1 ...7 8 9 11 12 13 ...26 Estos días de noviembre eran los últimos en que podía ir a pescar con el niño porque esta nevada ya era un mensajero del invierno y pronto la superficie del río Detroit será un espejo de hielo, que solo reflejará el frío del paisaje y, quizás, el de su derrota. Pero en aquel momento todavía el caudal del río corría libre y lo mismo pasaba con el lago Saint Claire, que estaba a una hora y media de camino de River Rouge, así que cogió al niño y fue para allá.
Le gustaba pescar para Bella la lucioperca, la trucha arco iris y el Black bass entre otros peces. Seguía odiando aquella lengua, pero notaba que algunas cosas nuevas, como el nombre de estos peces que nunca había visto antes, se los aprendía ya en inglés. Le enseñaba al niño los rudimentos de la pesca y también le explicaba las costumbres de los peces. El niño no sabía que los animales tenían también sus costumbres y que estas cambiaban con las estaciones del año. Le enseñaba también a mirar las cosas. Mira, le dice, has visto qué color verde tan bonito tiene el Black bass y también tiene un color dorado que le hace refulgir y dos aletas en la parte de arriba unidas por un “pellejito”. Fíjate que la primera aleta tiene unas diez “espinitas” y las contaban juntos. Mira, tócalas y verás que las tres primeras son duras y te puedes pinchar si no lo coges con cuidado. En realidad, le dice al niño, esto pasa con todas las cosas, y con las personas también, que si no las coges con cuidado, te pueden pinchar y hacer daño o tú hacérselo a ellas.
Y, ¿cómo sabes todo esto?, le pregunta el niño con los ojos iluminados por la admiración. Francisco le dice entonces que para aprender uno tiene que fijarse en las cosas, y también leer, porque en los libros lo que hacen los escritores es contar lo que ellos han visto.
Él, por ejemplo, había leído todo esto en unos folletos que les daban en la tienda donde compró la caña y otros utensilios de pesca. Decidió ir a esa tienda al comprender que, de continuar así, con esa tristeza y esa rabia que le habían salido últimamente, iba a caer malo. Había sido un acierto, porque pensar que el domingo saldría con el niño a la naturaleza le consolaba de todo. De todo. Quizás era poco consuelo, pero él tenía bastante, porque Francisco siempre había tenido bastante con poco.
Al finalizar la jornada, recogieron todas las cosas y, ya casi de noche, pero todavía aprovechando la última luz del día, volvieron por el camino hasta River Rouge. Bella se puso muy contenta al ver los peces. Francisco era feliz cuando la veía a ella feliz. En aquel momento llevaba semanas muy alegre porque parecía que su relación con Jason iba hacia adelante. En Maleza una viuda no podría rehacer su vida con tanta facilidad. En Maleza una viuda, en realidad, nunca rehace su vida. Aquí es verdad que todo tiene otra oportunidad y, a veces, incluso varias. Las personas también.
Bella no quería saber nada de Irlanda, su país, y detestaba todo lo que allí estaba pasando. Cada día el IRA era noticia por algún motivo. El 28 de noviembre de 1920 treinta y seis miembros de esa organización tendieron una emboscada en Kirmichael a una patrulla de 18 policías británicos de la división auxiliar, una división creada expresamente para combatir a la organización terrorista. Solo uno de esos policías sobrevivió. El 30 de noviembre dos miembros del IRA fueron asesinados en Ardee. Era así continuamente: un partido de ping pong sangriento. Aunque ella no quería saber nada de ese macabro juego, se enteraba por el programa recientemente creado, Detroit News Radiophone, de la WWJ.
El día que Bella llevó aquel aparato de radio a casa, los demás lo miraron con reverencia y temor, pero ella dijo que no debían tener miedo de los avances, porque ellos eran el futuro de la humanidad. Lo compró porque necesitaba compañía cuando todos se marchaban a trabajar. Desde hacía tiempo tenía también aquel gramófono de picnic, una pequeña maleta con un motor accionado por una manivela y un compartimento para los discos. Allí oían toda la música que ella iba comprando.
