Juana Gallardo Díaz - Mi abuelo americano

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Dos historias que se entrelazan en el tiempo, presente y pasado, realidad y ficción conforman una novela llena de vida, lucha y superación.
Mi abuelo americano contiene dos historias de dos viajes diferentes en apariencia.
Una, la titulada Aquí también hay jazmines, cuenta la historia de Francisco Gallardo López, que emigró en 1920 a Estados Unidos, cuando este país era todavía un sueño que muy pocos españoles se atrevían a soñar. Formó parte, pues, de lo que se ha dado en llamar la Emigración Invisible, porque durante muchos años la gesta de este grupo de españoles ha permanecido silenciada. Contribuyó al olvido de esa emigración el no ser tan mayoritaria como la que eligió otros destinos (Argentina, Cuba, entre otros). En el caso de Francisco se trata de un viaje que empieza siendo exterior (cambio de un país a otro, de un continente a otro), pero que, como todos los viajes de calado, acaban transformando al personaje en alguien que él nunca se hubiera imaginado ser.
Por otro lado, en Maleza, la segunda historia que aquí se presenta, Clara, la nieta, cuenta todas las peripecias de la búsqueda de su abuelo. En su familia el abuelo es una figura olvidada y, aunque hay pocas posibilidades de reconstruir sus pasos en América, ella decide inventárselos. El hecho de crear una ficción en torno a ese abuelo que no llegó a conocer le provoca dilemas éticos importantes, que el personaje de Clara irá dilucidando, como proceso necesario para avanzar en la escritura.
Este viaje de Clara en busca de su abuelo, se convierte también en otra cosa, en un viaje al interior de sí misma, en un buceo en las profundidades de su vida, con el que intenta contestar en realidad a dos preguntas: ¿de qué depende el amor?, ¿de qué depende la felicidad?
A estas y a otras preguntas irá respondiendo a medida que establece un diálogo con los acontecimientos acaecidos en su vida de la mano de su padre y su abuelo fallecidos.
Los primeros, los acontecimientos vitales, constituyen su memoria biográfica, los segundos, su padre y su abuelo, su memoria genética.

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Recuerda Francisco que, por fin, llegaron a la estación de Detroit y, de nuevo la sorpresa de ese edificio tan alto: la estación más alta del mundo, les dijo Unai. Para Francisco era completamente nueva esta necesidad de ser siempre más. En España la sensación era la opuesta: de que se iba a menos irremediablemente. Aunque iban cargados como burros Unai insistió en que subieran al piso trece porque desde allí se veía el río Detroit y el puente MacArthur, todavía en construcción. Ellos miraban sin ver, porque tenían demasiadas ganas de llegar a algún sitio. Por fin se dirigieron hacia la salida. Pasaron por una gran sala muy parecida a la de la estación de Nueva York, adornada con columnas dóricas y que albergaba las taquillas con colas interminables y también varias tiendas. Doscientos trenes cada día salen de aquí, les dijo Unai, como si todavía tuviera que hacer o decir algo más para sorprenderlos y maravillarlos. Finalmente, atravesaron el vestíbulo, que tenía paredes de ladrillo y una gran claraboya de cobre.

Todos estos recuerdos se están desvaneciendo también, aunque solo lleven unos meses aquí, porque cada día pasan cosas nuevas, ven cosas nuevas, tienen emociones nuevas. Estaba tranquilo por el plazo que se había puesto para volver y, por saber, por tanto, que esta especie de cielo-infierno era transitorio, Por este motivo, Francisco participaba más a gusto de las actividades que le proponían. Algunos domingos iban todos a Belle Isle donde se entretenían viendo los gamos con aquella cornamenta tan poderosa, que contrastaba luego con su aspecto delicado y asustadizo. También en un cumpleaños de Bella, esta les invitó a entrar en el zoológico que hay allí: ¡cuántos animales diferentes hay en el mundo!, pensó Francisco, y luego se los describió con detalle a los niños en las cartas que Isabel y él se seguían enviando con constancia, aunque poco a poco ya iban teniendo menos que decirse.

Desde por la mañana preparaban algunos domingos lo que ellos llaman de broma piquinicos, comidas campestres. Es una costumbre de aquí, pero que a ellos les sirve para recordar su vida de allí, porque es la única manera de tocar la hierba del campo y de dejarse acariciar, cuando hace buen tiempo, por la sombra mansa de los árboles. Era el único día que Bella les permitía entrar en la cocina y Francisco preparaba una tortilla de patatas que hacía las delicias de todos. Disfrutaban aún más de esas salidas cuando alguno de ellos había tenido que ir a Nueva York y de las tiendas de la Calle 14 se había hecho de un buen surtido de productos españoles: chorizos, salchichones, incluso, a veces, lograban traer también un tocino salado que les permitía freír torreznos. Bella, si coincidía con que estaba pasando unos días buenos, entonces, como siempre, era la mujer más feliz del mundo y contagiaba a todos con su alegría. Ahora estaba sola. Jason, aquel hombre pequeño que siempre estaba enfadado, desapareció un día y ya no se supo nada más de él. Cada vez que la dejaba un hombre, ella salía a hacer una larga caminata por el campo. Se acostumbraron a medir su dolor por el tamaño de la caminata. Por eso, cuando dentro de unos años desaparezca durante unos días, entenderán que esa vez se había ido lejos y se imaginarán entonces que estará partida en dos por el dolor: la buscarán hasta encontrarla. Cuando lo logren por fin, Bella, como explicación de su ausencia, solo dirá, mientras se retira el pelo que le caerá sobre la cara: “Nunca más volveré a enamorarme”. A esas alturas todos sabrán que ella no cumplirá su promesa, no por falta de ganas, sino porque forma parte del destino de cada uno hacer algunas cosas y no poder, en cambio, acceder a otras. En el de ella está tanto la necesidad de enamorarse como la de ser libre y, por eso, ella se enamora y suelta sin aferrarse, con facilidad, aunque le duela cada ruptura como si le hubieran abierto el pecho y mil manos le estuvieran arañando el corazón. Luego se olvida del dolor y vuelve a enamorarse

