Mario Diego Peralta - Latinoaméroca en gotas
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Advertencia: A todas las particularidades del narrador viajero que moldean su subjetividad, el autor le sumó la pretensión de utilizar ficción como recurso literario, respetando siempre las locaciones. «Mi lealtad al viaje no se negocia y está en los lugares. Yo siempre estuve ahí. Toda mención de lugar será real; algunos personajes y situaciones podrían serlo, o no».
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—Gracias, amigo, dejá algo para mañana, me voy a dormir, estoy fundido. –Le dio una palmada en el hombro y cerrándose la campera se puso de pie. Caminó y abrió la puerta. El ruido del mar trajo el frío y el oportuno recuerdo de la falta de calefacción en la habitación. Se puso el frío en el cuerpo y sintiéndolo, se dio vuelta y le pidió más abrigo de cama a José.
—Tenés un acolchado en el placar –replicó colocado en su rol a cargo del housekeeping del hotel.
—Sí, ese ya lo puse, pero si tenés alguna frazada más te agradezco. Hace mucho frío en esa pieza.
Ya estaban hablando en otro tono, desde los roles. Un poco molesto por lo que implicaba aceptar cumplir con el requerimiento, salir al frío del patio y sacar de otra habitación una frazada para llevársela, pero no había opción, sabía que la calefacción no funcionaba, ni para el cliente, ni para él. El dueño no había querido arreglarla porque era muy caro y le encomendó encontrar a alguien de la zona que lo hiciera por menos dinero, mientras tanto eso no se arreglara, empleado y turistas, pasarían frío.
—Te lo alcanzo en unos minutos, ordeno todo acá y te lo llevo a la habitación.
Con un gracias se cerró la puerta y los pasos se alejaron, escuchándose desde el comedor las llaves abriendo la puerta de la habitación 5 y el portazo al cerrarse por el viento. Las luces de la cocina se apagaron primero, luego las del comedor. Se escuchaban pasos en el corredor y ruido de llaves. Puteadas en voz baja que acompañaban lo que parecía ser una prueba de varias llaves. Finalmente una puerta se abrió y el mismo viento fue el encargado de cerrarla con violencia, golpeándola contra el marco. Unos segundos después, el ruido era típico del forcejeo con el picaporte en la otra habitación, parecía haberse quedado encerrado. Estando ya acostado, prefería no darse por enterado, se hizo el boludo un poco más, mientras trataba que el calor del cuerpo calentara las sábanas frías. Si lo dejaba encerrado él también se cagaría de frío esa noche. Se levantó, se puso la campera sobre la ropa térmica, las ojotas, abrió la puerta y se dejó llevar por los golpes hasta la habitación.
—José, acá estoy –le gritó–, pará que empujo de este lado. Alejate. –Los golpes pararon. Bajó el picaporte y con el puño dio un golpe seco cerca del marco. La puerta se despegó y se abrió. José salió explicándole que la humedad del mar hacía hinchar las puertas de madera, agradeciendo al nuevo amigo al mismo tiempo que le pedía disculpas al cliente, mientras lo acompañó esos pocos metros hasta la puerta cinco, entró en el cuarto y apoyó la frazada sobre el escritorio, haciendo espacio entre la yerba, el Mantecol y el mate.
—Esa yerba te va a poner nervioso –dijo, y antes que la puerta se cerrara, alcanzó a proponer– mañana salgo a entrenar a las 8, si querés venite. Corremos un poco por la playa hasta los aparatos que puso el municipio. Ah, si el viento te tranca la puerta, llamame al 101. –Se rio y cerró la puerta.
Dos vueltas de llave y de un salto entró en la cama, evitando el piso congelado. La noche pasó con menos frío del esperado. En algún momento el viento había aplacado y la mañana, si bien estaba fría, no se sentía tanto. Se levantó, abrió los postigos dejando entrar el día en su cuarto y volvió a meterse en la cama para hacer fiaca un rato más. Repasaba el día anterior. ¿Cómo podría darse cuenta de si alguno de ellos pasaba información para Buenos Aires? ¿La chica del Buquebus? ¿José? Lo buscaban. Con la chica del barco le constaba no haber soltado ninguna palabra fuera de lugar, podía estar tranquilo. Pero con José, el alcohol y el cigarro lo ponían alerta. Debía ser más cuidadoso. No tenían que encontrarlo, antes que él quisiera ser encontrado y el momento sería justo cuando él lo decidiera, así se lo había propuesto. Alejarse y deshacerse. Perderse para rearmarse. En eso estaba cuando escuchó a José desde el otro lado de la puerta.
—¡Buen día, amigo! ¿Te sumás en el entrenamiento? Estoy saliendo en 5. –Mezclarse era la mejor forma de llamar menos la atención, así que contestó con un bien porteño:
—¡Y dale! Sí, esperame que ya voy. –Y activó. Se lavó los dientes a las apuradas, se puso la ropa de gimnasia, las zapatillas de correr y dejando un reguero de ropa de dormir por toda la pieza, salió al pasillo, cerrándose la campera de neopreno.
José estaba trotando en el lugar, combatiendo el frío o comenzando con el entrenamiento, llevaba puesta una calza debajo del pantalón corto, campera también de neopreno, un gorro de lana que mantenían sus orejas bien cubiertas y guantes. Mientras echaba vahos entre sus palmas reparó en los guantes que dejaban la mitad de los dedos afuera, notando que su compañero llevaba los mismos.
—¿Andás en bici?
A lo que José respondió:
—No, se los cagué a mi hermano. ¿Vamos?