Bella era una adoradora de la alegría, como ella misma se definía y, por eso, eran más inexplicables todavía esos días en los que se le oscurecía la mirada, y se convertía, según sus propias palabras también, en la Caterpillar Woman, porque se enroscaba en la cama como las orugas urticantes y podía estar allí dos o tres días con sus noches sin moverse, ni probar prácticamente bocado. Para ella esa tristeza era todo un personaje que habitaba en su interior y al que llamaba la Mano. Cuando la Mano ganaba no había nada que hacer: estaban ella y la Mano en el mundo, solas, luchando, entregándose, resistiéndose, lo que fuera, pero lo que ocurría en esos días era solo asunto de ella y la Mano.
Renegaba de Irlanda, aquel país que había dado tanta hambre y dolor a su familia, pero cuando llegó la Navidad, siguió todas las tradiciones aprendidas allí. Colocó una gran vela bajo el ventanal de la sala de estar para dar la bienvenida, según ella, a José, María y al Niño. En Nochebuena, todos, incluido Jason, que todavía intentaba disimular la ira que le suscitaba la alegría natural de ella, comieron la receta de pescado en salazón aprendida de sus padres y de postre preparó aquel Plum pudding con su regusto a un licor que ella conseguía en las múltiples tabernas clandestinas de Detroit.
Cumplieron con todos los rituales y a Francisco en cada uno de ellos se le partía un poco más el corazón. En esas fechas la añoranza de Isabel y los niños le hirió como si fuera el zarpazo de un animal salvaje. En realidad, en esas días, todos estuvieron así, también Santiago, que el día de Navidad se puso a llorar porque “quiero estar con mis padres”, dijo el muchacho entre hipidos.
Tanto fue el dolor que sintió esos días Francisco por su propia añoranza y por la que vio en Santiago que un día tomó la decisión de ir a Detroit a preguntar en las oficinas de la naviera los barcos que salían en los próximos meses para España. Lo cierto es que Francisco no tenía los 50 dólares del viaje, no, no los tenía, y, sobre todo, no tenía los 100 dólares que necesitarían para volver los dos, Santiago y él. Había asumido que él tendría que poner ese dinero, porque Santiago era evidente que no lo tenía: enviaba un poco a sus padres a través de aquel banco que les gestionaba los envíos a España y, luego, se gastaba el resto en trajes y salidas.
Después de la visita a la naviera, Francisco volvió aquel día derrotado a casa con el propósito de empezar a reunir aquel dinero. Al llegar, sin haber hablado con él previamente de sus gestiones, comunicó a Santiago con determinación su plan:
—A partir de ahora, vamos a ahorrar para volver.
—¿Para volver a dónde?, contestó con sorpresa el chico.
—A España, hombre, ¿dónde va a ser?: a nuestra tierra.
—Pero, ¿qué dices? Tú haz lo que quieras, pero a mí déjame en paz, Francisco, que no quiero saber nada de tus cuentos.
—Pero el otro día te pusiste a llorar, dijo con sorpresa al ver la reacción tan rotunda de Santiago.
Se le llenaron los ojos de lágrimas otra vez a Santiago:
—¡Qué me dejes en paz! ¡Tú qué sabes!
—Harás lo que yo diga, dijo Francisco.
—Ah, ¿sí? Y, ¿cómo lo vas a conseguir?
Se produjo un silencio:
—Escribiré a tus padres, contestó con seguridad Francisco después de unos minutos.
Santiago avanzó retadoramente hacia él.
—Escríbeles, escríbeles, venga, hazlo, ¿qué van a hacer ellos desde esa pocilga que es Maleza?, ¿qué van a hacer? Acabo de cumplir 21 años y pronto seré un ciudadano norteamericano, que te lo digo yo. Déjate de monsergas. Aquí está mi vida
—¡Les escribiré y les contaré todo!, gritó Francisco.
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