Joan Carles Trallero - ¿Morirme yo? No, gracias

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La muerte tiene un mensaje para nosotros. Preferimos no mirarlo, no todavía, y así acallamos una parte esencial de nuestra existencia vulnerable y finita. La covid nos ha sacado de nuestra jaula de cristal de falsa seguridad y nos ha encarado con la realidad. Pero aun así continuamos negándola, la evitamos, la ignoramos, ansiamos soluciones inmediatas, soñamos con la vacuna que nos permitirá refugiarnos de nuevo en la inconsciencia.Atreverse a leer el mensaje es el desafío. Nos dice que el tiempo es limitado y es necesario vivir intensamente el presente, cumplir nuestros sueños, expresar los afectos, cultivar todas nuestras dimensiones, sin desatender la espiritual, y aceptar las pequeñas pérdidas, desde relaciones que terminan hasta achaques de la edad, que son el anticipo de la gran pérdida.Estamos ante un libro intenso, vivido, lleno de reflexiones y propuestas de cambios profundos en nuestra manera de vivir y relacionarnos, fruto de las experiencias del autor como médico durante cerca de veinte años consagrado a los cuidados paliativos, lo que ha hecho del doctor Trallero una referencia en este terreno.

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Quien niega no lo hace por mala fe. Quien miente no pretende hacer daño alguno, sino todo lo contrario. Quien protege (o se protege) hace lo que ha aprendido o lo que le han enseñado o lo que intuitivamente da por sentado que es lo correcto. Pero todos ellos están a un lado del muro, al otro lado las cosas se ven de distinta forma. Asomarse al muro puede dar respeto, es comprensible, pero ¿y si quienes se han asomado, porque la vida allí los ha conducido sin pedirles permiso, o porque la profesión que escogieron implicaba hacerlo, nos dicen que esa visión no es tan horrible? ¿Y si dejar de aferrarnos a la negación como quien teme soltar la tabla de salvación en el mar nos llevara en realidad hacia una liberación? ¿Y si abrirnos a cambiar nuestras ideas preconcebidas pudiera resultar útil para vivir nuestras vidas con mayor plenitud y serenidad? Yo estoy convencido de que es así.



Cualquier adicción se caracteriza por la necesidad de consumir algo de lo que no se puede prescindir, y esa necesidad empuja a comportamientos que pueden resultar no solo inapropiados sino incluso nocivos o claramente perjudiciales, tanto para el individuo y como para la comunidad en la que vive. El consumo incesante de bienestar es una de las adicciones preferidas de nuestra sociedad occidental. No solo eso, se considera un derecho que nos hemos ganado (habría que ver a costa de qué y de quiénes), y que por lo tanto nadie nos puede arrebatar. Ni siquiera la vida. Ni siquiera el ciclo de la vida. Y ese anhelo de bienestar no entiende de límites, ni entiende de calendarios, ni de circunstancias. No tiene caducidad. Y como se considera un derecho, el sistema tiene la obligación de seguirlo suministrando.

La salud se relaciona con el bienestar. La falta de salud, con la ausencia de bienestar, o con la presencia de malestar. Esa falta de salud en cualquiera de sus formas puede conllevar algún tipo de sufrimiento, y eso en general no estamos dispuestos a aceptarlo. El sufrimiento no tiene cabida, lo consideramos inútil, un atraso, algo inaceptable en una sociedad científica avanzada como la nuestra. Aspiramos (y asombrosamente nos lo creemos) al control total del sufrimiento, al sufrimiento cero. Pedimos (o exigimos) solución para cualquier tipo de problema de salud (o que atribuimos equivocadamente a la salud desde el punto de vista biológico), porque nos sentimos con derecho a ello, y porque nos hemos vuelto absolutamente intolerantes con la adversidad o el sufrimiento. No soportamos ver sufrir a nuestros seres queridos, o ni tan siquiera imaginar que puedan sufrir. La simple idea nos genera tal desazón que acudimos al servicio de urgencias más próximo en busca de ayuda. Así educamos a nuestros hijos, tratando (inútilmente) de protegerlos y preservarlos de cualquier contrariedad que pueda causarles (supuestamente) sufrimiento. Y eso nos convierte en individuos frágiles y extremadamente vulnerables, de los que el miedo se apodera con facilidad.

Pensar en la ausencia permanente de sufrimiento como ideal a perseguir y creer de verdad que eso es posible es una doble tragedia. En primer lugar, porque sencillamente no es posible. Y, en segundo lugar, porque eso va a determinar unas decisiones y una forma o filosofía de vida en la que el temor a perder lo que se tiene, incluida la salud, va a estar siempre presente y no contribuirá precisamente a que seamos más libres, ni más felices.

