Víctor Gerardo Rivas López - ApareSER

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Este libro tiene un doble objetivo: analizar el proceso de configuración de la realidad a partir de su percepción y estudiar ese proceso en la época en la que se redefine el sentido histórico de lo figurativo; a saber, la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX. Por razones que se aclaran a lo largo del libro, el análisis toma como hilo conductor la gran transformación de la plástica en el período que acabamos de señalar (sobre todo en la pintura), aunque también recurre a la literatura, lo que permite abarcar la compleja relación del arte con la cultura y, más aún, con la comprensión del ser del hombre que la filosofía y el pensamiento contemporáneos han desarrollado en paralelo con el trabajo artístico. Los cinco capítulos del libro siguen un claro orden expositivo y argumentativo, aunque es dable leerlos por separado si uno solo quiere un acercamiento a la temática que en cada uno se elucida y que se enuncia desde el título respectivo.

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Estas observaciones nos llevan a ahondar en la dialéctica de la configuración y la existencia de la que surge lo estético: ¿hay o no hay una diferencia substancial entre las distintas clases de figura que acabamos de analizar? La respuesta a esta pregunta es un contundente sí pero no, pues con excepción de la geométrica las otras tres comparten el espacio existencial, que se reorienta de maneras a la par incidentales e inequívocas, lo que parecería absurdo si no fuese porque en el desarrollo de la vivencia aparecen así y no de manera casual: el perpetuo asedio de lo real (que líneas atrás hemos llamado “el ser salvaje”) explica esta condición ciertamente paradójica mas estructural de lo sensible. Por ejemplo, la visión de un cetáceo que quién sabe cómo encarna una protervia que en principio solo el hombre conoce, en vez de simplemente seguir sus instintos como lo haría cualquier otro animal, provoca sin ir más lejos un estado de ánimo que dista mucho de aquel desinterés que según Kant suscitan las formas naturales que nos llevan a que imaginemos solo por el placer de hacerlo y sin que le prestemos a ese juego ningún valor excepto el de disponernos a unificar la experiencia con la imagen de una naturaleza a la medida de nuestra subjetividad, cosa que es indispensable no para validar el conocimiento aunque sí para darle un sentido existencial: “las leyes empíricas particulares tienen que considerarse […] de acuerdo a una unidad […] a fin de hacer posible un sistema de la experiencia según leyes naturales particulares”. 43La vida, pues, no se reduce a un conjunto de ecosistemas que se eslabonen por la cadena alimenticia, su mismo ímpetu sugiere la existencia de un sentido total que aunque sea científicamente indemostrable nos da un motivo para identificarnos con ella: “este concepto trascendental de una conformidad a fin de la naturaleza […] representa el único modo en que debemos proceder en la reflexión sobre los objetos de la naturaleza con vistas a una experiencia cabalmente interconectada”. 44Esto no obstante, hay que decir que la figura de un ser vivo en su singularidad (que aquí opondremos a la forma orgánica genérica) insinúa en este y en otros muchos casos una intencionalidad auténticamente contra natura o aberrante que lejos de asimilarnos a la “gran cadena del ser” nos hace buscar por todos los medios a la mano cómo romperla así nos vaya en ello el ser. 45Mas esto no es posible por la simple y sencilla razón de que la fuerza que se intuye en un animal que por su descomunal tamaño o por cualquiera otra de sus características nada tiene que ver con nosotros fuera de ser por casualidad un mamífero también nos aherroja a través de la obsesión o de la necesidad que se impone de vivir en la soledad aun cuando uno tenga una familia y un mundo social muy animado alrededor. Lo cual no es más que el reflejo de las condiciones en las que al margen de lo estrictamente natural vive el animal que nos desquicia o nos atemoriza y que parece mostrarnos que si él no tiene escape, mucho menos nosotros que al instinto agregamos la consciencia de nuestra finitud. Claro, si volteamos la tortilla tenemos la esquematización de los ciclos naturales con los humanos dentro de una visión orgánica de la existencial o, incluso, el simple juego de las figuras con cuya descripción hemos comenzado, en las que lo humano lleva la voz cantante igual que en el plano de lo desiderativo que en el caso extremo nos lleva al delirio. Por lo que, en conclusión, lo estético, lo retórico y lo empírico se entrecruzan y al unísono se diferencian sobre todo, aquí sí, por la estructura espaciotemporal de cada proceso configurador: en el primer caso, hablamos de una compresión o distensión de esa estructura que de un modo u otro siempre pone en juego el sentido de un ser en el mundo o de una acción para definir su valor respecto al de los demás (como sería la venganza que arrastra a toda la tripulación aun cuando ella no tenga nada que ver con la ballena); en el segundo, la estructura se mantiene mas se orienta de acuerdo con los intereses o las necesidades de alguien o incluso de un sistema social en particular (pensemos en la exaltada oratoria de Acab que imbuye en sus hombres la sed de una venganza solo suya); en el tercero ocurre lo mismo, si bien aquí el proceso no pasa por el lenguaje, como en la retórica, ni por la alteridad de lo vital, como en lo estético, sino por la libido que busca satisfacerse aun cuando no haya una figura a través de la cual realizarse de modo consciente en el mundo (y entonces Acab y su tripulación buscan reafirmar su hombría en la ballena).