Aquella tarde de primavera de 1921 Francisco venía tranquilo del trabajo. La desaparición de la nieve de las calles de Detroit le llenaba de un sentimiento extraño de euforia, como si lo peor hubiera pasado y no tuviera que volver. Cuando giró hacia Le Blance vio que los niños del barrio, aprovechando el buen tiempo, jugaban en la calle: trepaban por los árboles, saltaban con cuerdas e incluso algunos, más afortunados, hacían equilibrios sobre el tricycle. Francisco se había acostumbrado a ser, a veces, motivo de las burlas de los niños. Se habían reído mucho de él cuando le veían resbalar en la nieve, o cuando le veían casi tiritar de frío con aquellas temperaturas bajo cero. Se había acostumbrado a que, a veces, para jugar con él, le llamasen ¡fool, fool! y él les perseguía, corriendo detrás de ellos.

Las familias del barrio eran familias sencillas, aunque últimamente había llegado alguna un poco más acomodada, huyendo del ruido y el ajetreo del centro de Detroit, también de las personas de color que allí se habían instalado. Peter era hijo de una de esas familias y aquel día se unió animoso a los gritos de los demás y cada vez que pronunciaba fool, con una rabia que los demás niños no parecían tener, las pecas de su cara vibraban en sus mofletes, y su flequillo pelirrojo caía con fuerza sobre su frente infantil, pequeña y sudorosa. De repente, lo dijo: She is a whore. Se acercó a él, sencillamente porque no sabía lo que había dicho. Ei, tú, ven aquí, ¿qué has dicho? El niño fue deletreando con la misma expresión mientras le miraba fija y retadoramente a la cara: S-h-e i-s a w-h-o-r-e. Podía dejar al chico e irse. Son chiquilladas, se dijo a sí mismo. Pero había algo en los ojos de ese chico, en su mirada, que le intrigaba, que no entendía y quería saber qué era, quería averiguar qué ocultaba el brillo metálico de aquellos pequeños ojos:

—¿Qué es whore? , preguntó Francisco.

—Bitch, prostitute, contestó el niño con una rabia incomprensible y mal reprimida.

Se le quedó mirando en silencio. El chico le sostenía la mirada:

—Prostitute, repitió. Y enseñó sus pequeños dientes al pronunciarlo.

—Prostitute? quién?, preguntó con curiosidad y temor Francisco.

—Bella, contestó el niño secamente, como quien tira una piedra a otra piedra.

Aquel mocoso estaba llamando prostituta a Bella. Lo cogió por el antebrazo y no le soltó. Aquel niño no parecía estar incómodo o temeroso por esa proximidad ni por lo que acababa de decir. Aún cogido lo arrastró y se fue dos casas más abajo donde esa familia se había instalado recientemente.

—Ven, vas a ver ahora cuando se lo diga a tus padres - decía Francisco con seguridad, mientras se acercaban a la puerta de su casa - ya verás la que te va a caer.

Al llamar, salió primero la madre con una niña pequeña cogida de su falda. Con los pocos rudimentos de inglés que tenía Francisco, le empezó a explicar a la madre lo sucedido:

—Señora, su hijo ha llamado whore a Miss Bella, whore, señora, whore: eso ha dicho.

La madre liberó al niño de la mano fuerte de Francisco e intercambió unas palabras con el muchacho, que inmediatamente se fue hacia dentro de la casa. Al momento apareció el padre. Todavía Francisco tenía la seguridad de que este hombre manifestaría comprensión y castigaría al niño por esa falta de respeto que había demostrado, porque era lo que él hubiera hecho con sus hijos si alguno de ellos hubiera llamado “puta” a alguna mujer.

El marido, un hombre rudo, aunque mejor vestido que los hombres del barrio, tenía el ceño fruncido en un gesto que parecía habitual en él y, mientras Francisco hablaba, se le vio cómo tensaba la mandíbula, un detalle que no pasó desapercibido a Francisco. Tampoco le pasó desapercibido la manera en que aquel hombre había cerrado las dos manos creando dos puños nervados y fuertes. Fue tan repentino e inesperado que asustó a Francisco. Un puño, de alguien situado a la espalda de Francisco, cayó sobre aquel hombre como el rayo atraído por el árbol. El padre del niño hizo amago de contestar a la agresión, pero le cayó otro puñetazo. Dijo algo, se le escapó la saliva por entre los labios y cerró la puerta.

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