Historia crítica de la literatura chilena

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El Reino de Chile se caracterizó por la precariedad material y de la vida cultural en general. Este rasgo nos devuelve una producción escritural más alejada de la influencia cortesana, y aun de lo urbano, y más marcada por lo contingente y lo urgente, lo que en sí mismo constituye una huella identitaria.

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En el Reino de Chile se implementaron las mismas políticas culturales que en el resto de la América hispánica, aunque en una escala menor y con una mayor tardanza, pues los focos culturales más importantes se desarrollaron en los virreinatos. Al contrario de lo que sucede en Lusoamérica, la Corona española abogó por la implantación de imprentas y universidades en las principales ciudades (Myers 33), lo que redunda en el fenómeno de la translatio o actualización del pensamiento europeo en las Indias, cuyo agentes son los «letrados» (Rose 82). Como precisa Sonia V. Rose, en Hispanoamérica «es la participación en la cultura letrada la que permitirá a los distintos individuos ingresar a los círculos de poder y formar parte de las élites dominantes –o, al menos, codearse con ellos–. En el caso de las Indias hispanas, los medios institucionales de acceso a esa cultura han sido instalados en territorio americano por la Corona». Al contrario de otras colonias, «desde mediados del siglo XVI las Indias españolas solicitan y consiguen universidades, colegios e imprenta» (Rose 81).

Teodoro Hampe Martínez corrobora esta idea con la constatación de que las bibliotecas latinoamericanas muestran un importante nivel de correspondencia entre la América hispana y Europa, y que «los colonizadores españoles disfrutaron, mediante el comercio del libro, de una comunicación directa con los círculos intelectuales de Europa» (60). Este vínculo puede rastrearse no solo en el hecho de que la mayor parte de los libros de bibliotecas americanas proviene del Viejo Mundo (un 80 u 85% de los materiales identificados en las bibliotecas indianas fueron importados de Europa), sino también en la escasez de temas americanos en estas mismas bibliotecas (Hampe 61) 7. Ya Irving Leonard había señalado que el 70% o más de los libros que circulaban en los siglos XVI y XVII en el Nuevo Mundo trataban de asuntos religiosos. Hampe concluye:

Los materiales impresos fueron utilizados mayormente para mantener contacto con la cultura e ideología europeas, no para acumular más conocimiento sobre una realidad que los colonizadores conocían bien y confrontaban en su vida cotidiana […] En otras palabras, los libros fueron percibidos esencialmente como un instrumento para asimilar y armonizar con las tendencias contemporáneas en tecnología, cultura, política y moral europeas. Hasta bien entrado el siglo XVIII los trabajos impresos no fueron tanto un medio de articulación de los intelectuales y burócratas locales con la realidad inmediata, sino más bien vínculos que los mantuvieron conectados con España y el resto de Europa (61-62).

Cabe notar que este conocimiento que se transmitía a través de los libros debe entenderse desde otros presupuestos que los actuales: como explica Anthony Grafton, hacia el 1500 los intelectuales manejan un conocimiento que no ha cambiado mucho desde la antigüedad, ven la historia y el cosmos como ordenados y estables, y trabajan con un saber que debe ser estudiado más que mejorado (13-19).

Los libros describen el mundo como un todo, de ahí que se afirme que en la época colonial «había un convencimiento sobre la unidad del saber: el pensamiento jurídico, filosófico y científico son diversas facetas de un mismo saber» (Mazin 53).

Si bien el desarrollo de las ciencias, el nuevo conocimiento geográfico y el descubrimiento del Nuevo Mundo tensionan este saber ya completo y ordenado, en muchos casos la novedad se intentaba acomodar más que contrastar con lo establecido, y los textos antiguos continuaron proveyendo un lenguaje e imágenes para dar cuenta de lo «nuevo» (Grafton 253 y ss.). Grafton interroga las formas en que el conocimiento tradicional mantuvo su vigencia e influencia hasta finales del siglo XVII y describe un proceso lleno de contradicciones y de traslapes más que un progreso en donde el nuevo conocimiento reemplaza al antiguo. En este contexto, la presencia de libros de tema religioso y la escasez de publicaciones sobre América en las bibliotecas de la metrópoli y de la Colonia apuntan precisamente al poder de la autoridad heredada y a las formas complejas y contradictorias en las que las experiencias y conocimiento del Nuevo Mundo se incorporan a este saber. Las universidades latinoamericanas más completas transmitían los conocimientos tradicionales y contribuían de esta forma a mantener su prestigio. De acuerdo a ello, las universidades se ordenaban en una estructura de cuatro facultades: teología, artes, derecho y medicina, y trabajaban con un programa de estudios estandarizado (Lafaye 239).

