Historia crítica de la literatura chilena

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El Reino de Chile se caracterizó por la precariedad material y de la vida cultural en general. Este rasgo nos devuelve una producción escritural más alejada de la influencia cortesana, y aun de lo urbano, y más marcada por lo contingente y lo urgente, lo que en sí mismo constituye una huella identitaria.

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En ese sentido, habrá que destacar que durante el siglo XVI el Reino de Chile no contaba con ninguna ciudad importante: si en 1575 la ciudad de México alcanzaba los 3.000 vecinos y Lima 2.000, Santiago de Chile tenía solo 375 vecinos y le seguía la ciudad de Valdivia, con 230 (Guarda 23). Jacques Lafaye enfatiza las diferencias entre diversas regiones latinoamericanas:

Solamente una cuarta parte de la población vivía en ciudades, que en su mayoría eran pequeñas. Es precisamente en ellas donde la cultura española se hizo provinciana y, muy pronto, arcaica, por falta de contacto con España. Sólo las capitales de los virreinatos, como Lima y Ciudad de México, y los grandes puertos de mar más próximos a Europa, como La Habana y Santo Domingo, prosiguieron bajo la influencia directa de España. Y, también, únicamente las cortes de los virreinatos, las audiencias y los conventos pudieron sostener una cultura escrita y estimular, al menos de forma episódica, una cierta actividad literaria (245).

A pesar de lo anterior, la conquista de Pedro de Valdivia había sido exitosa, lo que permite a Gabriel Guarda afirmar que «los habitantes de Chile habían procurado un desarrollo similar al de las demás regiones de América», el que se interrumpe con el alzamiento indígena de 1598: «a partir de 1600 deben resignarse a abandonar tal proyecto. El Reino adquiere fama de pobre y, fuera de Santiago, las antiguas ciudades –caso único en el continente– si no han desaparecido del todo, normalmente decrecen» (54). Armando de Ramón señala que hacia la segunda mitad del siglo XVII, Santiago fue abastecedora de alimentos, pertrechos y soldados de las ciudades del sur, «obligación que, según se dijo entonces, le impidió alcanzar siquiera un modesto grado de prosperidad» (34). Aunque la población fue aumentando en ese siglo, inundaciones, terremotos, el alzamiento indígena de 1655 y la crisis económica entre 1635 y 1685 –que implicó la baja de precios de productos chilenos, principalmente agropecuarios– determinaron que solo a comienzos del siglo siguiente pudiera completarse la consolidación urbana de Santiago:

[y]a durante la segunda mitad del siglo XVII parecía evidente que los burócratas y los mercaderes estaban alcanzando, tanto en Chile como en toda América española, los más altos lugares en la estructura social, desplazando a guerreros y encomenderos. La vieja sociedad señorial de la conquista se extinguía en un ocaso poco glorioso, mientras trepaban a los lugares de privilegio hombres nuevos, poseedores de una mentalidad mercantilista, frente a la cual nada pudieron hacer los descendientes de los primeros pobladores hispanos, la mayoría de ellos arruinados por la prolongada crisis económica, política y social de aquel siglo (Ramón 87).

Si para el Virreinato del Perú se afirma que «no será sino hacia las últimas décadas del siglo XVI que el número de letrados se incrementará y que la élite letrada se consolidará como tal» (Rose 85), es posible que debamos avanzar mucho más en el tiempo para hacer esa misma afirmación con respecto a Chile. Pero aunque no hubiese una clase letrada ni círculos letrados establecidos, había escritores o, al menos, gente que escribía. Hemos visto ya la estrecha relación entre el ejercicio de las letras y los círculos de poder, así como su función para el ascenso social y, por otra parte, el carácter conservador de la producción cultural, ya sea cuando observamos las funciones de la imprenta, las bibliotecas o los currículos de las universidades. Todas ellas abogaban principalmente por la transmisión de un conocimiento tradicional y vinculado a Europa como centro del poder y del conocimiento.

La precariedad general del Reino de Chile determina, así, un desarrollo cultural en cierto sentido modesto, pero que también puede pensarse como más lejano de la influencia de la vida cortesana y con una escritura más contingente, urgente, precaria. Ello no significa, por supuesto, considerar estas escrituras necesariamente resistentes al orden colonial, sino simplemente atender a las posibilidades que abre la posición marginal o semimarginal de su lugar de enunciación, que resulta, entre otras cosas, en que la producción textual del Reino de Chile se transmita mayoritariamente en manuscritos, producidos por escritores con un nivel de educación formalizada baja (Kordić 198).