Ahora bien, el que esta cuádruple singularidad sea circunstancial (o sea, que haya que determinarla en cada caso y no valga para ello regla general alguna), quizá daría pie para pensar que prácticamente es ilimitado el juego de lo figurativo y lo imaginativo de manera que cualquier figura podría echar a andar un proceso de recomposición afectiva y/o existencial si se le sitúa en el plano idóneo para ello, como ocurre en particular con las geométricas en el caso del arte abstracto o de las empíricas (publicitarias) en el del pop. Mas, como ya hemos señalado, el valor vivencial de la configuración obliga a que el núcleo alrededor del cual gira sea capaz de sostenerse por sí mismo con independencia de cualesquiera características físicas o psicológicas. De hecho, los grabados de Escher han mostrado que una figura tan inexpresiva como la de un pez que nada de perfil andará literalmente por las nubes solo si se integra en un ciclo total que también comprende a un ser por completo distinto a él como el ave. En cuanto a los sauces de Blackwood, su presencia sería igualmente anodina si no fuese porque se reitera ad infinitum en medio de un paraje cuya grandeza corre al parejo con la desolación que produce en los viajeros, al punto de que se hace concebible la aparición de poderes contrarios a lo humano como el que anida en Moby Dick . ¿Sucedería lo mismo si esa grandeza se captara, digamos, en medio de un grupo de turistas de esos que pagan las vacaciones en abonos? Lo dudo, pues en ese caso entre la naturaleza y lo humano se interpondría lo masivo que obligaría al autor, por más ingenioso que fuese, a trabajar la historia no en términos de terror metafísico sino de romances de verano entre un viudo y una mujer que no ha conocido el amor o algo por el estilo. De nuevo, la condición fenoménica no es reducible a las elaboraciones mentales en las que la falta de un trabajo sobre el material hace pensar que es factible imaginarse todo o darle el sentido que le huelgue a uno. Mas ni ahí es cierto eso, pues si hay algo innegable en la experiencia imaginativa común (que jamás llegará a ser obra de arte) es lo deshilvanado de la respectiva configuración, que casi de manera indefectible se queda en la ocurrencia en la acepción más elemental del término. La figura, el sentido y el mundo en el que se reconocen tienen entonces que tomarse en la unidad vivencial de la imagen y sin que sea dable disociarlos o establecer alguna relación causal entre ellos . Desde este ángulo, no sirve ni siquiera la declaración explícita del artista acerca de la gestación de la imagen en su cabeza, pues habrá casos en que haya comenzado por alguno de los tres elementos o por los tres a la vez sin que ello obste para que en cualquier fase del proceso se cambien las reglas del juego o para que otro (sea creador o no) aquilate si es suficiente el material que se le proporciona para ello o si, de plano, el autor se ha quedado a medio camino y el sentido se difumina antes de que la figura se perfile o de que el mundo se cohesione como debería hacerlo para dar una fuerte impresión. Por volver de nuevo al venero que tanto nos ha dado de qué hablar, en el género de terror o de misterio en apariencia basta con trasponer la naturalísima inseguridad que nos acomete cuando nos hallamos en un ambiente que o no conocemos o que no podemos determinar en un momento dado aunque lo conozcamos como la palma de nuestra mano; por ejemplo, en la propia casa donde moramos, en cada uno de cuyos rincones sabemos qué hay, puede intuirse algún tipo de presencia ciertamente inquietante si por las razones que sean se conjuntan dos o tres circunstancias tan comunes como que no haya la suficiente luz y crea uno escuchar que alguien anda en la habitación de junto. Y aunque de acuerdo al temperamento la impresión se disipará al instante o quizá se acrecentará, al menos se suscitará pues tiene que ver directamente con la constitución atávica de la imaginación que percibe formas de dinamismo ajenas a lo objetivo (¡preguntémoselo a Acab!). Mas esa facilidad con la que se supone que se suscita el terror es más ilusoria que real, justamente porque se realiza en un plano psicológico que es del todo ajeno al sentido estético de la configuración, como nos lo harán ver dos ejemplos, uno de ellos a mi juicio extraordinario y el otro un tanto cuestionable aunque ambos sean muy famosos.

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