La irrupción de lo aparente nos da paso a una visión del mundo en verdad problemática, si por este término no solo entendemos nada más lo que plantea una contradicción que hay que resolver sino lo que nos impide configurar posibilidades allende el marco de referencia simbólico que maneja nuestra respectiva época o que dota nuestra personalidad con un núcleo afectivo. Uno se siente seguro porque cree que las distinciones entre los tres planos que acabamos de mencionar son de naturaleza substancial, es decir, que es perfectamente posible hallarse en uno sin que los otros dos interfieran, y sin embargo vemos aquí un elemento que no tiene nada que ver con el entorno pues justamente introduce una normalidad ajena por completo a él: no es el mundo al revés, es el mundo de al lado que se mantiene sereno porque no se da cuenta de que no tiene un sustento real y se reduce a una expresión incongrua dadas las circunstancias. Lo cual, contra lo que pudiese pensarse, más que vincularse con intereses o preocupaciones modernas, se entronca con una visión metafísica en la que lo aparente es siempre el escollo a eludir y no la vía hacia lo enigmático de la realidad humana, como lo es para cualquier pensador crítico, que por definición reduce las condiciones de la experiencia a una subjetividad trascendental en la que nociones como el “punto de vista” son irrelevantes y no porque haya una base teórica a la cual apelar sino porque hay una orientación existencial que nos obliga a rectificar lo que vemos una vez que nos damos cuenta de que estamos donde menos nos lo hubiésemos imaginado. Por ello, el interés filosófico de la imaginería que despliega el Bosco no se halla en los excesos de lo fantástico o en su muy factible valor alegórico, sino en el contraste entre esos planos con una forma de identidad en apariencia humana pero a la postre igual de perturbadora que el resto de lo que la rodea, identidad que introduce la cuña de la reflexión en el cerradísimo entramado de la configuración. O sea que no se trata nada más de echar a volar la imaginación y pintar (o interpretar) lo que a uno se le ocurra, sino que hay que saber apuntar desde donde uno esté a la conflictiva realidad existencial en la que nos movemos fuera de la unión paradisíaca del Eterno con el hombre y de este con la mujer que aparece en la tabla izquierda del tríptico. Al respecto, hay que señalar que este desplazamiento nos lanza a la comprensión de un sentido lateral o (como lo llamaremos adelante) tangencial que si bien nunca es directamente equiparable al que en su momento haya proyectado el artista, sirve para situarlo en una perspectiva histórica: que el Bosco presumiblemente haya proyectado El jardín de las delicias como una visión de la condición aparente de la existencia como castigo del pecado original no obstaría en lo más mínimo para que la razón por la que la obra destaca para una comprensión filosófica se halle en una sección lateral donde lo humano se plasma como realidad extraña en medio de lo alucinante y no como creación de una sabiduría absoluta para la que el ser de todo se manifiesta en la eternidad y por ende no tiene nada que ver con lo aparente. En otros términos, sin caer en ningún relativismo es factible ver cuándo la configuración aprovecha al máximo la fuerza poética del simbolismo para socavar cualquier idealización del desarrollo temático del tríptico (allende el Bosco incluso).
La fuerza de la figuración para romper sus límites simbólicos (es decir, para integrar sin tener que representar) vuelve a aparecer y con mayor intensidad quizá en el siguiente y último ejemplo que elucidaremos, el alucinante o más bien aterrador Triunfo de la muerte de Brueguelio. En una inmensa llanura devastada por huestes de esqueletos que siembran la desolación a través de unas cuantas lomas pelonas que hay por aquí y por allá vemos las diversas formas en que la muerte le hinca el diente a todo mundo sin distinción de edad, sexo o dignidad: el hambre, la miseria, la enfermedad, la agresividad de unos contra otros, las hecatombes naturales y en el ángulo superior derecho la decapitación por algún crimen del que quizá ni siquiera se es culpable. Lo más impresionante es que en todas estas posibilidades que nos llevan a desearla, la muerte muestra idéntica brutalidad, como si los innúmeros esqueletos no fuesen entes individuales sino sosias de una sola potencia infernal que (dato muy significativo) solo se ceba en los seres humanos, pues no hay, en efecto, un solo cadáver de animal en todo el cuadro mientras que los hay por docenas de niños, mujeres y hombres en las posiciones más grotescas, sea que hayan caído a medio camino (como el rey que inútilmente trata de ganar más tiempo con el ofrecimiento de unas riquezas de las que de todos modos ya se ha apoderado un esqueleto), sea que luchen aún en la turba de cadáveres, y gente enloquecida que se revuelca en carretones o en redes mientras avanza hacia un inmenso ataúd bajo una guadaña que blande un esqueleto montado sobre un caballo famélico. Doquiera que se posa la mirada, la muerte golpea, ahorca, destripa o arrastra. 