El primer día todo fueron novedades. Me parecía estar viviendo una película, ya que al llegar cada mañana las chicas de las oficinas iban directas al baño, donde se maquillaban, acicalándose para estar atractivas. Las edades de las mismas no pasaban de los veinte años.
Como en cualquier secretaría de la época, mi trabajo consistía en llevar café, tomar nota de las llamadas, atender a las visitas y pasar de vez en cuando alguna carta a máquina, por lo que disponía de bastante tiempo libre. Durante ese tiempo veía como mis compañeras de gerencia se dedicaban a hacerse la manicura y a tomar café en la cafetería, así que decidí asumir el mismo rol, visitándola con frecuencia.
Entre mis compañeras estaba la que era secretaria del director general. Por supuesto, tenía entre sus estudios secretariado de dirección e inglés con taquigrafía incluida, pero la otra compañera no tenía estudios y estaba en el puesto por amistad especial con el director comercial. Se rumoreaba que, a pesar de estar casado, mantenían una relación íntima, de ahí que fuera su secretaria. En ocasiones se encerraban en el despacho y no comprendía el porqué. Más tarde lo entendí.
En mi caso, era secretaria del director administrativo, para mí un puesto algo extraño, pues tenía dos jefes, padre e hijo. El padre, ya mayor, chocheaba y pocas órdenes daba; sin embargo, su hijo Roberto era el que ejercía el cargo de su padre —por tanto, mi jefe real—, un hombre algo gordito y peculiar, diferente al resto de directivos. Diría que era un réplica de su padre, pero en joven; eso sí, muy trabajador, pues hacía su trabajo y el mío, ya que, en lugar de dictarme las cartas, me las daba pasadas a borrador, pero bueno… Era su forma de trabajar. Con su característica forma de salir del despacho, siempre patinando, más de una vez le hicimos alguna trastada como poner polvos de talco en el suelo para ver si se caía. Pero qué va, nunca conseguimos nuestro objetivo: tenía un equilibrio perfecto, supongo que debido al peso y a las redondeces que tenía.
En aquella oficina éramos un total de treinta personas y se cocían muchas cosas. Entre ellas estaba Mamen. Rondaba la treintena, nunca supe los años que tenía. Estaba en el departamento comercial como relaciones públicas… y tan públicas. Su forma de vestir y maquillarse destacaba de lejos y por su perfume se sabía dónde estaba. Recuerdo su famoso vestido de leopardo, marcando todas sus curvas. Aquello sí que era 90-60-90. Además, la medida de largura dejaba ver sus piernas hasta donde se podía, imaginando lo que había por encima. Su pelo, siempre perfecto, color caoba, y aquellos ojos saltones pero con su raya bien perfilada, que casi le llegaba cerca de la ceja, así como la boca de color rojo rubí. Desde luego, traía de cabeza a todos los hombres de la empresa y su puesto, cómo no, era recibir a las visitas y enseñarles las instalaciones de la empresa.
Para prepararme mejor, ya que nunca había realizado tareas como secretaria, comenté a mis padres la posibilidad de realizar un curso de secretariado, pero, dado que no podía asistir a ninguna academia, decidí hacerlo por correspondencia. Durante el curso aprendí taquigrafía y redacción de cartas comerciales, entre otras funciones; estuve un año dejándome la vista y el tiempo entre los ejercicios, que debía enviar cada semana durante un año.
La empresa estaba fuera de la ciudad, en un polígono donde no había ningún sitio para comer, por lo que disponía de una cafetería con comedor y cocina, en la cual cada día la cocinera realizaba un menú diferente. Daba tiempo suficiente para comer, evitando que se llegara tarde al trabajo. El personal de oficina hacía turno partido; en la fábrica los turnos eran los normales: mañana, tarde y noche. Los que se quedaban a hacer horas extras podían comer tranquilamente.
