Joan Carles Trallero - ¿Morirme yo? No, gracias

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¿Morirme yo? No, gracias: краткое содержание, описание и аннотация

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La muerte tiene un mensaje para nosotros. Preferimos no mirarlo, no todavía, y así acallamos una parte esencial de nuestra existencia vulnerable y finita. La covid nos ha sacado de nuestra jaula de cristal de falsa seguridad y nos ha encarado con la realidad. Pero aun así continuamos negándola, la evitamos, la ignoramos, ansiamos soluciones inmediatas, soñamos con la vacuna que nos permitirá refugiarnos de nuevo en la inconsciencia.Atreverse a leer el mensaje es el desafío. Nos dice que el tiempo es limitado y es necesario vivir intensamente el presente, cumplir nuestros sueños, expresar los afectos, cultivar todas nuestras dimensiones, sin desatender la espiritual, y aceptar las pequeñas pérdidas, desde relaciones que terminan hasta achaques de la edad, que son el anticipo de la gran pérdida.Estamos ante un libro intenso, vivido, lleno de reflexiones y propuestas de cambios profundos en nuestra manera de vivir y relacionarnos, fruto de las experiencias del autor como médico durante cerca de veinte años consagrado a los cuidados paliativos, lo que ha hecho del doctor Trallero una referencia en este terreno.

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Y si lo explico, aunque forme parte de mi intimidad, es precisamente porque me lo preguntan una vez tras otra. Yo tenía 37 años y mi padre 66 recién cumplidos cuando le diagnosticaron un tumor cerebral con muy mal pronóstico. Aquel día, en un instante, todo había cambiado. No hablaré de lo que aquello supuso para la familia. Pero sí de que durante los meses que siguieron, y muy especialmente durante los últimos, me di cuenta de que no sabía cómo manejar las situaciones, ni cómo tratar los síntomas que aparecían. Fue entonces cuando adquirí mi primer manual de cuidados paliativos o, mejor dicho, cuando me tomé en serio uno que había comprado hacía un tiempo, pero al cual no había prestado demasiada atención. Resultó todo un descubrimiento, el de todo lo que se podía hacer, y el de mi ignorancia sobre cómo hacerlo. Pero además tomé conciencia, experimentándolo en primera persona, de lo mal que se pasa, de lo solo que te sientes, de la sensación de desamparo, del miedo que te atenaza, y de la tremenda carga emocional que asumes, la tuya, y la de todos los que amas y que están a su vez sosteniendo la suya y parte de la tuya.

Mi padre falleció ocho meses después del diagnóstico. Y en pleno proceso de duelo tomé la decisión de que a partir de entonces iba a dejar de ser un mero observador en los finales de vida de mis pacientes (que encomendaba a otros profesionales) e iba a ser parte activa. Quería acompañarlos y tratarlos hasta el final. Sentía que ahora sí tenía algo que aportar. Continué leyendo para ampliar mis escasos conocimientos en cuidados paliativos.

Y al cabo de unos meses llegó la primera prueba con uno de mis pacientes, al que conocía desde los inicios de mi consulta. No me resultó fácil. Había dolorosas imágenes aún muy recientes que eran evocadas ante otras parecidas que ahora pertenecían a otra persona. Pero seguí adelante, y llegaron más pruebas, y me fui sintiendo más cómodo, y más útil. De hecho, y a medida que pasaba el tiempo, tenía la impresión de que los cuidados paliativos y yo nos íbamos a llevar bien, que aquello estaba hecho para mí o viceversa. Las relaciones humanas desplazaban a la ciencia de la primera fila, y en el equilibrio necesario entre ambas para poder ayudar de verdad a los enfermos y a sus familias esas relaciones adquirían, ahora sí, la relevancia que merecían. Y eso me venía como un guante.

Al cabo de varios años, tras formarme de manera ya mucho más rigurosa, y tras acumular una importante experiencia, decidí poner en marcha mis propios proyectos de cuidados paliativos, entre ellos la Fundación Paliaclinic.

Sí, fueron la enfermedad y la muerte de mi padre las que me encaminaron hacia los cuidados paliativos, a los que me he dedicado y entregado plenamente. Han pasado ya veinte años desde entonces, el aprendizaje ha sido enorme, y en este tiempo he evolucionado hacia el profesional que ahora soy. Mi visión de la medicina ha cambiado y mucho, aunque a veces pienso que el germen de lo que ahora veo con claridad ya estaba ahí, pero no era capaz de vislumbrarlo, condicionado aún en demasía por la formación recibida y por todo aquello que se presupone debe ser o se debe hacer de determinada manera.



