Mario Diego Peralta - Latinoaméroca en gotas

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Latinoaméroca en gotas: краткое содержание, описание и аннотация

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Latinoamérica en gotas, está indicado para una cura viajera. En la dosis adecuada presenta relatos y cuentos de viajes por Uruguay, Chile, Paraguay, Perú, Colombia, Brasil, Ecuador, México y Cuba.
Advertencia: A todas las particularidades del narrador viajero que moldean su subjetividad, el autor le sumó la pretensión de utilizar ficción como recurso literario, respetando siempre las locaciones. «Mi lealtad al viaje no se negocia y está en los lugares. Yo siempre estuve ahí. Toda mención de lugar será real; algunos personajes y situaciones podrían serlo, o no».

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La charla lo sorprendió, no sabía si era fantástica exactamente, pero sí que le había caído bien. José puso sobre la mesa el formulario del check in junto a una birome BIC azul de capuchón blanco mordido. Cuando la destapó, se llevó el capuchón a la boca y terminó de cortale la patita plástica mordisqueada. Lo miró levantando una ceja.

—Mucho tiempo solo, o es mate o es esto. Completalo por favor y después me lo das. No hay apuro.

No haciendo uso del tiempo, el cliente se dispuso a sacar de encima la única obligación del día lo antes posible.

—¿Número de chapa?–Buscó las llaves de la nave en su bolsillo, ahí estaba escrita a mano la patente, la copió. Seguía escribiendo, mientras escuchaba a José, que acomodaba la leña y le contaba:

—Hoy pesqué unos filetes de merluza –dijo largando una carcajada– ¡Nada de pesca hoy, nada! 4 horas en el bote y nada, es la primera vez desde que estoy acá que me pasa. Siempre salgo con algo más chico o más grande, pero nunca con nada. –Volvió hacia la mesa– A la vuelta pasé por la pescadería y lo único que tenían era merluza. Si querés cenar en el hotel, avisame. Te ofrezco porque no hay mucho abierto en esta época del año, menos de noche y entresemana.

Terminó de completar el papel con todos sus datos, apoyó la birome sin ponerle el capuchón, era respetuoso de la baba ajena y se puso de pie.

—Voy a ir yendo para la habitación, gracias por la charla, tenías razón, la tortilla estaba medio sosa, tendré que probar la que hacés vos. –Enfiló para la puerta, se le notaba el cansancio en el cuerpo. Caminó haciendo ruido con las llaves de la habitación 5 moviéndolas en una mano y la bolsa del super en la otra. Salió al patio español seco, de naturaleza más o menos muerta, caminó unos pasos en la noche y volvió al comedor, se asomó y le preguntó–: ¿A qué hora calculás que tendrás la merluza lista?

La 5 era una habitación fría y húmeda, la ropa de cama estaba preparada para verano. El baño olía a limpieza reciente y poca, nada de limón o lavanda, solo lavandina, Agua Jane oriental. Acomodó la compra del súper sobre el escritorio y buscó en el bolso su culo de perro. Estaba ahí, al tacto parecía estar todo ahí dentro. La caja fuerte estaba dentro del placar, puso dentro la media y utilizó para codificar los mismos 4 números de siempre, dos correspondían al año de nacimiento de su madre y dos al de su padre. Era una manera de tenerlos presentes. Sacó del bolso la ropa y la distribuyó entre los estantes y las perchas. En el cuarto no había heladera ni cafetera, era modesto, de piso de baldosa calcárea verde y blanca en damero. Para el verano, el calor y la arena, sería un gusto poder caminar descalzo por ahí, sobre ese piso fresco, pero para ese día de invierno, no era agradable andar en patas. Buscó la calefacción, por la época de su construcción debería ser radiador, recorrió las paredes con la mirada y lo encontró escondido detrás de la cortina, debajo de la ventana. Se acercó, poniendo las manos encima como si fuera a calentarlas y corroboró que estaba apagado, tal como el frío que había encontrado al abrir la puerta le había insinuado. Sobre los estantes superiores del placar encontró un acolchado verde oscuro, lo estiró sobre la cama y quedó en el aire un perfume a casa de abuela, a naftalina. La tela del cubrecama estaba húmeda y las frazadas también. Entró en el baño y abrió la ducha al máximo. El vapor empezó a empañar primero los azulejos verdes, dejando de a poco en medio de la neblina como dos naves que naufragan, a inodoro y bidé, artefactos de esos muy grandes, viejos y blancos. El vapor se escapaba hacia el cuarto en un intento por calefaccionarlo. El baño era amplio con una ventana pequeña que daba al pasillo. Había unos champú y otros acondicionadores en sobres sobre el lavatorio, que parecía una pila bautismal, enorme, junto a unos jaboncitos y un tarro de crema humectante, evocando el sol del verano. Colgó el toallón y se metió en la ducha, corriendo la cortina de baño de tela blanca, con un poco de hongos abajo. Ese baño daría frío aun en enero con 38 grados, debajo de la lluvia todo el calor, fuera de ella, nada.