48Esto no obstante, las imágenes más impresionantes del cuadro están en el ángulo inferior derecho, donde vemos a un grupo de jugadores en torno a una mesa bajo la cual trata de ocultarse un bufón en tanto los demás tratan de huir como lo hace una mujer a la que ya ha asido un esqueleto por la cintura, aun se regodean sin darse cuenta de lo que ocurre (como una pareja que tañe una guitarra en el extremo) o echan mano de la espada en un último gesto de desesperación, como lo hacen un soldado que se enfrenta a un esqueleto envuelto en una túnica o sudario y, sobre todo, un hombre que quizá sea la figura más conmovedora de toda la obra del artista, quien abre la boca como si gritara o no diera crédito a sus ojos, pues apenas un segundo antes estaba en el juego y ahora se encuentra en un pandemónium del que no hay escapatoria. Lo cual demuestra, según yo, que lo que vemos no corresponde a una temporalidad real ni tampoco a una simbólica, sino a una dialéctica o existencial que nos pone a merced de la muerte en medio de cualquier actividad, sea en verdad pecaminosa o no: por ejemplo, se entiende que la pareja que tañe y parece anticipar los placeres de la carne merezca quizá morir pues se deja llevar por la lujuria o que también lo merezca el rey que en el colmo del patetismo ofrece un tesoro que ya le han arrebatado, mas no que lo merezca una joven campesina cuyo cadáver aún tiene entre sus brazos el cuerpo de su pequeño hijo al que tal vez intentaba salvar y que en el colmo de la ironía un perro esquelético se dispone a devorar.
El triunfo de la muerte no solo es absoluto, es brutal, sea por el hecho de que se da sin aviso previo, sea por la impotencia que denota hasta en los guerreros que intentan enfrentarla con un último adarme de bravura o sea, sobre todo, por lo anónimo e impersonal de su aspecto: en tanto que todas las figuras humanas expresan una emoción muy violenta que las dota de un carácter personal, los esqueletos son, como ya he señalado, idénticos unos a otros y apenas se distinguen porque algunos llevan sudarios, otros armaduras o alguna prenda y otros, de plano, nada. Esto, por un lado, desmiente la ilusión pseudometafísica de que la muerte de cada cual de alguna manera tendrá que ver con lo que haya hecho a lo largo de los años o (que casi es lo mismo) de que al morir habrá modo de recapitular nuestra vida entera como para darle “el toque final”, a lo que parece aludir un ataúd sin tapadera en el que se ve un cadáver amortajado que arrastran unos esqueletos y que representa al único muerto que más o menos descansa en paz. Esta ilusión desaparece, sin embargo, porque los esqueletos se ensañan con todos por igual, al punto de que la única expresión que se les ve es la de uno que vierte unos alambiques de los que bebían los jugadores del ángulo inferior derecho, que parece sonreír hasta que uno se percata de que lleva una máscara. El único supuesto rasgo de personalidad es así un engaño, pues tras la expresión con la que buscamos definir un carácter propio hallamos la universalidad abstracta de la osamenta que se apodera de uno sin darnos ni siquiera tiempo de pasar por la putrefacción. Mas esto es solo la mitad de la cuestión, ya que lo más asombroso no es que la muerte nos aplaste lo merezcamos o no, es que a pesar de eso el hombre busque darle un aspecto inequívoco o personal a un hecho que lo pone a la altura de cualquier animal, como lo evidencia el perro famélico que husmea al niño de brazos antes de darle la primera dentellada. Pese a que la muerte triunfe sobre todos con brutalidad, uno busca la posibilidad, si no de vencerla, sí de enfrentarla en un último arrojo pasional aunque eso resulte a todas luces patético. Desde esta perspectiva, llaman la atención las diferentes actitudes de los jugadores del ángulo, en el que la histeria de la mujer, la cobardía del bufón o la ceguera de la pareja de amantes contrastan con el coraje del soldado y del hombre joven que está a punto de sacar su espada aunque también dé la impresión de haberse quedado de una pieza. O sea que al contrastar en una forma magistral lo abstracto de la muerte con la actitud personal con la que cada cual le hace frente, Brueguelio inserta en un encuadre alegórico y tradicional una visión hondamente dramática de la condición humana, lo que le da al cuadro en su conjunto una expresividad auténticamente poética.
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