Mario Diego Peralta - Latinoaméroca en gotas

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Latinoaméroca en gotas: краткое содержание, описание и аннотация

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Latinoamérica en gotas, está indicado para una cura viajera. En la dosis adecuada presenta relatos y cuentos de viajes por Uruguay, Chile, Paraguay, Perú, Colombia, Brasil, Ecuador, México y Cuba.
Advertencia: A todas las particularidades del narrador viajero que moldean su subjetividad, el autor le sumó la pretensión de utilizar ficción como recurso literario, respetando siempre las locaciones. «Mi lealtad al viaje no se negocia y está en los lugares. Yo siempre estuve ahí. Toda mención de lugar será real; algunos personajes y situaciones podrían serlo, o no».

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La mochila le hacía doler la espalda y era como llevar la bandera de viajero flameando, en esta oportunidad no quería nada que lo identifique. Manoteó un bolso negro de dos manijas y correa larga, lo abrió y estirando el acolchado, lo apoyó sobre una punta de la cama.

En el cuarto entraba el sol de la mañana a través de la ventana de madera de vidrio repartido, el frío se quedaba del otro lado, empañando la vista hacia una ciudad que recién empezaba a levantarse. Los colectivos se iban haciendo más presentes en los ruidos de la avenida frente a su edificio. El sol empezaba a tocar la cama y sobre ella ordenados en filas: dos jeans, dos remeras, una camisa y el cinturón hecho un rollito sobre los pantalones, un buzo, ese que le combinaba con todo más por ser el único que por tener el color adecuado, y dos pares de medias. Volvió de la cocina con una bolsa de supermercado en la que estaba poniendo un par de zapatillas deportivas, las miró con resignación y agradecimiento. Muchos caminos juntos, pero ya no daban más, generaban ruido al andar, le hacían pasar vergüenza, como si llevara un cencerro que cada paso que daba, lo avisaba y en este momento él no necesitaba que nada avisara su andar, quería ir sin llamar la atención. Del placar tomó una campera de esas que se enrollan y ocupan nada de lugar, y abrigan nada también, por eso sumó un suéter. Los calzoncillos largos, esos que eran de su abuelo, blancos alguna vez, hoy amarillentos, habían sido superados tecnológicamente por calzas térmicas, pero tenían el recuerdo familiar, tenían un motivo para todavía compartir cajón pero quedaron de lado y el equipo térmico junto a los guantes y el gorro fueron a parar al bolsillo externo del bolso, sin pasar por la exposición previa por la que el resto de la ropa debía someterse antes de ser guardada. Todo a la vista, tres calzoncillos, dos no pasaron satisfactoriamente la prueba, mostrando sendos agujeros fueron arrojados al cesto de papeles del cuarto que los recibió confundido. Del lavadero volvió con dos calzones más respetables, pensaba que con casi 50 años ya no le causaba gracia andar con ropa interior inmostrable, aunque a nadie podía mostrar nada. Para el frío, ya estaba todo sobre el cubrecama. Una malla y una remera de playa devenida en pileta si la oportunidad lo pedía, las ojotas fueron a parar a otro bolsillo horizontal del bolso negro. Un perfume pequeño, casi terminado, uno que acompañaba sus viajes solo porque su envase era de menos centímetros cúbicos que los otros, que no pasarían el control aduanero. Del baño trajo el cepillo de dientes, pasta, jabón y un rollo de papel higiénico, el cual su padre siempre insistía que debía ser llevado si se salía de viaje, aunque el espacio en la cartuchera de elementos de limpieza no lo dejara entrar y en el bolso estorbara. Pero ahí estaba, recordándole que no todo lo aprendido era bueno ni útil, que la imagen del padre se viera representada en 30 metros de papel tisú no era en sí un homenaje digno, pero se grabó así y así le gustaba continuar haciéndolo. Un poco de ropa de gimnasia, una remera y otra campera incombinable entraron apuradas al fondo del bolso, para romper con lo estrictamente combinado de la selección que había sobre la cama. El pasaporte y la tarjeta de crédito por un lado, junto con el billetón de 500 euros que no había podido cambiar a nadie. Al lado el DNI, la otra tarjeta de crédito y un fajo pequeño de dólares. Unos iban al bolsillo del pantalón que llevaba puesto, el otro al bolso, dentro de una media que se enrolla para transformarse en su “culo de perro”, así llamaba al lugar secreto donde guardaba sus cosas de valor. Ojeó un libro que estaba sobre la mesa de luz, como corroborando que valiera la pena trasladarlo, que no estuviera casi acabado, que todavía le quedaran cosas por decir, para asignarle el lugar de compañero de viaje a quien algo todavía guarde dentro de sí para ser dicho. Ese no tenía mucho más, sacó otro de más abajo, lo abrió en su primera hoja, no le había puesto aún la marca de yerra que llevaban todos los libros de su biblioteca. No era un sello, no era una estampilla, eran dos inscripciones a mano. Una era su nombre, el libro le pertenecía. Si alguna vez se prestaba, que al menos incomodara al que lo leyera sin devolver. Lo podía hacer en los libros, ya no en los CD, por suerte ya hacía tiempo que los CD de música no se piden prestados, casi que no existen más salvo en su auto. Con la birome en mano, escribió su nombre y quién le había regalado ese libro. Esa había sido una nueva incorporación, no todos los libros lo tenían, los más nuevos sí, le gustaba saber qué persona se había tomado el trabajo de elegir ese libro e imaginar el motivo por el cual pensó que juntos podían pasar un buen momento. Este que tenía ahora ya con las marcas inscriptas era además un libro que reunía las condiciones mínimas para ser acompañante de viaje. No debía ser muy pesado, ni de gramaje ni de temática. Del primer cajón de la mesa de noche tomó sus lentes, esos que no deseaba usar pero a los que volvía rendido cuando las letras se le transformaban en hormigas y se le movían, los puso junto al libro sobre la cama.

