8
Lucy Peterson: nueva caída del caballo
Lucy, la mujer de Sean Peterson, aparecía de vez en cuando por la fábrica con una conducta que él no podía descifrar, pero, advertido por John, se daba cuenta de que aquella mujer entrañaba alguna forma de peligro. El Departamento de Sociología, creado por Henry Ford, marcaba una serie de normas de conducta muy estrictas dentro y fuera de la fábrica. El buen sueldo que ofrecía, la semana de cinco días y todos los demás privilegios le daban un supuesto poder luego para tener un control casi total sobre sus trabajadores. Y había algo en el comportamiento de esa mujer que le decía que tenía que mantenerse lejos de ella, para mantenerse también lejos de ese maldito Departamento de Sociología.
Esa mañana llegó Lucy con una sonrisa que le cruzaba la cara como un rayo de luz. Llevaba los labios pintados muy rojos y se acercó tanto que Francis pudo ver cómo la pintura había manchado sus dientes blancos, lo que le daba un aire patético que le desconcertó. Más se sorprendió cuando Lucy le dijo:
—Dice Sean que vayas a verle ahora mismo.
—¿Ahora? Eso es imposible, ahora mismo estoy solo: Bruno ha ido a recoger unas pinturas para las chapas. ¿Qué quiere Sean, señora?
Ella se estaba acercando tanto que casi le impedía mover los brazos para recoger las piezas que caían de la grúa sobre el coche que estaban montando.
—No sé, no sé qué quiere Sean. Preguntas mucho. Tendrías que ir, porque si no,
Desde el otro lado del coche los compañeros que se ocupaban de esa parte se asomaban por el chasis sin entender qué estaba pasando entre aquella mujer y él. Si viniera Bruno d’Amico, su compañero en la cadena, él iría, solo para alejarse de ella y que lo dejase en paz, pero Bruno no venía y ausentarse suponía detener la cadena.
Ella, en un gesto insólito, juntó sus labios y sopló en su oreja izquierda.
—Señora, pero, ¿qué hace?, preguntó Francis alterado.
—¿No te gusta?, ¿qué es lo que te gusta a ti?, algo te tiene que gustar.
—¡Déjeme, señora!, le dijo él en tono alto y con aspereza. Estaba ya harto de estos americanos infantiles y caprichosos a los que no hay quien los entienda.
Ella se apartó por un momento, desconcertada por el tono tan agrio que Francis había empleado. Se vio un gesto de duda en su cara y al final parecía que se decidía a marchar, pero cuando ya había recorrido parte del pasillo de la nave y Francis respiraba aliviado, se giró de nuevo y sacó un pequeño papelito de su bolso, un recibo de los que les hacen firmar cada viernes cuando les entregan la semanada, junto a un lápiz.
—Está bien, escribe aquí a Sean: “No puedo ir ahora, luego iré”.
Está loca, pensó, ¿qué quiere exactamente? ¿Cómo se le ocurre que me ponga a escribir aquí en medio?, pero había algo que le empujaba a él y a los demás como él a obedecer ciegamente, y a veces no tan ciegamente, cualquier orden que viniera de un americano o de una americana como ella. La veía más perdida que él incluso, pero cuando tienes el poder no importa ninguna otra contingencia, ni siquiera esa de estar perdido: tienes el poder y ya está y eso es motivo suficiente de seguridad y ejerces ese poder, aunque estés perdido y aunque ese ejercicio vaya a perder a los demás. Y los demás, con su obediencia, confirman y afianzan ese poder.
Escribió las palabras que le había pedido. Lucy sonrió aún más y se despidió con un bye, bye pronunciado con ligereza, pero que, en cambio, resonó en los oídos de Francis como si fueran disparos de esas pistolas que tanto gustan aquí. Siguió trabajando y procuró olvidarse de aquella mujer tan tonta y extraña. No entendía su insistencia en acercarse a él. Tampoco entendía a Sean, que tan pronto estaba de buen humor y se acercaba sonriente y hasta con cariño, como estaba huraño y ensimismado y no era capaz ni de saludarle.
