Joan Carles Trallero - ¿Morirme yo? No, gracias

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La muerte tiene un mensaje para nosotros. Preferimos no mirarlo, no todavía, y así acallamos una parte esencial de nuestra existencia vulnerable y finita. La covid nos ha sacado de nuestra jaula de cristal de falsa seguridad y nos ha encarado con la realidad. Pero aun así continuamos negándola, la evitamos, la ignoramos, ansiamos soluciones inmediatas, soñamos con la vacuna que nos permitirá refugiarnos de nuevo en la inconsciencia.Atreverse a leer el mensaje es el desafío. Nos dice que el tiempo es limitado y es necesario vivir intensamente el presente, cumplir nuestros sueños, expresar los afectos, cultivar todas nuestras dimensiones, sin desatender la espiritual, y aceptar las pequeñas pérdidas, desde relaciones que terminan hasta achaques de la edad, que son el anticipo de la gran pérdida.Estamos ante un libro intenso, vivido, lleno de reflexiones y propuestas de cambios profundos en nuestra manera de vivir y relacionarnos, fruto de las experiencias del autor como médico durante cerca de veinte años consagrado a los cuidados paliativos, lo que ha hecho del doctor Trallero una referencia en este terreno.

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Por otra parte, es esa petición angustiosa de que nos devuelvan la seguridad que ha alterado una fiebre, un dolor, un malestar, unas crucecitas en un análisis, o una imagen dudosa en una prueba que nunca debió pedirse, la que lleva al profesional, o al sistema, a tratar de proporcionarla con más y más pruebas que aporten datos supuestamente objetivos que apoyen esa certeza de que no hay nada que temer. Procedimiento que no es en absoluto inocuo, por cierto. Y lo que no se dice es que el profesional es un ser humano que tolera igual de mal la incertidumbre, “la peor tortura para los médicos”5 en palabras del neurocirujano Henry Marsh. Y como aquel papelito pegajoso que nos traspasan y del que ahora somos nosotros los que no nos podemos desprender, el profesional se ve abocado a tratar de devolver la tranquilidad con los mínimos márgenes de duda a su paciente porque es lo que la mayoría esperan de él, y condenado a tragarse su propia incertidumbre, a no ser que caiga en la soberbia de creerse que efectivamente la ciencia y el conocimiento pueden acabar totalmente con ella.

La duda es dura y difícil para todos. Nos guste o no, hemos de convivir con la incertidumbre. Pero cómo nos cuesta. Entre otras cosas, porque es un fenómeno que anuncia la posibilidad de un cambio, y los cambios tampoco nos van. Mayoritariamente la sociedad bienestante prefiere que la vida transcurra dentro de unos cauces conocidos y previsibles, sin sobresaltos. Si conocemos bien el terreno que pisamos, nos sentimos más seguros, menos amenazados. Cuando se anuncia un cambio, de la índole que sea, ese terreno empieza a moverse, y tememos caernos, o no saber desenvolvernos en él. Invertimos grandes esfuerzos en eludir o evitar los cambios, resistiéndonos al flujo de la vida. Y si hace falta, recurrimos a la hostilidad, o a la defensa numantina para que todo siga igual.

Lo mismo ocurre en términos de salud. Nos resistimos a los cambios que puedan suponer pérdidas de salud y bienestar, y esa resistencia nos va a llevar a sufrir más, aunque no somos conscientes de ello. Nos abonaremos a la defensa mediante la negación (“no es cierto, no está sucediendo”) o mediante la confrontación, es decir, la lucha contra los acontecimientos, tanto si esa lucha tiene un sentido como si no lo tiene.



En el fondo, lo que traduce nuestra mala tolerancia al cambio y a la incertidumbre no es más que miedo. Miedo. Una palabra que aparecerá innumerables veces en este libro, porque está presente de un modo absolutamente determinante cuando hablamos de enfermedades y sus posibles consecuencias sobre nuestras vidas. Una palabra que ha sido capaz de paralizar al planeta entero en este último año.

El miedo es una fuerza poderosísima, como pocas. Se siembra (y se utiliza) con una pasmosa facilidad, anida en nuestras mentes como un virus invisible pero muy pernicioso que además es extremadamente contagioso y toma posesión de nosotros condicionando, y en qué medida, nuestras decisiones. ¿Cuántas de nuestras elecciones a lo largo del día, o de la semana, están subordinadas a alguno de nuestros múltiples temores, conscientes o inconscientes? Más de las que podemos suponer, y más de las convenientes para nuestra libertad y felicidad.