El ámbito cultural chileno en la Colonia no puede, pues, sino ser considerado como parte de este entramado. Las bibliotecas coloniales chilenas siguen, de hecho, la tendencia hacia los temas religiosos que existe en Hispanoamérica: el clásico estudio de Isabel Cruz determina que entre los años 1550-1650 predominaban los libros religiosos, los que fueron desplazados al segundo lugar por los de tema jurídico en el período de 1655-1750. Con todo, los libros jurídicos, aunque mayores en número, no tienen presencia en todas las bibliotecas, como sí ocurre con los religiosos (Cruz 110 y ss.) 8. En Chile solo en el siglo XVIII se pueden encontrar bibliotecas considerables, como la del obispo Alday, la más grande, con más de 2.000 volúmenes, y la de José Valeriano de Ahumada, con 1.400 volúmenes (Millar y Larraín 176-7). En los siglos anteriores la presencia de bibliotecas es escasa: Cruz registra a ocho particulares que poseían libros entre 1655 y 1665, de los cuales solo tres tenían más de doce títulos; entre 1695 y 1705 registra a cuatro particulares con libros, de los cuales solo uno tenía una buena biblioteca (Cruz 110). Estas bibliotecas están muy lejos de las más grandes de ciudad de México, como la del obispo fray Juan de Zumárraga o, en el Perú, la del clérigo Francisco de Ávila, que contaba a su muerte en 1647 con 3.108 volúmenes. La escasez de libros sobre América también puede verse claramente en el estudio de Cruz: en los inventarios de 15 bibliotecas chilenas que corresponden al período de 1750-1820, solo pesquisa dos títulos sobre Chile: la Histórica relación del Reino de Chile de Alonso de Ovalle y el Compendio de la Historia geográfica, natural y civil del Reyno de Chile de Juan Ignacio Molina (173 y ss.).

Tal como en el resto de la América hispánica, los libros circulan en el estrato alto, es decir, entre clérigos, frailes, letrados de profesión civil –médicos, abogados, escribanos– y comerciantes (109).

Por otra parte, en Chile se consideran los mismos hitos que en el resto de Latinoamérica para dar cuenta de su desarrollo cultural: la fundación de la Universidad en San Felipe en 1747 9y la llegada de la imprenta en 1811, recién después de la Independencia. Se ha señalado lo tardío de la incorporación de la universidad y de la imprenta en comparación con otras ciudades latinoamericanas: Lima y México tuvieron universidad en 1551, la imprenta se instaló en México el año 1540 y en Lima en 1581 10. Bernardo Subercaseaux muestra que la llegada de la imprenta a Chile no solo fue tardía en comparación con los virreinatos, sino también en relación al resto de Latinoamérica (11). Estos datos nos permiten articular, por tanto, algunas particularidades de la vida intelectual del Reino de Chile durante la colonia, y describir las condiciones en las que circulaba la producción letrada.

La importancia secundaria de Chile dentro de la administración colonial –un Reino dependiente del Virreinato del Perú–, su aislamiento geográfico y la guerra de Arauco dieron, pues, la impronta al desarrollo de las letras en el Reino. La configuración de un espacio propiamente letrado requiere de una institucionalidad que se desarrolla en la ciudad, en conjunto con la implantación de una burocracia estatal: «la historia del saber en las Indias no puede desvincularse de su red de ciudades, la más grande de la monarquía española […] Esa red requirió de unas mismas estructuras jurídicas y de gobierno, es decir de un aparato administrativo que uniera los territorios entre sí» (Calvo cit. en Mazín, 57). Es decir, está vinculado a las ciudades y, más incluso, a la instalación de un aparato burocrático y a una forma de hacer carrera funcionaria 11.

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