo los más amigos: el petete Barrios, Guille, la morsa Fontán, el tano Guidetti, el loco Vieyra y yo. A veces se sumaba algún que otro colado, que se enteraba y pedía participar. Pero el grupo estable era el de nosotros seis.
Las primeras reuniones resultaron bastante desprolijas, hasta que fuimos tomándole la mano al programa y exploramos todas sus posibilidades. Si había algún denominador común en este grupo de amigos era justamente la obsesión por todo lo tecnológico, hasta el mínimo detalle. No es casualidad que todos hayamos seguido carreras afines: el petete y la morsa eran ingenieros, el tano y el loco se habían recibido de analistas de sistemas. Guille y yo elegimos las matemáticas; incluso éramos vecinos: al poco tiempo de mudarme a San Telmo, le pasé el dato a Guille de un departamento cómodo y económico, que quedaba a pocas cuadras del mío.
Creo que fue en la tercera reunión que uno de nosotros —el tano, si la memoria no me falla— apareció en pantalla con un fondo que mostraba algún lago del sur, con montañas detrás y un frondoso bosque a un costado.
—¿Y eso? —preguntó el petete.
—Es una opción del programa, che. Este es uno de los fondos que viene por defecto, pero se pueden bajar otros. Eso sí: necesitás tener una pared blanca atrás, si no, ves cualquier cosa.
En las reuniones siguientes nos fuimos sumando los demás, con fondos de pantalla que bajamos de distintos sitios de internet, y que eran compatibles con la plataforma. Así, en sucesivas reuniones desfilaron a nuestras espaldas imágenes de lo más diversas: paisajes nevados, playas caribeñas, mares embravecidos, monasterios tibetanos e incluso un fondo en el que unos chanchos regordetes volaban con alitas diminutas, bajado de un sitio muy naif que descubrió la morsa. El que tardó más en presentarse con un fondo propio fue el loco Vieyra, y fue en ese momento que se dieron los “hechos”.
Unos días antes de la única reunión que tuvimos en julio, el loco envió un whatsapp al grupo anunciando que tenía preparado “algo especial” para la próxima reunión.
—Dejate de joder, loco, adelantá algo, no te hagas el misterioso —le insistió el petete.
—Es algún fondo interesante, ¿no? —conjeturó Guille. Finalmente, el loco confesó que había bajado un programa de animación que servía como fondo de pantalla para el Z-IN.
—Esos programitas se consiguen en varios sitios, yo todavía no bajé uno porque no me gusta distraer tanto a la audiencia —se justificó el tano, que seguramente sufría por no estar a la vanguardia de estos descubrimientos cibernéticos, por modestos o triviales que fuesen.
—Ajá —replicó el loco—, pero lo que yo conseguí es realmente especial. Lo bajé de la internet profunda, navegando con un programa que hizo un hacker chino que vive en Canadá, con quien chateo desde hace un tiempo. El chino este me tiró las coordenadas del sitio y todos los passwords que se necesitan para bajar material de allí; es como un depósito de cosas muy zarpadas. Les cuento que el programita que bajé es alucinante.
—Guarda con eso, loco, que hasta donde yo sé, el tema de la internet profunda no es joda. Obviamente hay mucho material que por distintos motivos no puede subirse a la web visible. Por ahí bajás un programita que te parece inofensivo y te hace mierda la computadora, como mínimo, y si te descuidás te afana hasta el apellido —le detallé en un mensaje de voz.
—Tranqui, negro, ¿para qué me recibí de analista? Sé de qué se trata todo esto. El chino me dijo que en su grupo de amigos hackers habían probado estos programitas de animación, y que hasta ahora no tuvieron ningún problema. Cuando vean lo que puede hacer el que bajé, no lo van a poder creer —nos instruyó el loco.
Por unos días no hubo más mensajes, y finalmente llegó el viernes de la esperada reunión. A la hora convenida ya estábamos todos dentro del espacio virtual del Z-IN, menos el loco.
—Se hace rogar el desgraciado —acotó la morsa.
Por fin, unos diez o quince minutos después lo vimos en la sala de espera. Guille —que actuaba casi siempre como anfitrión— le dio la entrada. Lo primero que vimos fue una pantalla en negro que poco a poco fue virando hacia el azul marino. Lo que vimos a continuación nos dejó mudos: en el medio de la pequeña pantalla se veía la cara del loco, con unos auriculares puestos y una sonrisa de disimulado orgullo. Realmente parecía estar sumergido en el agua, incluso su cabellera lacia y rubiona flotaba en ese ambiente acuoso virtual. Pero lo más asombroso de todo fue lo que vino a continuación: un tiburón de considerables dimensiones apareció detrás de él, nadando en diferentes planos: por momentos daba la impresión de acercarse al loco, para luego alejarse de él. Unos segundos después apareció un segundo tiburón, que nadó sin ningún impedimento por delante de nuestro amigo, tapándole la cara por un momento. Al minuto de comenzado este espectáculo, ya había unos cinco o seis tiburones nadando en todas las direcciones posibles.
—El efecto 3D es im-pre-sio-nan-te —admitió el petete.
—Lo notable es que vos aparecés en el medio de la escena. ¿Cómo consigue el programa hacer esto? —le pregunté con genuina curiosidad.
—Ah… me preguntás por el secreto del mago. La verdad es que no tengo ni puta idea. El chino me tiró cero data. Ni siquiera él sabía quién había hecho este programa; posiblemente otro hacker. —La voz del loco se escuchaba normal, aunque un poco más metálica que de costumbre, si uno afinaba el oído.
—Pero todavía no vieron la mejor parte —continuó diciendo el loco, con un discurso que sonaba a ensayado.
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