—Claro. Es muy atento y cariñoso conmigo.
—A ver, siendo así… Pero se ha de cortar el pelo. Ya sabes que a tu padre no le gustan los greñudos esos.
—Le diré que se corte el pelo.
—Vale, ya me cuido yo de decírselo a tu padre y a ver qué le parece.
A la semana siguiente mi madre me dijo que el domingo a las cuatro, antes de salir, subiera a hablar con él. Cuando se lo dije lo noté nervioso, pero era normal. Al llegar el domingo, según lo acordado, él subió. Al abrir la puerta lo hice pasar al comedor y le dije que se sentara en la mesa, frente a mi padre. Mi madre y yo nos fuimos a la cocina. Yo estaba nerviosa como un flan. Desde luego, se había cortado el pelo. Venía superelegante. De la entrevista lo único que recuerdo que le dijo mi padre fue: «La cuchara que escojas para comer que sea la única que utilices». Más tarde entendí ese dicho: que si estaba conmigo no estuviera con otras. Al salir me comentó que antes de salir de su casa se había tomado una copa de coñac, cogiendo valor para presentarse ante mi padre.
En la radio seguíamos con todo tipo de música, aunque la lucha entre Raphael y Salvatore Adamo fue desapareciendo. La canción que se oía a todas horas era Te quiero, te quiero, de Nino Bravo. También la noticia de la separación de los Beatles hizo que la canción Let it be no dejara de sonar una y otra vez.
Solíamos ir al cine y entre las películas que pudimos ver estaban Love story y Mi querida señorita. Era curioso, porque en el cine solíamos ponernos en la última fila y, entre beso y beso, los tocamientos empezaron. Primero fueron las manos por encima de los pechos; más tarde, ya dentro del sujetador, siempre controlando que el acomodador no nos pillara, alumbrara con la linterna y nos echara del cine. Al principio me resultó difícil por aquello de que era mi intimidad y me daba apuro; luego ya se fue normalizando la situación. Recuerdo la película Los girasoles, de Vittorio De Sica, interpretada magistralmente por Sophia Loren y Marcello Mastroianni. Siempre supe cómo empezaba, pero nunca cómo acababa; más tarde la pude ver entera. Es fácil adivinar el porqué.
Las chicas solíamos llevar minifalda con blusas transparentes y los chicos, pantalones de campana. Sería por aquello de las películas de la época: Saturday night fever y las películas del destape españolas, pues la censura de Franco empezaba a dejar manga ancha en la década de los 70.
Había dos estilos de discotecas: aquellas a las que se iba a buscar novio o novia y las de parejas. A las primeras solían ir los grupos de amigos y amigas, ponían música disco o lenta, cambiando cada media hora. Había sillas y mesas para tomar algo; algunas tenían un sofá alrededor de la pista. Aparte estaban los guateques que montaban en las casas. Allí solían estar el que ponía los discos, que el pobre nunca se comía una rosca, y el más alto, que era el que aflojaba la bombilla para dar más intimidad en las lentas.
Ellos en las lentas intentaban pegarse y nosotras, si no te gustaba el chico, poníamos los codos por delante —las más recatadas lo hacían siempre—, así que casi podía pasar un tren entre los dos. En las de parejas solo había música lenta y con reservados. Además, tenías que ir a tientas de oscuro que estaba aquello. La música italiana era la más frecuente: Sandro Giacobbe, Toto Cotugno, Umberto Tozzi, Claudio Baglionni, así como Bee Gees.
Cierto día me dijo de ir a una discoteca de parejas y, como llevábamos ya varios meses saliendo, no lo vi mal. De pronto sonó la canción de Matt Monro No puedo quitar mis ojos de ti y, pegadito a mi oído, escuché:
—Te quiero.
Para mí fue como un sonido de violines. Por fin parecía haber encontrado ese príncipe tan deseado que me cuidaría y mimaría siempre. Con él fui conociendo mis primeros besos y caricias, las cuales, durante un tiempo, fueron suficientes para volcar mi cariño hacia esa persona que para mí era tan importante en mi vida.