Podemos reconocer en la producción letrada del Reino de Chile una primera etapa que va desde mediados del siglo XVI hasta principios del siglo XVII, en el que escriben soldados españoles que narran las conquistas a modo de testimonio 12. Es el caso de todo el grupo de primeros cronistas, Jerónimo de Vivar, Alonso de Góngora Marmolejo, Pedro de Valdivia y Pedro Mariño de Lobera; el relato épico de Ercilla y sus continuadores, como Pedro de Oña, el primer escritor criollo de Chile que publica en 1596 su Arauco Domado ; Diego Arias de Saavedra, autor de Purén indómito; y el poema anónimo La Guerra de Chile. Por esta época tuvieron estadía en Chile el dominico fray Reinaldo de Lizárraga 13y fray Diego de Ocaña 14, quienes dedican una parte de sus obras a la descripción de estas regiones australes. En general, la conquista está relatada por sus propios actores, y si bien estos narran, como apuntó Lucía Invernizzi, los «trabajos de la guerra» («La conquista de Chile…» 9), estos implican generalmente un horizonte exitoso de conquista. Las características de este primer período –la idea de la propagación de la fe como fundamento salvacionista, el servicio al rey en forma de lealtad del vasallo y los anhelos señoriales de los conquistadores (Goicovich, «La Etapa de la Conquista (1536-1598)» 55)– son también reconocibles en los textos que utilizan, en el caso de la prosa, una retórica notarial (Invernizzi, «La conquista de Chile…» 7-8).

El desastre de Curalaba en 1599, la pérdida de las ciudades del sur y el establecimiento de la frontera en el Biobío producen un cambio relevante en los temas y en la perspectiva de las crónicas, aunque la guerra de Arauco siga siendo central. Ya adentrados en el siglo XVII, además de los soldados españoles Alonso González de Nájera, Santiago de Tesillo y Jerónimo de Quiroga 15, escriben soldados criollos, como Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, miembros de órdenes religiosas como Diego de Rosales y el criollo Alonso de Ovalle, jesuitas, o el mercedario Juan de Barrenechea y Albis, también criollo. Salvo el breve texto de Santiago de Tesillo, Guerra de Chile (Madrid 1647) y la Histórica relación del Reino de Chile (Roma 1646) de Alonso de Ovalle, la mayor parte de estos textos siguen inéditos y circulan en manuscritos. En todos ellos predomina el relato histórico ya sea de conquista o de la guerra de Arauco, así como temas relacionados con la legitimidad de los medios para asegurar y completar la conquista o los modos de terminar con la guerra de Arauco, discutidos desde una perspectiva jurídica o teológica, lo que muchas veces se hace utilizando una retórica notarial y del sermón. La preeminencia de soldados y de miembros del clero es notoria, quedando fuera otro tipo de escritores, como funcionarios públicos o abogados, así como escritores indígenas o mestizos.

Las críticas a las políticas con respecto a la guerra, a la administración, pero también al comportamiento de soldados y encomenderos, otorga un carácter más amargo y pesimista a los debates. Surgen polémicas en torno a la esclavitud indígena y a la estrategia de la guerra defensiva respaldada por Luis de Valdivia, y durante todo el siglo XVII «la balanza de la política española se debatirá entre los extremos de la conciliación y la violencia excesiva» (Goicovich, «Entre la conquista y la consolidación fronteriza» 318) 16. Estos temas siguen presentes en las crónicas coloniales durante todo el siglo (331), si bien son especialmente relevantes en su primera mitad, durante la cual se reconoce una mayor actividad bélica en comparación al período que sigue al levantamiento de 1655 (Villalobos 1985). Durante este siglo se ha descrito también un cambio en la orientación del discurso sobre el indígena, en relación con el fracaso de un sistema de conquista que se pensó posible hasta el desastre de Curalaba. Así, hacia finales de siglo XVI se reconoce el afianzamiento de un discurso que reaccionaba al hecho de que los españoles fracasaron en el intento por convertir al mapuche en un productor de excedentes, como se hiciera en México o en el área andina: «la convicción de los españoles del siglo XVI que en la Araucanía había abundante oro y que los mapuche debían recogerlo, los obligó a insistir en el control del territorio y de su población», lo que fue un factor que determinó que la conquista «en Chile se revistió de tanta violencia» (Pinto 15). Este fracaso llevó a articular la idea de un indígena bárbaro e incorregible que estorbaba al europeo, «al punto de ponerse en duda la conveniencia de su conservación»; se le califica de demoníaco y bárbaro, lo que justifica su exterminio (16-17).

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