Faltaban 5 minutos para las 21, cuando aún con el pelo mojado, cruzó el patio y forcejeando con la puerta de madera hinchada, pudo entrar al comedor llamando la atención, haciendo ruido de vidrios al cerrar, para ir directo a poner sus manos frente al calor de la salamandra, estaba cagado de frío.

José se asomó desde la cocina y sin mediar otra palabra le preguntó:

—¿Cinzano o Gancia? –Mientras apoyaba en la fuente sobre el mostrador unos platitos con aceitunas y papas fritas. “No, gracias” parecía no estar entre las opciones de respuesta. Hacía rato que no tomaba Gancia. Fueron a la misma mesa de la tarde, se volvieron a saludar. Todo estaba un poco más limpio.

—Soy alérgico al queso –dijo José, mientras acomodaba en la mesa las aceitunas y las papas fritas.

—Yo estoy haciendo dieta vegetariana, pero como pescado –contestó como si de sinceramiento gastronómico viniera la noche. Un breve brindis con mirada a los ojos, José utilizaría como excusa para contar una nueva historia sobre los reyes que antes de beber se miraban fijo para así detectar cualquier atisbo de nerviosismo en el otro, que lo hiciera suponer que podría haber veneno en esa copa. Para un vermoucito sonaba a mucho, si bien el negro Cinzano podía llevar cualquier cosa dentro, él había elegido el Gancia y se lo veía claro como siempre.

Las aceitunas y las papas siempre se terminan antes que el aperitivo, allá se levantó José a completar en la cocina los platitos y detrás fue el único huésped ese día y en toda esa semana. El dueño se sorprendió al verlo entrar en la cocina, había aprovechado para prender el fuego y puesto a calentar la cacerola con el puré de papas.

—¿Me pasarías la leche de la heladera? –Cuando lo vio con el saché en la mano, agregó–: Y la manteca, ¡por favor! Con ambas cosas en la mesada, el cliente transformado en ayudante de cocina, pidió más instrucciones.

—Ya tengo todo listo, solo falta freír el pescado y ya estamos. Si querés llevá el pan y el vino a la mesa, si no te jode; apoyá la leche y la manteca por ahí.

—Dale, yo llevo, no hay problema. ¿No te hacía mal la leche? Mirá que por mí, podés ponerle un chorrito de aceite y listo, si yo no como lácteos mejor.

—¡Bueeena, amigo! –dijo José casi gritando–. ¡Voy a poder comer el puré yo también!

Haber pasado la línea de cliente de un restaurante de hotel a invitado de José era algo que sumaba mucho en su viaje. Las charlas de la tarde ya habían hecho que ese encargado tuviera nombre propio y se sumara en su experiencia. No era solo llegar a un hotelito con pinta de fuerte frente al mar. No era solo relacionarse con la naturaleza, los sonidos, los olores, era también ponerle nombre propio al lugar, el nombre de una persona, quizás el de un nuevo amigo.

Un rato después, estaban cenando filete de merluza con puré y terminando la botella de tannat.

—Esperame que ahí vengo. –Agarró la llave número 5 y se lo escuchó correr haciendo crujir las hojas secas del patio. José volvió a la cocina para servir un segundo plato caliente. El frío entró por la puerta cuando el cliente volvió con la botella de malbec en su mano.