Eran las doce y media de la mañana cuando el jovencito Collin, que seguía como una sombra a Mr. Graham, el jefe inmediatamente superior a Sean Peterson, se acercó a Francis y le dijo que le acompañara al despacho. Vaya, pensó, Francis, esta mañana todo el mundo quiere verme. Bruno había vuelto y podía asumir, aunque no por mucho rato, la tarea de los dos.
Nunca les llamaba Graham a no ser que fuera algo excepcional y empezó a seguir a Collin envuelto en una sombra de duda. No tenía ni idea de qué era lo que quería. A Francis por un momento le creció dentro una brizna de esperanza: quizás, pensó, se trata de un ascenso. Soñaba con que le hicieran jefe de la cuadrilla de trabajadores en la que estaba incluido. Él sabe leer y escribir bien, no es un zoquete como los demás, sí, se tratará de eso. Quizás sus jefes se fijan más en él de lo que cree. O quizás es solo que le quieran felicitar por no faltar nunca, por llegar siempre media hora antes, por estar disponible si le piden que sustituya a alguien del turno siguiente de tarde, por venir a trabajar aunque tenga fiebre, por no cuestionar nunca las órdenes de los jefes ni discutir, como hacen otros, la bondad de Mr. Ford.
Se le ocurrían mil y un motivos por los que Graham pudiera felicitarle. El corazón le iba cada vez más rápido ¿Por qué no iba a sonreírle la vida alguna vez? Si era buena persona, buen trabajador, ¿por qué no iba él a recibir alguna recompensa de la vida, algún reconocimiento de todo su esfuerzo, de todos sus sacrificios? De repente, pensó que le hubiera gustado antes ir al servicio porque se estaba orinando y estuvo a punto de decírselo a Collin, pero ahora ya estaban demasiado lejos de los lavabos. Cruzaron la nave y subieron por la escalera de madera que conducía a las oficinas desde las cuales se tenía una visión panorámica de toda la cadena de montaje.
Los cristales de los despachos aislaban algo del ruido de las máquinas, aunque estos se seguían oyendo, como una radio que se baja de volumen. Cuando se cerró la puerta detrás de él, olió el humo del puro de Graham, y el olor a la piel de los pequeños sillones que había en una de las paredes. También le llegó algo así como un perfume que dedujo llevaría el Sr. Graham. Allí olía a dinero, a ocio, a comodidad, a deporte al aire libre, a familia en casa. Y esto le hundió momentáneamente: sin saber por qué el notar que aquí olía de otra manera le hizo sentir que era inmenso el abismo que le separaba de los americanos, que este era tan grande que quizás fuese infranqueable, como si el olor fuera una unidad de medición de esa distancia, más fiable y exacta que el propio dólar.
Mr. Graham estaba sentado en su silla y tenía las manos apoyadas en los reposabrazos. Francis reparó entonces en que, sentado delante de él, estaba Mr. Peterson. Iba a explicarle que antes no había podido acudir a su llamada, pero Sean ni siquiera le miró, siguió con la mirada fija hacia delante y continuó sin girarse cuando Graham empezó a hablar:
—Buenos días, le hemos llamado porque necesitamos hacerle algunas preguntas.
—Usted dirá, dijo Francis sorprendido.
—Pues vera usted, quisiéramos saber qué pretende con Miss Peterson.
—¿Qué?, ¿qué?, ¿cómo? Es que no entiendo su pregunta, señor.
—Usted persigue a la Sra, Peterson: es así de claro Y si persiste en esta actitud, nos veremos obligados a tomar medidas que no deseamos tomar.
Francis adelantó su cuerpo y quiso tocar el hombro de Sean, pero este lo apartó.
—Señor, eso no es cierto.
—Tenemos pruebas, contestó con severidad Graham
—¿Pruebas?
Por toda contestación, Mr. Graham le adelantó el reverso del recibo en el que él había escrito: “No puedo ir ahora. Luego iré.”
—¿Qué me dice de esto?
—Señor, titubeó Francis, ella ha venido,
—¡Esto es inadmisible, ahora resultará que es mi mujer la que va detrás de él!, dijo Sean con su voz aflautada y con un tono despectivo que hubiera herido hasta al más insensible.
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