Salieron trotando por el patio, demorándose José unos segundos en arrimar las puertas de rejas.
—Acá nunca pasa nada, pero se pueden meter perros y rompen todo.
Bajaron a la playa corriendo por una escalera de madera que comenzaba casi en el estacionamiento. Pocos metros más adelante, el sendero los entregaba al médano. Por un segundo irrumpió el pensamiento de si era acertado correr en zapatillas o mejor hubiera sido en patas, llegada la arena mojada, ese pensamiento desapareció. El mar marrón estaba calmo, el agua planchada explicaba la mala pesca del día anterior. Correr de a dos presenta sus particularidades, la zancada de José requería de una mayor velocidad para mantenerle el ritmo. Responder sus preguntas generaba que el aire de las exhalaciones se malgastara en las dosificaciones de la respuesta en lugar de acompañar el esfuerzo físico. Correr y hablar no le resultaba cómodo. Seguirle el ritmo tampoco. Dejarlo que se adelantara, que corriera adelante era una buena decisión, y lo vio alejarse. A su izquierda, al cabo de un rato de corrida, apareció el águila en el médano. No era un monumento, no era un homenaje, era una construcción bizarra, pero emblemática de Villa Argentina. Ver el águila era saber que Atlántida estaba muy cerca. El ruido de la suela de las zapatillas pegando contra la arena mojada finita generaba en cada paso una sensación incómoda en todo el cuerpo, eléctrica, algo en esa mañana no estaba cuadrando como disfrute, muy probablemente fuera la resaca de la noche anterior que mantenía desordenados los sentidos. Lo vio ir para el médano antes de comenzar la arboleda de la mansa de Atlántida. Antes de llegar al auditorio de la playa, José saludaba a otros muchachos que estaban en la zona pública de ejercicio físico. Dejó de correr, subió caminando para recuperar el aire, había aprendido que una serie de soplo rápido servía para eso y así lo empezó a hacer, estaba cansado. Su estado físico no era bueno, aunque correr nunca fue lo que mejor le salía. Cuando su ritmo cardíaco se acompasó, entonces volvió a trotar subiendo el médano. En la rambla, entre la carretera y la playa, el municipio había puesto unas barras de gimnasia. Había más gente que barras y al verlo llegar José se le acercó y fue presentándole a cada uno de los que estaban ahí entrenando. Un apretón de manos con los más grandes, un beso con los más jóvenes. Unos nombres que serían olvidados casi en el momento, su memoria nunca fue buena y menos para los nombres, si se cruzara en la Tienda Inglesa con alguno de ellos, a lo sumo surgiría un “de dónde me suena esa cara” pero ni por nombre ni por fisonomía se los acordaría. “Dale, José, te toca a vos” y se colgó con un salto de la barra alta. Unas 10 repeticiones que parecieron fluir con normalidad, sin esfuerzo. “¿Vas vos?”. El huésped se paró debajo mirando que la distancia a la barra ya representaba un problema. “Te ayudo”, dijo José y se dispuso a acompañar desde la cintura el salto hasta la barra. Los guantes de bicicleta servían para que las manos no se resbalaran, lo ayudó y ahí quedó colgado. Subió una vez, luego otra, contaba en silencio, a la cuarta ya le costaba. La quinta fue con escala a mitad de camino y buscando darse envión con las piernas. En la sexta cayó. Pasó el siguiente sin mediar comentario de nadie. Volvió a la cola, para la segunda rueda. Esperar le parecía al pedo y como era medio desordenado para el ejercicio físico, se subió en las paralelas para poner a prueba sus tríceps. Ahí le fue un poco mejor, llegó a 10 repeticiones largando un alarido, solo para demostrar que había podido y sin ayuda. Nadie lo notó, cada quien estaba en lo suyo forcejeando, salvo José que charlaba alejado con dos muchachos. Parecía que no se ponían de acuerdo. Se agachó y de su media sacó un billete que le puso en la mano de uno mientras el otro extendía el puño del cual José tomaba algo y se lo guardaba nuevamente en la media. Volvieron con los demás a colgarse y la charla de a poco se puso más amena, a medida que el calor interno neutralizaba el frío de la mañana frente al mar. Las risas, las jodas y uno estando colgado de la barra, el otro fue y le bajó los pantalones, dejándolo en culo, todos se cagaran de risa y el del culo frío saltó directo a pegarle un cachetazo en la nuca al culpable. Cada auto que pasaba los miraba. Uno medio pelirrojo, corpulento, se separó del grupo con otros dos morochos más jóvenes, de menor contextura y arrimándose a José lo invitaron a ir para el centro. Escudado en que tenía un huésped que atender, evadió la invitación. Se alejaron gritando entre risotadas, “no lo exijan demasiado al abuelo, no sea cosa que se les quiebre”. Un “te toca a ti”, puso al abuelo de nuevo en la barra alta, esta vez tocaba bíceps, el caño se agarraba al revés. 1, 2, 3 y en la 5.º se dio por vencido, dejándose caer. Se dispuso a elongar, con el brazo derecho extendido y el codo rotado, presionó contra la mano izquierda, y mientras cambiaba de brazo giró, siguiendo con la mirada a los chicos que se estaban alejando. Los vio detenerse, vio salir corriendo al colorado más grandote hacia una casa y a los otros dos quedarse parados en la puerta. Algo le sonó raro. Automáticamente les dio la espalda, quedó mirando el mar. Todos en ese gimnasio al aire libre estaban mirando el mar en ese momento, lo que sucedía atrás no se había visto y si no se veía, entonces no pasó.
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