—¿Temiste otro tannat? –Mientras fue a buscar el sacacorchos en la cocina. El invitado se tomó los fondos de cada copa, para que el tannat no se mezclara con el malbec. Eso no se hacía, nadie lo vio. Se cargaron de nuevo las copas. El silencio se apoderó del momento. Solo se los escuchaba masticar. Sin incomodarse por la falta de palabras, José rompió el silencio para contar que le gustaba el silencio, que no tenía que estar todo el día hablando. Y con ese preludio, no paró de hablar hasta que la botella se terminó. Ya con muchas risotadas de por medio, José contaba cómo había llegado a ese trabajo. No tardó en sacar un cigarro armado, y preguntando antes si al otro le molestaba, lo encendió. Eso dio pie para contar que de chico había tenido experiencias con drogas. La falta de experiencia del huésped en ese campo lo dejaba sin poder agregar bocado. Solo escuchaba atento y trataba de imaginarse las escenas que José describía una tras otra, sus historias fantásticas. Contaba que drogado había chocado el auto de su abuelo y un amigo había quedado mal herido. Tras esa imagen triste, pintaba otra con su hermano y pastis en una fiesta electrónica como el momento más feliz de su vida. Felices ambos. Se reía mientras decía: “Qué mala suerte mis viejos, todos sus hijos drogadictos” (reía y remarcaba la s). Quedaba claro en ese momento y en esa cabeza del turista, que no lo era quien fumara faso, de eso se trataba y por eso José reía. Fumaba de vez en cuando, y reía. Escuchándolo hablar atentamente, su cabeza relacionó faso con abulia. Lo notaba a José ansioso por conseguir un título universitario que había quedado en Buenos Aires, en el recuerdo, junto con otras épocas de esplendor añoradas, como si a los veintipocos su momento ya hubiera pasado. Fumando unas secas se olvidaba ya de eso y se sentía tan bien como si lo hubiera conseguido todo en esa bocanada de humo. Estaba llegando a relacionar budismo con faso cuando José lo sacó de esa nube, con un “¿querés?”. Tenía poca experiencia, había participado de algunas rondas, alguna seca y paso, no más que eso. José, viendo la duda, entendió que no era del palo, que frente a él tenía a un auténtico careta, que su vida, sobre la que nada sabía, seguramente había pasado por una serie de certezas tras certezas, procesos sin posibilidad de error y antes que siguiera creando de quien tenía enfrente un extraño mucho más extraño, vio que de su mano el cigarro volaba hacia la boca del otro, le pegaba una pitada inexperta, tosida y se lo devolvía. Agradecido en su mirada por la complicidad y acentuando lo fantástico de sus historias abrió la puerta hacia temas más controvertidos, como la experiencia de su amiga que vivía en Europa laburando de puta. Uno tras otro, los temas reventaban la cabeza alcoholizada y anquilosada del viajero. Él escuchaba el relato de cómo había logrado su amiga juntar dinero, mucha plata, que le servía para mantenerse ella y a su hijo en Buenos Aires. Por algún comentario desafortunado, surgió una pequeña discusión sobre si se enjuiciaba o no, que si ella lo decidía en forma adulta y sin intermediarios, que era su trabajo, el trabajo más viejo del mundo y que con ella, cuando iba a Buenos Aires, él se cruzaba a compartir un faso. José contaba que alguna vez había querido escribir un libro, había tirado algunas pocas palabras en un cuadernito, pero no paso de eso. Tenía miles de temas, reales o inventados. Imposible identificar cuál era cuál en esa charla entre dos que se habían conocido unas horas antes, el alcohol y el faso habían hecho todo lo demás. Reían juntos con los cuentos sobre las salidas de amigos que José contaba tan generosamente y con lujo de detalles exigidos por su receptor, que, en su avidez por conocer, era terreno fértil para el bolazo. ¡Qué más daba que todo lo que se le contaba fuera mentira o verdad! Si frente a él tuviera un libro, si la historia surgiera de una lectura ¿la creería? Estaba teniendo una experiencia literaria en vivo, fantástica. Quedaron en ir a la mañana siguiente a entrenar en la playa. José lo hacía diariamente y le interesaba intercambiar algunos ejercicios de calistenia por los de yoga que su interlocutor fanfarroneaba con dominar, le mostraba unas fotos que tenía en el celular, haciendo unas piruetas en la muralla china, parecía que había que tener mucha fuerza para hacer eso. El vino se acababa, las doce recién daban en el reloj del comedor. El humo espeso subía a mezclarse con el calor de la salamandra, cuando el frío abajo empezaba a hacerse sentir. Fue esta vez el porteño quien se acercó al canasto, tomó dos troncos y los metió, cruzados, soplando, activando la llama, imaginando que su aliento era peligroso para eso, alejando rápido la cabeza del fuego. Mientras tanto una nueva botella de tannat se abría. ¡No hace falta que nos la tomemos toda, amigo! José repitió el “amigo” mostrando que ya estaba tomado y que había fumado demás. Se acercó hasta la mesa y tapando la copa con su mano, le dijo que no podía más, que ya se conocía vomitando. Se sentía con sueño, a lo que José con aire de conocedor se lo atribuyó a los efectos del cigarrillo para los que no están acostumbrados.

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