Víctor Gerardo Rivas López - ApareSER

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Este libro tiene un doble objetivo: analizar el proceso de configuración de la realidad a partir de su percepción y estudiar ese proceso en la época en la que se redefine el sentido histórico de lo figurativo; a saber, la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX. Por razones que se aclaran a lo largo del libro, el análisis toma como hilo conductor la gran transformación de la plástica en el período que acabamos de señalar (sobre todo en la pintura), aunque también recurre a la literatura, lo que permite abarcar la compleja relación del arte con la cultura y, más aún, con la comprensión del ser del hombre que la filosofía y el pensamiento contemporáneos han desarrollado en paralelo con el trabajo artístico. Los cinco capítulos del libro siguen un claro orden expositivo y argumentativo, aunque es dable leerlos por separado si uno solo quiere un acercamiento a la temática que en cada uno se elucida y que se enuncia desde el título respectivo.

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Esta totalidad vivencial que se constituye entre figura, sentido y mundo es lo que se llama imagen . Según esto, una imagen debe tener siempre un núcleo figurativo, una orientación y un espacio de vinculación entre los diversos elementos que articula, lo que no significa en modo alguno que el núcleo deba dársenos de modo objetivo, al contrario : ya en el odio implacable de Acab uno tiene la primera forma de presencia o figura de la ballena que lo ha provocado, de suerte que puede uno aguantar la longuísima espera antes de que el sentido se materialice y dé inicio la venganza. Por extraño que parezca, el sentido estético o crítico de la imagen antecede como condición de posibilidad perceptiva al ser singular al que se refiere, por lo que también puede prescindir de esa condición mimética que es la contraparte de cualquier imagen en el sentido empírico del término, que es por lo que al definir la figura unas líneas atrás he hablado del aspecto que identifica a un ser, que (con independencia de cómo lo articule cada cual desde un punto de vista psicológico) antecede cualquier concreción física o mental de él: huelga decir que un ser capaz de hacerse odiar por alguien tan duro como Acab no puede ser menos que terrible al par de ominoso, de manera que aunque en su primera aparición ante un grupo de marineros luzca como un cetáceo inofensivo en medio de las olas (Melville describe la escena con un tono lírico admirable), uno ya sabe que solo se prepara a dar el primer golpe literalmente por debajo del agua, que es por lo que hablamos del sentido como una orientación axial para la figura o como una anticipación de esta respecto a cualquier acontecimiento que tenga lugar en el mundo del que se trate. Lo cual marca el límite para la imagen entre el sentido estético que debe salir a la luz en el mundo sociocultural y el psicológico que se queda en el insondable flujo mental, que la mayoría de las veces se confunden solamente porque damos por sentado que la imagen gira alrededor de una figura objetiva o regular y no nos percatamos de que podemos pasar por alto esa objetividad si contamos con un dinamismo que sostenga la configuración, que por ende se encarnará en algún otro polo del mundo respectivo, sea una obsesión o sea un juramento que pesa sobre uno aun cuando se haya hecho sin tener mucha consciencia de lo que implicaba. La figura, pues, se define no solo como la entidad corpórea correspondiente, sino también como las emociones y las acciones que provoca, las cuales muestran su alcance allende la presencia objetiva, que es por lo que la figura da pie a una imagen dinámica que puede expresarse incluso fuera del medio en el que originalmente se le ha concebido (v.gr., en el cine para el que se ha adaptado la novela de Melville). De manera que tenemos que tomar la imagen como un proceso dialéctico y no como un objeto o como la representación de uno de cuyas características nos fuese indispensable hablar con la máxima precisión, lo cual se acepta sin problemas y hasta con placer pues por encima de la precisión se encuentra la expresividad o fuerza con la que la imagen informa nuestra sensibilidad como no lo harán quizá nunca ya no digamos esas fugaces ocurrencias que para tanta gente hacen las veces del estro poético sino hasta los más íntimos recuerdos de uno, que en cuanto se agota su sustento emocional se difuminan como si nunca hubiesen existido. En otras palabras, la figura como núcleo de la imagen va de una forma de expresarse a otra y alcanza una intensidad tal que substituye o más bien provee de un fondo afectivo que para muchos sería inalcanzable sin ella pues no lo encontrarán jamás en su propia vivencia (y por eso la literatura pone en jaque a la vida).

