—Sí, eso puede ser una explicación. Ese día Sean vio tu ambición y no pudo soportarla. Su sucia mente está preparada para aceptar que vengamos a hacer los trabajos que ellos no quieren, pero no para aspirar a hacer lo que ellos hacen. Como Sean hay muchos, pero yo espero que haya muchos otros que no sean como él.
Por la noche, cuando Francis llegó a casa, vio la mancha de orina en el calzón. Me he meado, me he meado de miedo. Me he meado. Lo decía con incredulidad y tristeza. Y sí, tenía miedo, mucho miedo, porque sentía que casi había sido un milagro lo que le había salvado hoy. Graham había dicho que la próxima vez iría fuera y eso le aterrorizaba. ¿Qué iba a hacer él fuera de la Ford?, ¿adónde iría?
Se acordó con melancolía de James, de las esperanzas que los dos traían en aquel barco, de la compañía que se hacían al principio y de cómo, sin saber por qué, se había ido resquebrajando su amistad como el tronco de un árbol ya muerto. No había vuelto a ver al chico. De vez en cuando tenía noticias de él a través de Lander Nikopolidis, cuando este salía por las noches con su tristeza a cuestas y luego volvía borracho, con más tristeza todavía. Lander decía que se lo encontraba, que James era un pájaro nocturno, que iba bien vestido, que reía, que tenía a todas las mujeres que quería, que parecía que manejaba dinero, pero Lander siempre añadía: a pesar de todo, a mí no me gusta la gente con la que va, sus amigos Joshua, Adam y Daniel, parecen hienas cuando se ríen y tienen la mirada del diablo.
Francis sabe que tiene que hacer algo, pero todavía no sabe qué. James nunca va a volver y la única manera de verlo sería ir él a ese mundo de oscuridad y perdición donde James vive ahora, pero Francis es cobarde y no se atreve. Todavía piensa que puede pasar desapercibido en la vida, no sabe que los indiferentes, es decir aquellos que han apostado por no dejar huella son, precisamente, los que no tienen, según Dante, ningún lugar. No pueden ir al cielo porque no hicieron buenas acciones, pero tampoco los aceptarán en el infierno porque no hicieron nada malo. Él cree, equivocadamente, como se dará cuenta más tarde, que la virtud está en la tibieza.
9
El hambre y la locura
Desde hacía unas semanas Neala Ryan estaba en la casa. Bella le había preparado, con ayuda de Francis, una cama pequeña en su habitación. Tomó la decisión de que viviera con ella después de que se perdiera y tardaran todo un día y una noche en encontrarla. Estaba en la orilla del río Rouge, sentada en un banco y, cuando le preguntaron qué hacía allí, dijo que estaba esperando a Liam, su marido.
Bella recuerda vagamente que una vez, antes de que su madre perdiera la memoria, ésta le explicó que su matrimonio había naufragado en barriles de alcohol, pero que lo que lo liquidó definitivamente fue que a su marido se le metió en la cabeza que Neala tenía una historia de amor con su suegro, el padre de Liam. Bella no esperaba una confesión así y le preguntó sorprendida si esto era cierto. Neala dijo:
—Bueno, ¿qué es cierto y qué no? Yo quería a tu padre.
Candy le dijo insatisfecha:
—No, no, eso no es una respuesta, yo te pregunto, ¿es verdad o no que tenías un lío con el abuelo?
—Era muy difícil negarle nada a tu abuelo, tenía mucha fuerza y cuando deseaba algo, lo conseguía.
Esa fue la respuesta. Bella recordó entonces que para cuando murió su abuelo, el padre ya se había ido de casa. Mientras duró la decadencia y la enfermedad del abuelo, ella interpretó los desvelos de Neala a la luz de su bondad natural. Al irse Liam podía haberse desentendido del abuelo, pero no lo hizo. Durante años, ella se las arregló para darles de comer a él y a sus cuatro hijos. Aquel día, en el que Bella le preguntó sobre todo esto, Neala terminó diciendo:
—Es que las personas necesitamos amar, Bella, tú bien lo sabes, y necesitamos sentirnos amadas y tu padre no sabía hacerlo.