Empezó a hacer rollitos con la ropa y ponerla dentro del bolso. Con todo ya guardado, bajó las persianas del cuarto, pasó revista en la casa, apagó la llave del gas, cerró todas las ventanas y volvió a la laptop que había quedado prendida sobre el escritorio de su dormitorio. Entró en la web del proveedor de cable e internet, solapa de atención al cliente, botón dar de baja al servicio. Sabía el camino de memoria, muchas veces lo había transitado, pero nunca había podido dar el paso siguiente porque lo necesitaba. Ahora era libre de hacerlo, sin pensarlo, como hundiendo el cuchillo en un golpe seco y profundo justo en el corazón del proveedor, dio aceptar sobre el botón “dar de baja todos los servicios” y se sintió liberado.

Apagó la compu, la luz y activó la alarma. Con el bolso al hombro puso llave a todas las cerraduras que tenía su puerta y bajó los 3 pisos por escalera repasando si había cerrado la llave de gas, la ventana del lavadero, si no habría quedado goteando el inodoro en el baño de su cuarto. Tenía que poder quedarse solo ese departamento viejo, sin necesitar que nadie lo asista. Los ascensores, aún más viejos que el departamento remodelado, bajaban cargados de vecinos enjaulados, completos, como el subte a esa hora. Por escalera y ascensor bajaban vecinos que se dirigían a la entrada del subte que estaba apenas a 30 metros de la puerta del edificio. Excelente ubicación, decía el aviso del diario cuando lo alquiló, de estilo y en buen estado. Todos los vecinos pasaban y saludaban al portero para caer en el foso del subte luego. Mecánicamente, todos haciendo el mismo ritual. Saludo de buen día, unos pasos y al pozo. Él se frenó y detrás de él una ola de copropietarios e inquilinos lo empujó unos pasos más allá. Dejando pasar, se acomodó frente al encargado del edificio y habló unos minutos. Le contó que estaría fuera unos días y que ante cualquier cosa rara que él observara, llamara a ese número y le entregó un papelito con un “3D” escrito de un lado con tinta roja y un número de celular del otro. Esta vez, lo saludó dándole un apretón de mano. Dio un paso hacia atrás y enseguida volvió a formar parte de la marea que llevaba sin opción a la entrada del subte. Con el bolso pesado al hombro y a esa hora del día, no era una buena idea seguir con todos. Cortó la inercia, se salió de la hilera en cuanto doblaban para meterse dentro de la tierra, en típico apretuje de las 9 de la mañana en ese barrio del centro porteño. Quería hacer un par de cosas antes de embarcar y tenía 3 horas por delante. Con estar en el puerto a las 12 ya estaba bien.

Eran exactamente las trece horas cuando el barco zarpó. Para ser día de semana y de invierno, no estaba tan vacío como lo esperaba. No fue fácil encontrar un asiento junto a la ventanilla. Acomodó su bolso debajo de las piernas y mirando a través del vidrio, la ciudad empezó a aparecer rápidamente, enorme, con sus rascacielos espejados y luego de unos minutos, comenzó lentamente a hundirse en el horizonte con los demás barcos anclados en la costa.

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