Juana Gallardo Díaz - Mi abuelo americano

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Dos historias que se entrelazan en el tiempo, presente y pasado, realidad y ficción conforman una novela llena de vida, lucha y superación.
Mi abuelo americano contiene dos historias de dos viajes diferentes en apariencia.
Una, la titulada Aquí también hay jazmines, cuenta la historia de Francisco Gallardo López, que emigró en 1920 a Estados Unidos, cuando este país era todavía un sueño que muy pocos españoles se atrevían a soñar. Formó parte, pues, de lo que se ha dado en llamar la Emigración Invisible, porque durante muchos años la gesta de este grupo de españoles ha permanecido silenciada. Contribuyó al olvido de esa emigración el no ser tan mayoritaria como la que eligió otros destinos (Argentina, Cuba, entre otros). En el caso de Francisco se trata de un viaje que empieza siendo exterior (cambio de un país a otro, de un continente a otro), pero que, como todos los viajes de calado, acaban transformando al personaje en alguien que él nunca se hubiera imaginado ser.
Por otro lado, en Maleza, la segunda historia que aquí se presenta, Clara, la nieta, cuenta todas las peripecias de la búsqueda de su abuelo. En su familia el abuelo es una figura olvidada y, aunque hay pocas posibilidades de reconstruir sus pasos en América, ella decide inventárselos. El hecho de crear una ficción en torno a ese abuelo que no llegó a conocer le provoca dilemas éticos importantes, que el personaje de Clara irá dilucidando, como proceso necesario para avanzar en la escritura.
Este viaje de Clara en busca de su abuelo, se convierte también en otra cosa, en un viaje al interior de sí misma, en un buceo en las profundidades de su vida, con el que intenta contestar en realidad a dos preguntas: ¿de qué depende el amor?, ¿de qué depende la felicidad?
A estas y a otras preguntas irá respondiendo a medida que establece un diálogo con los acontecimientos acaecidos en su vida de la mano de su padre y su abuelo fallecidos.
Los primeros, los acontecimientos vitales, constituyen su memoria biográfica, los segundos, su padre y su abuelo, su memoria genética.

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—Bueno, será mejor que no diga nada más – sugirió Graham a Francis.

Algo se aflojó dentro de él y notó su entrepierna mojada. Miró avergonzado de soslayo su pantalón, asustado porque pudiera verse desde fuera la mancha de orina, pero no había calado. A partir de ese momento solo quería irse de allí, huir, salir corriendo.

—Mire, solo queremos advertirle de que esto no puede volver a suceder.

Sean Peterson mantenía sus finos labios apretados, la mirada fija en un punto indefinido. Mr Graham continuó:

—Si yo tuviera cualquier noticia más sobre este asunto, le volvería a llamar, pero esa vez sería la última vez que me viera y que yo le viera a usted. Si hoy no tomamos ninguna medida es en consideración a su expediente, que hasta hoy era intachable. Aléjese de Ms Peterson, por su bien. Esta historia no tiene ningún sentido. Ustedes, los trabajadores, están allí - dijo esto mientras dirigía el dedo índice hacia abajo-, nosotros aquí, añadió.

Esto último lo había dicho con un movimiento enfático esta vez de los dos dedos índices señalando el despacho donde se encontraban. Collin, acompañe al señor a su puesto de trabajo.

Nada más abrir la puerta para seguir a Collin, le llegó con toda su crudeza el sonido ensordecedor de las máquinas, el olor a caucho de los neumáticos, el de metal fundido, tan intenso que parecía que lo que se estaban quemando eran las entrañas de uno, el olor a pintura de las chapas, olores que se introducían en la ropa y en la piel y que luego costaba tanto deshacerse de ellos. No podía entender lo que había sucedido y al cruzarse con John este le hizo un gesto con la cabeza, como preguntando qué pasaba. A la salida, Francis, con el impacto todavía de lo ocurrido, le explicó lo que había pasado:

—Te dije que te alejaras de ella, y de Sean también, Francis.

—Los americanos, los americanos son malos, John.

—No, en realidad, contestó John, es que no sabemos cómo son los americanos, ni ellos cómo somos nosotros. El problema es que no nos conocemos y así cada uno piensa lo que quiere, lo que le da la gana. Tú puedes pensar que ellos son malos, ellos que nosotros somos peligrosos, y vete a saber qué más. No tenemos trato, en realidad no sabemos nada unos de otros y cubrimos esa laguna como podemos.

—Pero Sean,

—Sean es un americano, continuó John, no es “los americanos”. Si yo te había dicho que te alejaras de él es porque a mí me habían comentado que, por debajo de su sonrisa y su amabilidad, crece un odio sordo hacia todos los que hemos venido de fuera. Él cree que venimos a quitar el trabajo a los americanos. Y su mujer piensa lo mismo y le apoya en todo, como una gallina detrás del gallo.

—Pero, nosotros hemos venido porque nos han llamado y si nos han llamado es porque nos necesitan.

—Sí, Francis, pero hay gente que no piensa así.

—Esto es muy complicado. No sé si voy a aguantar, dijo Francis con tono de derrota.

