Víctor Gerardo Rivas López - ApareSER

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Este libro tiene un doble objetivo: analizar el proceso de configuración de la realidad a partir de su percepción y estudiar ese proceso en la época en la que se redefine el sentido histórico de lo figurativo; a saber, la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX. Por razones que se aclaran a lo largo del libro, el análisis toma como hilo conductor la gran transformación de la plástica en el período que acabamos de señalar (sobre todo en la pintura), aunque también recurre a la literatura, lo que permite abarcar la compleja relación del arte con la cultura y, más aún, con la comprensión del ser del hombre que la filosofía y el pensamiento contemporáneos han desarrollado en paralelo con el trabajo artístico. Los cinco capítulos del libro siguen un claro orden expositivo y argumentativo, aunque es dable leerlos por separado si uno solo quiere un acercamiento a la temática que en cada uno se elucida y que se enuncia desde el título respectivo.

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El primero nos lo ofrece Sheridan Le Fanu en su espléndida historia Té verde. 46El narrador, un “filósofo médico” de origen germánico, cuenta en un informe que su secretario decide publicar tras su muerte que durante una estancia en Inglaterra conoce a un clérigo anglicano de edad madura y amante de las letras que sabe que él sostiene la tesis de la continuidad espiritual del universo allende la muerte o las diferentes formas de ser. El clérigo le pide una entrevista y le dice que desde hace tres años lo atosiga un simio de pequeño tamaño y de color negro que literalmente ha salido de la nada una noche en un ómnibus de camino a su casa y que al menos durante un buen tiempo no ha hecho más que observarlo de hito en hito sin dejarlo ni un segundo, esté donde esté, haciéndole sentir que encarna “una insondable malignidad”, la misma que se percibe aun en medio de la obscuridad. El horror de esta permanente presencia es que “hay en su manera de moverse un indefinible poder para disipar el pensamiento y para arrastrar la atención de uno hacia esa monotonía, hasta que las ideas se disuelven, por así decirlo”. Y es que con el paso del tiempo la táctica del engendro ha cambiado: en vez de meramente observar al clérigo, le habla “a través de su cabeza” y lo conmina a cometer crímenes abominables o a suicidarse mientras lo cubre de maldiciones. El filósofo promete analizar el caso y hallar un remedio mas antes de que lo haga le llega una nota de que el clérigo se ha cortado la yugular. Cuando llega a la casa y habla con el ayuda de cámara de la víctima, este le dice que la última vez que ha visto a su amo él estaba “hablando mucho consigo mismo, pero [que] eso no era nada raro”. En un epílogo, el narrador explica la tragedia por la inveterada costumbre de tomar té verde que tenía el clérigo, costumbre que según él en ocasiones puede hacer que se abra “un ojo interior” que permite captar fuerzas que de otro modo pasarían desapercibidas y cuya naturaleza es tal que desquicia por completo a quien entra en contacto con ellas pues exceden con mucho la capacidad humana de organizarlas o más bien de resistirlas.