El coste de la comida era bastante asequible; no era mucho que el tique tuviera un precio de tres pesetas. El resto era a cargo de la empresa y no estaba nada mal para poder comer comida recién hecha diferente cada día. Siempre me acordaré de lo complicado que fue para mí utilizar el cuchillo y el tenedor, pues en mi casa no era costumbre hacerlos servir, así que el día que ponían pollo pedía siempre pata porque para mí era muy difícil cortar la parte del ala. Por supuesto, viendo cómo lo hacía el resto, poco a poco aprendí.
Como en mi trabajo me aburría bastante, decidí por mi cuenta contactar con otro departamento para conseguir alguna tarea más que realizar. Me ofrecieron vender los tiques del comedor. Cada viernes la cocinera confeccionaba el menú para la semana siguiente y se colgaba el menú en la puerta del comedor. Por la tarde me paseaba por los departamentos de oficinas y fábrica con mi caja de tiques y dinero en mano; de esta forma fui conociendo a todo el personal de la empresa y acabé siendo Laura, la chica de los tiques.
Cada mañana, cuando bajábamos a la cafetería, solía estar Ramón. Al principio no le di importancia a aquellas coincidencias. Un día, hablando con Lola:
—Otra vez está el chico del almacén en la cafetería. Es mucha casualidad coincidir siempre —dije extrañada.
—¡Parece mentira lo inocente que llegas a ser, Laura! Todavía no te has dado cuenta de que lo hace expresamente. Según me ha comentado, le gustas mucho.
—¡Anda ya! No digas tonterías. Pero si no nos parecemos en nada.
—Bueno, tú misma. Ya verás como el día menos pensado te pedirá salir.
Ramón era delgado. No tenía una gran estatura, pero para su 1,50 no estaba nada mal físicamente. El pelo largo (debido a la influencia de los Beatles) y las facciones de la cara no dejaban nada indiferente, pero sobre todo destacaba su mirada seductora y penetrante.
Aquella mañana, al ir a buscar mi primer café —como era habitual— me lo encontré. De pronto vi cómo se acercaba a mí; me sorprendió que por fin venciera su timidez.
—Hola, Laura. ¿Cómo estás?
—He tenido días mejores. —Realmente, no sabía qué responder.
—Si te molesto, me lo dices y hablamos en otro momento —dijo, intentando introducir algo de conversación.
—No, no molestas.
—¿Te ha pasado algo? ¿Puedo ayudarte?
—No lo sé. Las cosas a veces resultan algo difíciles de comprender.
—Se rumorea que has roto con tu novio. ¿Es cierto? —A Ramón se le notaba el temblor en las manos y la mirada baja, pues no sabía cómo hacer la pregunta.
—Cómo corren las noticias por aquí. ¿Cómo te has enterado? —Me imaginaba que se había enterado por Félix, su compañero.
—Lola se lo dijo a Félix el otro día. Cuando hablábamos de ti me lo contó.
—En esta empresa, por lo visto, no se pueden tener secretos.
—Si quieres quedamos esta tarde y hablamos. —Ramón vio el momento adecuado, considerando que mi vulnerabilidad estaba activa.
—Vale, pero a las nueve he de estar en casa.
—¿Quedamos en la puerta del trabajo?
—De acuerdo.
Al verlo empecé a notar un pequeño rubor que subía a mis mejillas: no llevaba el mono de trabajo, iba con pantalones y camisa ajustados. Me di cuenta de que no me era del todo indiferente y quizá de esta forma podría olvidar por fin a Santiago.
De vez en cuando me acompañaba un trecho hasta mi casa, sin llegar a ella; así, poco a poco, fui enamorándome, quizá por aquella mirada enigmática llena de deseo. Ya habían pasado tres meses y consideré oportuno presentarlo a mis padres como mi novio. Así se lo dije y le pareció bien. Aquella misma noche hablé con mi madre:
—Mamá, estoy saliendo desde hace un tiempo con un chico y quiere conoceros.
—¿Cómo es?
—No es muy alto, tiene el pelo largo: mira, tengo una foto aquí.
—Uf, con esos pelajos tu padre ni querrá verlo. Pero ¿tú lo quieres?
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