—Bueno, por lo pronto ya llevas casi tres años, y también tenemos momentos buenos, Francis. Se trata de tener los ojos y los oídos bien abiertos. No podemos dejar pasar detalle. No podemos relajarnos. Esto es una lucha: la lucha por salir de la pobreza y en las luchas uno no se relaja. Piensa en lo bueno también.

—Pero, John, ¿por qué yo?, ¿por qué Sean la tiene tomada conmigo si al principio parecía que me apreciaba?

—Eso no lo sé, pero es verdad que algo ha tenido que pasar para que él se fije en ti.

De repente, a Francis le viene el recuerdo de una situación vivida al principio. Hacía ya un año, más o menos, que Francis estaba en América y parecía, efectivamente, que Sean le tenía especial estima. A veces le pedía que fuera a arreglar algo de su casa, algún seto del jardín, alguna cañería reventada por el hielo en invierno. Luego, su mujer, Lucy, les preparaba siempre algún refresco. Una tarde, los dos le empezaron a preguntar con interés cómo era su vida en España y Francis les contó de dónde venía, aunque le abrumaba la presencia de aquellas personas, y le resultaba violento tener trato con su jefe fuera de la fábrica, cosa que no era habitual.

—Yo me vine porque pasaba necesidades, señor, y porque aquello es un desastre. Tenemos una guerra con los moros del Rif que acabará mal. En julio de este año nuestros soldados se han enfrentado con los de Abb el-Krim y me he enterado por la prensa que ha sido una vergüenza y una tragedia la derrota: ¡más de 8.000 soldados muertos! Y uno de ellos podía haber sido yo.

Sean le escuchaba fumándose un puro, lo mordía siempre hasta destrozarlo, como si aquel puro fuera un pecho que no diera leche.

—¡Estáis muy atrasados! –comentó.

—No lo sabe usted bien, señor. Allí no tenemos ni luz, ni agua en las casas, ni esperanza.

—Háblame de tu mujer y tus hijos, Francis.

—Pues allí están, la pobre Isabel al cuidado de los dos niños, de Miguel, el mayor, que tiene ahora cinco años y de Emilia, que tiene cuatro. Con el dinero que les estoy enviando desde aquí al menos pueden comer. No da para mucho más, no se crea.

—¿Quieres decir que te parece poco lo que os paga el Sr. Ford?

—No, no he querido decir eso. Pero yo aquí también tengo gastos, vamos, que no es para tirar cohetes.

Recuerda también Francis que, en aquel momento, la cara de Sean le desconcertó, porque su expresión cambió, como una leche que se agria repentinamente y, por eso, Francis necesitó rectificar:

—Que yo estoy muy contento, que el Sr. Ford es muy bueno y sé que tengo mucha suerte de trabajar con él.

—Y tú, Francis, ¿a qué aspiras?

—Bueno, yo no es que lo haya pensado mucho, pero quiero prosperar. He venido aquí no para estar siempre igual, sino porque me habían dicho que si trabajas bien y duro, te conviertes en otro.

—¿En otro?

—Sí, a mí me gustaría ascender si pudiera.

—¿Ascender?, ¿a dónde?, ¿qué quieres decir?

—Señor, ya sabe usted que sé leer y escribir bien, que entiendo las cosas, que mis manos obedecen las órdenes que les da mi cabeza, y no solo eso sino que mi cabeza puede pensar. No quiero dedicarme todos los días de mi vida a hacer los mismos gestos. Puedo hacer otras labores.

—Vaya, vaya, ¿cómo cuáles?

Sean se frotaba las manos una contra otra y luego se las limpiaba en el pantalón. Era un gesto que hacía a menudo, cuando notaba sus manos sudadas, cosa que ocurría con tanta frecuencia como la subida del rubor de su cara, un acaloramiento repentino que era como la campanilla con la que los bomberos avisan de su paso hacia un incendio.

Francis recuerda que aquel día pensó que era el momento de sincerarse, de hablarle a Sean de su ambición, de confiar, como él parecía que confiaba a su vez en él al encargarle aquellos arreglos en su casa, o al plantearle ese trato que, desde hacía días, le proponía de comprarse una bicicleta a plazos financiada por él.

—Señor, a mí me gustaría ser el jefe de la cuadrilla, dirigir yo el trabajo de los nueve hombres que formamos parte de ella. Vigilar para que cada uno cumpla con su tarea, organizarlo todo para que el trabajo se realice bien y en el menor tiempo posible. Puedo hacerlo.

Sí, ahora recuerda el cambio en la expresión de Sean, la sonrisa irónica de Lucy, la mirada que se intercambiaron los dos de conmiseración y desconfianza a la vez. En aquel momento, Francis no entendió, porque no podía, pero ahora sabe más de este mundo y piensa que, a partir de esa conversación, empezaron a suceder cosas extrañas con aquella pareja: que le robaron la bicicleta y Sean no tuvo ninguna compasión; que cuando Graham sale de su despacho y se queda observando con admiración la diligencia y habilidad de Francis, Sean le distrae y lleva su atención hacia otro lugar; que ahora ha querido mancillar su honor y su honra acusándole de algo que él no haría nunca. Y se lo contó así a John, le contó estas sensaciones, estas sospechas que le caían en cascada. Y John le dijo:

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