Hace unos años, en el acto inaugural de un congreso nacional de cuidados paliativos, y ante una audiencia de más de mil profesionales, escuché estupefacto cómo uno de los ponentes, periodista invitado para más señas, nos echaba en cara haber fracasado como disciplina porque no habíamos logrado eliminar el sufrimiento al cien por cien. Y se quedó tan ancho. Al margen de que eso es en mi opinión una majadería, y de la inoportunidad de ofender a la mayor parte de los presentes, lo peor es que refleja una corriente de pensamiento existente entre nosotros: la de que el sufrimiento que se atiende en cuidados paliativos se puede eliminar del todo.

Sin embargo, el sufrimiento es inherente a la condición humana. Nos guste o no, forma parte de nuestra vida. No se trata de buscarlo, ni de desearlo, ni de permitirlo cuando es controlable y reversible, pero de ahí a pretender que lo podamos eliminar siempre y del todo, hay un abismo. No es real. Suena a totalitario. Y atribuye a los profesionales de la sanidad un poder que no tienen, ni les corresponde.

Ahora bien, hay algo que en mi opinión trastorna a las personas aún más que el sufrimiento y perturba más su día a día, y eso es el temor a sufrir. Decía Montaigne que “quien teme sufrir sufre ya por lo que teme”.3 Y así es. La anticipación es el estandarte del miedo. Y el miedo genera sufrimiento. Buena parte de lo que tememos cuando caemos enfermos o enferma alguien a quien amamos, sencillamente nos lo imaginamos, porque en realidad no lo sabemos. Nuestra imaginación, alimentada por un entorno mediático en todas sus formas y voces que es una fábrica inagotable de rumores y bulos amenazantes, es nuestro peor enemigo. Pero lo cierto es que muchas de esas pesadillas que nuestro pensamiento anticipa y convierte en sufrimiento hoy nunca van a suceder mañana, y por tanto son gratuitas y absurdas. El temor a sufrir se transforma en algo peor que el propio sufrimiento.

La enfermedad y la posibilidad de morir se convierten en monstruos informes frente a los que nos sentimos totalmente indefensos. Imágenes tétricas se instalan en nuestra atormentada mente, y nos bloquean e impiden analizar con un mínimo de serenidad la realidad. Y esa realidad con mucha frecuencia, sobre todo si las cosas se hacen bien, resulta ser considerablemente más llevadera. El miedo ancestral que llevamos pegado a la piel desde hace cientos de años es vulnerable al conocimiento y al acompañamiento, como la oscuridad se diluye con la luz. Pero hay que tener voluntad de encender una luz o dejar que otros la enciendan.

Cuando a los familiares de V. se les informó de la inminente alta hospitalaria, y de que podían volver a casa, sus caras y sus palabras expresaron todos los temores que se les venían encima. La enfermedad de V. entraba en su recta definitiva, quedaba cuidarlo y acompañarlo hasta el final, que no se demoraría mucho tiempo. Lo que no entraba en sus previsiones era que eso pudiera suceder en su propio hogar. ¿Cómo iban a hacerlo? Necesitaría cuidados especializados, atención permanente, podían ocurrir muchas complicaciones, ellos no sabían, ellos no podrían, él iba a sufrir mucho y no habría un timbre que pulsar para que acudiera el personal de la planta.

Se les explicó que no iban a estar solos, que un equipo de cuidados paliativos velaría por V. y por ellos, que dispondrían de un teléfono de contacto permanente y que siempre quedaba la posibilidad de volver al hospital. No del todo convencidos, aceptaron, aunque arrancando a los profesionales el compromiso de que el fallecimiento no debía producirse en casa bajo ningún concepto, y que por tanto cuando intuyeran que se acercaba el momento ingresarían a V. de nuevo en el hospital.

Durante las semanas que V. fue atendido en su casa todo transcurrió en un progresivo clima de serenidad y confianza, se solventaron los problemas que aparecieron y se acercaron sin casi darse cuenta a aquel umbral que tanto temían. Y llegada la hora de tomar una decisión, y pensando ya de forma más liberada en lo que V. hubiera deseado, accedieron a quedarse en casa, donde V. murió, en su cama, acompañado de los suyos, y con los síntomas bien controlados por los profesionales que le atendían.

Poco después, los mismos familiares que tanto se habían resistido a vivir el final de la vida de V. en casa reconocían que nunca hubieran imaginado que eso fuera posible, y que se sentían agradecidos y satisfechos por haberlo podido hacer.

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