Después de la glosa que hemos hecho de Moby Dick , quizá resulte extraño juzgar esta historia como un proceso de configuración prácticamente perfecto, pues si tiene sentido que una protervia capaz de desquiciar a un hombre encarne en un ser descomunal y en un medio proceloso como el de altamar (ajeno al orden sociocultural que impera en tierra), es absurdo que encarne en un ser insignificante al que con una patada se le ahuyenta mientras uno sigue en sus ocupaciones personales y en la práctica de la religión. La figura del simio como verdugo de alguien en principio sabio, según esto, debería considerarse un fracaso, pues no da pie para imaginarse lo que se nos cuenta; sin embargo, aquí es donde se aquilata la unidad vivencial de la imagen en la que hemos hecho tanto énfasis en los últimos párrafos: el núcleo estético de cualquier proceso de configuración no es una figura física sino la presencia o carácter problemático del ser singular que lo sitúa en la irreducible diversidad del existir en el que en cualquier momento puede tomarnos por asalto lo inimaginable . Un simio pequeño, ciertamente, no causará espanto alguno a menos que de súbito manifieste una fuerza que justamente es monstruosa porque excede por completo su pequeñez y porque en realidad no es más que la del pensamiento del propio protagonista (como él lo dice), que por alguna razón en verdad inescrutable se corporeiza en el animal. Desde este ángulo, al menos, la desproporción física entre el tamaño y el sentido de la figura resulta ser un motivo muy poderoso a favor del horror que el simio provoca, en el cual se deja sentir, por cierto, el hecho de que ese animal en particular es el que más se asemeja al hombre, como su nombre lo indica: “simio” viene de “símil”, de algo que se parece mas no es idéntico, lo que, de hecho, contribuye a hacer más insoportable la semejanza. Mas no para aquí la cosa, ya que a lo largo de la narración hay una serie de factores que sugieren que todo se trata de un problema mental si es que no fisiológico (tal es la opinión del filósofo) y que puede corregirse con un tratamiento ad hoc : por ejemplo, el sirviente habla del incesante monólogo de su amo, una de las amigas de este menciona la costumbre que tenía de mirar el piso a cada rato como si siguiera el movimiento de algo y, sobre todo, cuando el filósofo acude a su casa por vez primera y se engolfa leyendo un libro que no es otro que el original latino de los Arcanos celestiales de Emanuel Swedenborg (aquel polígrafo dieciochesco que tanto desesperó a Kant porque pretendía haber descubierto la manera de comunicarse con los espíritus siderales), alza de pronto la vista y ve en un espejo que tiene al clérigo a sus espaldas “con un semblante tan sombrío y salvaje que a duras penas lo hubiese reconocido”. Entre este semblante y el de un simio auténticamente diabólico no hay mucha diferencia, de suerte que el lector no puede menos que compartir la opinión del narrador acerca de la naturaleza del mal que aquejaba a la víctima, que sería el fruto de una involuntaria toxicomanía, de una vocación espiritual mal llevada y, además, de una casa rodeada de árboles, la sombra de cuyas ramas al mecerse da la impresión de un ser que se mueve dentro de la habitación. O sea que la figura, que en principio parecía insignificante, se desdobla en los factibles trastornos fisiológicos y emocionales, en la influencia de un entorno doméstico y, por último, en la del círculo de amistades en el que no hay modo de encontrar comprensión para uno. Por lo que la fuerza de la alucinación o de la aparición (según se vea) la da la capacidad de la figura para desplegar un sentido cuya ambigüedad nunca se resuelve en un mundo social que, por el contrario, establece límites insalvables para lo que uno puede compartir con quienes dan por sentado que un clérigo amante del saber está por definición por encima de cualquier trastorno mental o tiene el temple indispensable para lidiar con él sin llegar al terrible extremo del protagonista. O sea que lo que desde un punto de vista puramente objetivo resulta un sí es no es previsible o convencional, en el género de terror (la típica aparición que ronda a alguien) se convierte en el hilo conductor de una historia en la que, a pesar de su absoluta disimilitud teórica, terminan por confundirse estados de ánimo francamente patológicos con la intuición a un cierto orden cósmico del que el hombre participa, que en este caso, sin embargo (aquí sí contra Kant), no sería el de la “conformidad a fin sin fin” sino el de una protervia que nos arrastra sin que haya ninguna forma de resistirla. Gracias, pues, a cómo la desproporción entre el sentido empírico y el estético se convierte en la de un género como el terror y la comprensión de que lo trágico no solo se revela en la grandiosidad del destino sino se insinúa al menos en fenómenos que prima facie se reducen a lo patológico o más bien a lo patético, la historia se proyecta por encima de su contenido y alcanza un sentido en verdad filosófico al par que literario. Pues lo que en todo esto resalta es cómo la figura antropomórfica da incluso para que en el peor de los casos aparezca como encarnación de lo irracional y haya que replantear el sentido de la realidad, máxime cuando por las condiciones de la época no es ya posible apelar a la existencia de un mundo trascendente en el que lo diabólico se justificaría pues finalmente tendría que someterse a lo divino (y de ahí el sentido casi irónico de la mención del opus magnum de Suedemborgo).

El siguiente ejemplo que quiero elucidar nos lo provee Lovecraft con su célebre narración “El horror de Dunwich”: 47en el pueblo homónimo (perdido en una de por sí recóndita región de Massachusetts) y en una de esas familias que siempre se mantienen aisladas dentro de la comunidad por más pequeña que esta sea y cuyos miembros siempre tienen algo de anormal, un año antes del estallido de la Primera Guerra Mundial nace Wilbur, el hijo de una madre soltera que se desarrolla física y mentalmente con una precocidad tan monstruosa como su caprino aspecto. Cuando apenas tiene trece años ya es un adulto que vive solo (pues su madre y su abuelo han desaparecido sin dejar huella) y visita la ciudad de Arkham en busca de un ejemplar del Necronomicon , un antiguo libro de esoterismo que el bibliotecario de la universidad, el doctor Armitage, se niega a prestarle. Meses después, Wilbur se mete a la biblioteca de noche, muere por el brutal ataque de un perro guardián y Armitage descubre que, en efecto, no tenía nada de humano: “La cosa […] dejaba fuera todas las otras imágenes por el momento […] No podría visualizarlo vívidamente nadie cuyas ideas de aspecto y contorno se ligaran estrechamente con las formas de vida normales de este planeta y con las tres dimensiones conocidas”. Aunque de la cintura para arriba era antropomórfico, de ella para abajo más bien parecía un híbrido de pulpo y macho cabrío. A partir de la muerte de Wilbur, la que era su casa se llena de ruidos y un hedor infernal se esparce por toda la comarca hasta que tras una noche en que parece que ha llegado un ejército a invadir los bosques aledaños pues el escándalo es aterrador se descubre que la casa ha volado y que hay huellas de un ser descomunal entre ella y un barranco: “razón, lógica e ideas normales de motivación se confundían”. Por ataques posteriores, los comarcanos terminan por darse cuenta de que anda por ahí un ser gigantesco pero invisible ante el que están inermes, lo que desata la angustia. Por su parte, y con gran esfuerzo, Armitage traduce un diario que Wilbur llevaba y descubre que era un ser que pertenecía a otro mundo y que tenía un medio hermano, que es el ente que anda suelto y al que podría destruírsele con unos ensalmos que los mismos libros de Wilbur le enseñan. Con la ayuda de dos amigos, Armitage acorrala al engendro en lo alto de una montaña mientras en el valle los aterrados habitantes de la región aguardan. Cuando los tres finalmente bajan, Armitage informa que ya no hay nada qué temer y concluye por aludir al monstruo: “Era… bueno, era en su mayor parte una especie de fuerza que no pertenece a nuestra parte del espacio, una especie de fuerza que actúa y crece y se informa por leyes distintas a las de nuestra naturaleza”.

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