Podemos temer a algo concreto, identificado, con nombres y apellidos, o podemos temer a lo abstracto, a lo indefinido, a lo que no sabemos, a lo que en realidad solo imaginamos. El miedo a algo concreto se puede combatir de muchas maneras. El miedo a lo desconocido, aparentemente no. A no ser que hagamos el esfuerzo por pasar una parte de lo presuntamente desconocido al lado de lo conocido.

El miedo a lo que no conocemos, a lo que anticipamos por propia iniciativa o por poco piadosas sugerencias del entorno, no es racional, en sí es absurdo, pero por eso mismo es incontrolable y no responde a argumentos teóricos. Cuando el miedo se desmelena, no hay quien lo pare, es como un incendio fuera de control que lo devora todo a su paso. Pero siempre se pueden construir cortafuegos. ¿O no?

El miedo a la muerte no es exactamente miedo a morir, o no es solo eso. Es miedo a todo lo que ha de suceder alrededor de la muerte. Antes, durante y después. No hemos pasado por ello, por tanto, tiramos de imaginario colectivo, heredado o aprendido. Y la cruda y paradójica realidad, que extraigo de la experiencia directa, es que aunque el miedo anda repartido, la mayor cantidad apunta a todo lo que tenga que ocurrir antes del último suspiro. Hemos hecho que muchos enfermos tengan más miedo al tratamiento que a la propia enfermedad, o a que su sufrimiento (en vida) no sea debidamente atendido y paliado.

Tal vez el lector no esté de acuerdo con estas afirmaciones. Vamos a plantearnos entonces algunas preguntas, para tratar de identificar cómo repartimos cada uno de nosotros nuestro propio miedo a morir.

Situémonos al otro lado. ¿Nos da miedo estar muertos? ¿Nos da miedo no estar, no ser? ¿Tememos a la aniquilación que puede suponer la no vida? ¿O tememos precisamente a lo que pueda haber en la otra vida, si es que creemos en ella? Es evidente que preguntas como estas nos confrontan con nuestras creencias más profundas y con el sentido de nuestra vida, y que son preguntas que la humanidad se ha venido haciendo desde siempre. Epicuro lo solucionó diciendo que si estaba la muerte él ya no estaba y por tanto no había de qué preocuparse. Cicerón, fiel a su estilo, fue más contundente al afirmar que no quería morir pero que le importaba un comino estar muerto. ¿Dónde nos posicionamos nosotros? ¿Hemos pensado o pensamos en ello seriamente? Son preguntas que corresponden al terreno más personal, aquí no hay certeza que valga, por muy firmes que sean las creencias. Es tarea y responsabilidad de cada individuo plantearse estas cuestiones, buscando la ayuda o los apoyos que considere oportunos para prepararse en la medida en que cada uno pueda. Pero a donde quiero ir es a la pregunta de si, ante la posibilidad de morir, esto es lo que más miedo nos genera, lo que ocurrirá después. ¿Lo es?

Desplacémonos ahora a la frontera, al instante de morir, al momento del tránsito. Algo que infunde un extraordinario respeto, como es lógico. ¿Cómo debe ser eso? En realidad, el acontecimiento de morir no es más que un breve y fugaz tiempo de traspaso hacia lo desconocido. Si a los que murieron no podemos preguntarles cómo se está al otro lado (aunque habrá quien lo contradiga y considere que esa comunicación sí es posible), a los que estuvieron en el alambre sí podemos preguntarles para saber si es tan terrible como nos imaginamos que debe ser.

Michelle de Montaigne tuvo una experiencia al respecto que narra en uno de sus célebres Ensayos. A los 36 años sufrió una terrible caída del caballo de la que salió muy malparado, permaneciendo durante unos inacabables días entre la vida y la muerte. La medicina del siglo XVI seguramente podía hacer poco más que esperar a que la naturaleza siguiera su curso en una situación de gravedad como esa. Y la naturaleza decidió que Montaigne volviera a la vida para seguir escribiendo. Y al no morir, pudo explicar su experiencia y reflexionar acerca de ella (como reflexionaba acerca de todo). Mientras percibía cómo los que le atendían y acompañaban lo pasaban muy mal y sufrían por su situación, él se sentía en otro plano distinto, entregado, plácido, como en el sopor que precede al sueño, y a eso lo comparó. Consideraba que la naturaleza era la mejor aliada en ese trance, y que había que dejarla hacer, sin resistirse a sus designios. Justo lo contrario de lo que hacemos.

En la misma línea expone sus conclusiones la doctora Kathryn Mannix, quien desde la amplia experiencia recogida en años de dedicación (con más de 10.000 casos a sus espaldas) nos cuenta cómo la mayor parte de las muertes que ha acompañado son más tranquilas de lo que nos imaginamos.

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