No hizo falta decir nada más. Bella asumió con normalidad esa realidad recién descubierta, como asumía con normalidad la historia de penuria de su familia.
Otro día, Neala le había contado:
—En Irlanda pasábamos tanta hambre mis hermanos y yo que un día solo teníamos para comer en casa mostaza y unas galletas y nos pusimos tanta mostaza en ellas que acabamos vomitando todos.
Bella interpretó la historia con el abuelo como otra forma de hambre. El día en que la encontraron en la orilla del río Rouge dijo que estaba esperando a Liam:
—Estoy esperando a mi enamorado, dijo.
Bella y los demás, que la habían encontrado, se quedaron sorprendidos porque todos sabían el maltrato, las palizas, la negligencia, los gritos que aquel hombre había proferido contra ella
—¿Tu enamorado?, preguntó Bella.
—Sí -contestó con seguridad Neala- es el hombre del que yo estoy enamorada. Él pensaba que había pasado algo entre su padre y yo, pero no era cierto, sólo había cariño y yo tuve que cargar toda la vida con ese peso, toda la vida, pero, ahora, nos estamos perdonando, hoy vendrá y nos perdonaremos para siempre.
Bella decidió entonces que se la llevaría a su casa para que estuviera siempre vigilada y no volviera a perderse. Al llegar a casa con Neala, su madre, Anxélica, la mujer de Abilio, solo dijo:
—Casa con madre, casa con cauce. Todo irá bien con Neala aquí.
Anxélica no dejaba ningún lugar para el desaliento, pasara lo que pasara. Todos hicieron lo posible para ayudar a Bella con su madre, ya que al menor descuido se iba para, según ella, acudir a esa ceremonia del perdón que tenía pendiente con Liam.
Bella pasó unas primeras semanas eufórica. Sorprendía siempre el caudal de energía que esa mujer podía llegar a tener. Hubiera sido capaz de mover la casa entera de sitio si hubiera sido necesario, como esas mujeres que a veces venían en el Barnum and Bailey Circus, esa Katie Brumbach, capaz de resistir el tirón de cuatro caballos juntos. Así era Bella, una mujer forzuda más. Podía ir caminando de River Rouge a Detroit, o levantarse y poner la casa boca abajo para limpiar cada rincón. A veces llegaba de alguna tienda después de haber comprado algo totalmente innecesario o habiéndose regalado a sí misma alguna joya de plata que les dejaba a todos entre sorprendidos, admirados y acongojados, porque había algo en aquellos excesos que les avisaba de la existencia de alguna anomalía que no sabían precisar. Esas semanas con Neala en casa fueron así: llenas de acción. Los domingos que no iban a pescar, jugaban un partido de fútbol. Abilio había traído esa afición de Galicia donde un grupo de trabajadores ingleses había creado el Exiles Cable Club, el primer equipo de fútbol en España, y ahora, aquí, les había enseñado el juego y contagiado la afición.
Uno de esos días de euforia, Bella se presentó con un balón de tiento, como el que utilizaban los jugadores profesionales. El pliegue de las cámaras de aire interiores deformaban esas pelotas restándoles esfericidad y volviéndolas, por tanto, prácticamente ingobernables, pero eran un objeto de deseo indiscutible para aquellos a los que gustaba el fútbol. La deformidad de la pelota se acentuaba aún más con el grueso tiento o cordón de cuero que cerraba la boca de la pelota. Si, al cabecearla, lo hacías por ahí, te podías hacer una brecha importante en la frente. Sobre todo si había llovido, porque entonces, al ser de cuero, la pelota absorbía agua y pesaba mucho. Esas pelotas eran caras, pero Bella, que estaba con la alegría o con lo que fuera que tuviera por tener a Neala en casa, se presentó un día con una de esas pelotas. Los fines de semana, en el ferry, iban todos a Belle Isle a jugar aquellos partidos que les hacían tan felices. Venga, chuta, ¡no te la quedes!, decían llenos de euforia. Muy bien, chicos, ¡así me gusta!, gritaba Bella junto a Neala desde la valla.
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