Ahora tocaba la presentación en su casa, ante su familia. Fue en una comida familiar en las fiestas del pueblo. Al principio parecía todo normal, pero algo raro intuí, ya que su acento catalán no desaparecía al hablarme, aunque yo intenté sobrellevarlo contestando en castellano. Aquel mismo día conocí a su pandilla de amigos. Al revés que con su familia, la aceptación fue total. Yo creía que el problema mayor lo tenía en mi casa, pero él no acababa de encajar, no acababa de ser del agrado de mis padres. Sobre todo de mi madre, la cual veía algo raro en él.
Pasaron aproximadamente seis meses. Yo creía estar en una nube, pero para Ramón no era suficiente con las caricias: necesitaba sentirme suya en toda la amplitud de la palabra; sin embargo, yo pensaba que no estaba preparada para mi primera vez y así se lo confesé. Además, con el convencimiento de lo inculcado: toda mujer debía llegar virgen hasta el matrimonio.
Pasó el tiempo y, dada su insistencia, accedí a tener nuestra primera experiencia sexual. Siempre recordaré ese momento con cierto temor a lo desconocido. El entorno tampoco era muy adecuado, de noche y en plena calle. A ello se unieron aquella sensación de dolor, como si algo se desgarrara por dentro, y la inexperiencia de ambos, por lo que no fue muy satisfactorio, al menos para mí. A partir de entonces, como es normal, seguimos manteniendo relaciones íntimas siempre que las circunstancias lo permitían, siguiendo el método Ogino, que por aquel entonces era el más extendido. Para ello debías llevar anotado en el calendario el día que te venía la menstruación o regla, contabas doce días y empezabas a ovular durante tres días. A partir de entones volvías a contar doce días y volvía a venirte la menstruación, siempre que tu ciclo fuera de veintiocho días. En esos días de ovulación era peligroso tener relaciones íntimas por ser días fértiles. Si la mujer era una «viva la Virgen» o despreocupada no era fiable, pero en mi caso, con lo calculadora y previsora que era, lo teníamos bastante fácil.
En este caso toda la responsabilidad recaía sobre la mujer, al contrario que en la «marcha atrás» (coitus interruptus), que recaía en los hombres. Por aquel entonces los condones eran difíciles de conseguir, así que cada mes tenías el miedo en el cuerpo por si te quedabas embarazada. Más de una vez me hice la prueba por un retraso. En nuestras escapadas a escondidas teníamos que usar la imaginación para buscar los lugares menos frecuentados en el campo, en el 600 de su padre, que acababas cuadrada. En cierta ocasión nos metimos con el coche por un camino de tierra que daba a una casa de payés; la noche antes había llovido y, al intentar salir, las ruedas se atascaron con el barro y tuvimos que llamar a la casa para que nos ayudaran. La cara del hombre era un poema, pues imaginaba el porqué de la situación.
Habían pasado ya tres años y su carácter era cada vez más posesivo conmigo, lo que nos llevaba a continuas discusiones, bien fuera por mi forma de vestir o por mi carácter extrovertido. Las escenas de celos eran continuas. No me dejaba salir sola, llegando a tener discusiones tan fuertes como para dejarme plantada en cualquier lugar. El hecho de trabajar juntos en la misma empresa aumentaba sus celos, controlando todos mis pasos.
Viendo que me había quedado estancada en la empresa, ya que no evolucionaba, decidí dar un cambio de rumbo y volver a mis orígenes en el ámbito laboral, así que me dediqué a buscar de nuevo en los anuncios del periódico. Encontré uno interesante: una empresa situada en las afueras de la ciudad. Allí conseguí el puesto como responsable del departamento de personal, encontrándome un ambiente muy familiar.
Entre los comerciales había un chico algo mayor que yo. La verdad es que yo le caía bien. Era simpático y alegre; se notaba su trato con los clientes. Pol, que así se llamaba, venía de clase bien, con novia algo pija, pero él era bastante campechano a pesar de ir siempre con un traje superarreglado. Había cierta complicidad entre nosotros. Eso me hizo dudar de mi relación. Pensé cuán distintos eran los dos, pero, como era normal, aquello no llevaría a ningún lugar. Él estaba prometido y yo también, su mundo era totalmente opuesto al mío, así que me lo quité de la cabeza.
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