Tras este primer acercamiento conjunto, volvamos, pues, a la figura para atar los varios cabos que han quedado sueltos en su definición como aspecto que identifica a un ser a lo largo de su existencia o en una situación en particular (lo que se abre a una multiplicidad dialéctica). Antes que nada, consideremos que “figura” es un término que tiene al menos cuatro significados: el estético, el geométrico, el retórico y, por último, el empírico. De hecho, ya hemos indicado cuál es la diferencia fundamental entre los dos primeros: el estético muestra siempre una intencionalidad existencial que implica el mundo en el que se traza la figura con un cierto sentido, en tanto el geométrico es la mera regla de constitución de ella al margen de cualquier contexto y se aplica a un espacio abstracto o sin orientación subjetiva: un triángulo equilátero, por ejemplo, puede descansar sobre cualquiera de sus lados sin dejar de ser lo que es, y lo mismo ocurrirá con uno isósceles o uno escaleno, que a lo más se verán de cabeza o un tanto chuecos sin que por ello dejemos de reconocerlos, a menos que la desviación sea tal que, por ejemplo, el isósceles termine por parecer escaleno: “un fenómeno completo, entonces, tiene tanto un perfil manifiesto como un sentido latente”. 41En una palabra, la figura geométrica no tiene en cuanto tal el menor valor expresivo aunque puede adquirirlo si deja de ser la ilustración de una regla o proceso demostrativo, que es lo que ocurre en el arte abstracto. Esto en cuanto a la primera diferencia. Respecto al retórico, si lo consideramos desde una perspectiva puramente discursiva como se ha hecho a lo largo de la tradición y hasta el siglo pasado, se define, a su vez, por cuatro rasgos: 1) implica una cierta desviación del uso común de una lengua; 2) busca exornar la expresión; 3) es intencional, y 4) persigue un efecto determinado en el escucha. 42A reserva de las cuestiones propias del campo de estudio correspondiente (como las diferencias que hay entre figura, tropo y metaplasmo, que a nosotros no nos interesan aquí), quiero hacer hincapié en la condición vivencial de la figura que se constituye en el lenguaje: uno busca generar un efecto retórico en los demás porque hay algo en juego entre nosotros, de modo que por encima de la intención personal hay una intencionalidad fenomenológica que nos guía por encima del sentido que seamos capaces de expresar: por volver a nuestro caballito de batalla, la complejísima retórica de la que echa mano Melville en Moby Dick y en la que resuenan la Biblia, la tragedia antigua y Shakespeare fundamentalmente, solo se entiende a la luz de un encuadre estético y existencial que desborda con creces la temporalidad natural de un libro de aventuras (condición que, por desgracia, corroboró el autor muy tarde ante el desdén de sus contemporáneos por un libro que históricamente lo excedía). La intencionalidad explícita en la configuración estética, a saber, la de hacer encarnar un sentido para que se le identifique en el entramado emocional del mundo humano, se hermana en el campo de la retórica con la intención de quien da a su expresión un tinte sui generis para convencer a los demás de tal o cual cosa, de modo que la figura vuelve a quedar (al menos en apariencia) por encima del fin social o natural del lenguaje que es hasta donde se me alcanza llamar a las cosas por su nombre y facilitar las relaciones interpersonales. Y si del campo del lenguaje pasamos a lo plástico y visual, el sentido retórico de la figura hace patente de nuevo su afinidad con lo estético, pues aquí no solo da paso a la persuasión de alguien sino a su integración en un mundo de posibilidades que se proyecta de modo exponencial en cada ámbito de la experiencia cultural, sea el del trabajo, la familia, el entretenimiento, etc., que a lo largo del último siglo se han estructurado ante todo a través de los medios de comunicación visuales. De suerte que lo más lógico sería fundir lo retórico con lo estético si no fuese porque la persuasión del espectador o escucha solo se consigue mediante ciertas figuras que a la hora de la verdad corresponden a los criterios del consumo, de un ideario político o de un credo religioso cuando no de la mera conveniencia de alguien que se beneficiará gracias a la fuerza persuasiva de la configuración. Esta condición explica por qué, a despecho de la extraordinaria inventiva de, digamos, la publicidad, no hay modo de confundir un texto que promocione una vacaciones en un ballenero durante las cuales uno compartirá los riesgos del oficio y que para ello apele a las emociones que viven Acab y sus hombres (exceso publicitario mas de seguro ya más que probado por la mercadotecnia) con el encuadre fenomenológico de estas últimas con el que sale a la luz la trágica desproporción de lo animal y lo humano. En una palabra, lo retórico se halla a leguas de lo estético aunque parezcan hermanarse a través de lo figurativo. Lo que sin más rodeo nos lleva a la perspectiva final acerca de la figura, la empírica (que identifico aquí con la humana), en la que, de nuevo, cualquier regulación intelectual se queda corta ante la avasalladora fuerza desiderativa que despierta la presencia de alguien que más que “hacer girar al sol y a las otras estrellas” nos hace descubrir (así tengamos un pie en la huesa) que la plenitud del placer justifica haber venido al mundo aunque nosotros ya no podamos alcanzarla. Con todo, esta condición empírica de la figura, si bien la asimila a la estética, se opone a esta última porque plantea un dinamismo libidinal que no requiere mayor esfuerzo imaginativo que el indispensable para responder al ímpetu corporal (el deseo no solo mueve, excita e incita a realizarlo con mayor o menor urgencia); de suerte que se centra solo en los núcleos orgánicos libidinales y presta poca o de plano ninguna atención al resto del ser, por lo que mantiene nuestra subjetividad en el plano de la pasión y de su eventual satisfacción mas no proyecta realmente la unidad existencial de una forma de ser y la multiplicidad sensible que el mundo ofrece para ella. De ahí que la “intencionalidad” de lo figurativo en un plano empírico sea más bien la satisfacción de un impulso vital que en el mejor de los casos no requiere ninguna reformulación del pensamiento pues gozamos a la medida de nuestros deseos y en el peor solo produce frustración sin haber abierto una vía de comunicación con la dialéctica vivencial de la existencia, como por principio la abre la figura estética o, mejor dicho, el sentido estético de la figura. Por ejemplo, en el pasaje en el que Acab mira a su mujer y a su hijo en los ojos de Starbuck hay una reformulación tan extraordinaria de las condiciones naturales de la presencia humana (sobre todo considerando el temple de los dos personajes y la inminencia del ataque de Moby Dick) que resultaría verdaderamente grotesca cualquier consideración psicológica o de cualquier otra índole que se asentare en lo “natural” o “lógico” para hombres de esta clase. El carácter empírico de la figura, pues, solo comparte con lo estético la proyección a un mundo de sentido, mas lo reduce a una satisfacción o inmediata o afectiva para cada cual que en lugar de implicar una nueva forma de integrar el ser del hombre y el mundo confirman la condición orgánica del deseo y el orden social en el que buscamos expresarlo sin mayor pretensión.

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