Para concluir este breve y peculiar recorrido debo añadir que en los últimos años me he centrado más en la actividad docente y divulgativa. He publicado libros, he escrito numerosos artículos, he sido entrevistado en diversas ocasiones por algunos medios de comunicación y he desarrollado una progresiva actividad docente por mi cuenta o para otras instituciones. Nada de eso hubiera sido posible sin pasar por todo el periplo que he relatado resumidamente. Y quién sabe si eso le ha acabado dando la razón a mi estimado profesor de filosofía.

Creo que como sociedad tenemos mucha tarea pendiente en lo que respecta a nuestro posicionamiento ante la enfermedad, el sufrimiento o la muerte. Y siento que mi bagaje me permite aportar algo en esa tarea. Compartir algunos aspectos de mi aprendizaje y compartir también mi visión sobre diferentes temas relacionados con el final de la vida constituyen uno de los modestos objetivos de este libro, que más allá de que pueda gustar o entretener, sorprender o contrariar, no pretende más que empujar a reflexionar, a cada uno individualmente, sobre cómo nos ocupamos (o desocupamos) de nosotros mismos y de nuestros seres queridos, en la salud y en la enfermedad, en el vivir y en el morir.

1. El examen MIR es la prueba de evaluación a nivel estatal para acceder a las plazas de formación en las diferentes especialidades médicas.

2. CAP: Centro de Asistencia Primaria.

¿Morirme yo? No, gracias

Aprendizajes de vida de la mano de la muerte

La gran negación

Andrei no solo sabía que iba a morir, sino que se daba cuenta de que se estaba muriendo. Se daba cuenta de su alejamiento de todas las cosas de este mundo, de su gozoso alejamiento de esta existencia. Sin prisas ni turbaciones esperaba lo que tenía que ocurrir.

Lev Tolstói

Cuando una afirmación se repite una y otra vez y resuena en nuestros oídos como una cantinela de fondo acaba por perder fuerza y se va alejando del verdadero significado y alcance que tiene. La reiteración reduce progresivamente el impacto y conduce silenciosamente hacia la indiferencia. Eso es lo que sucede, por ejemplo, con el hecho de que la muerte sea un tabú en nuestra sociedad. Conferencias, artículos, reportajes, comienzan con esa frase que ya todos sabemos e incluso también repetimos sin despeinarnos. Sí, la muerte es un tabú, ¿y qué? ¿En qué me afecta eso a mí? No deja de ser otra frase hecha, una de tantas, que nos resbalan y sentimos como ajenas. Y no hay consciencia de las repercusiones que eso tiene, ya no en nuestra futura muerte, sino en nuestra vida presente.

La palabra tabú, de origen polinesio, viene a significar lo prohibido. Obviamente no existe la prohibición como tal, pero sí la consideración como de mal gusto y por tanto susceptible de ser reprobada, rechazada o acallada de cualquier referencia seria al tema de la muerte. Ah, bueno, si solo es eso… No, no solo es eso. De hecho, que hablar de la muerte resulte difícil en casi cualquier contexto no es más que la punta del iceberg, algo que asoma a la superficie y bajo la cual hay una inmensa negación que lastra nuestras vidas de un modo que no vemos (como no vemos la gran masa de hielo que hay bajo el nivel del agua) pero que es tan real como que nuestra vida tendrá un día un final. Si metiéramos la cabeza bajo el agua y viéramos lo que hay, tal vez entonces nos convenceríamos de que hay que modificar el rumbo y no seguir navegando como si eso no existiera. Hacerlo no solo es posible, sino que son muchos quienes lo han hecho y lo siguen haciendo, demostrándonos que no es tan terrible. Se puede hablar de ello, se puede pensar en ello, y el resultado es sorprendente. Pero hay que atreverse, venciendo a ese entorno que presiona para que sigamos navegando como si nada, como si no existieran los icebergs, como si nunca se fuera a terminar nuestro combustible, como si el mar estuviera a nuestro servicio para que nuestra travesía fuera siempre plácida e inacabable.

El tabú, la prohibición, solo es un modo de hablar, una metáfora. Es obvio que no está prohibido morirse. O sí, a veces lo parece, a veces da la sensación de que efectivamente está prohibido morir, está prohibido sufrir, está prohibido enfermar, está prohibido envejecer… Cuando alguien se salta una prohibición, recibe una advertencia, o es castigado. ¿No es eso lo que hacemos? Nuestras advertencias y castigos vienen meticulosamente disfrazados de modo que no son reconocibles, y a menudo están revestidos de una sincera buena intención, e incluso de mucho amor. Pero acaban convirtiéndose en una penalización para quien ha osado romper la fantasía de que todo va bien y debe seguir yendo bien.

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