Eucario Ruvalcaba - El arte de mentir

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Aforismos, ensayos -unos largos, otros breves-, apuntes, reflexiones. La charla íntima se turna con la lección del maestro. Un decálogo, un instructivo, un manual. Todos comparten una sapiencia serena y libre de vanidad, un discurso sembrado de brillantes conclusiones, Un largo de esta amplia galería de indagaciones, el lector puede sentir la compañía de un autor dispuesto un repensar, una poner en duda cada tema, para vestirlos así de novedad, encararlos, descubrirlos a profundidad, y su escritura comprometida y lúcida. Eusebio Ruvalcaba traza los caminos de la razón y la erudición, se deja llevar por el instinto y la imaginación verbal. «Ruvalcaba logra encontrar amables destellos de belleza hasta en los eventos más sórdidos.» Manuel Lino

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Aunque, ya se dijo arriba, hay de colecciones a colecciones. No abundan, pero sí sobran. Como están las cosas, a nadie sorprendería enterarse del que colecciona orejas, y no precisamente por ser médico forense. Y por ahí andará el marido celoso que colecciona la cabellera de sus esposas. Lo de menos es que les haya comprobado su infidelidad.

FRANZ LISZT DIXIT

El cosmopolita pertenece al mundo.

No importa si ha viajado o no. El cosmopolita –el usuario del cosmopolitismo– ve con ojos de admiración las manifestaciones –sobre todo de índole cultural– aun de las naciones más alejadas de la suya propia, o incluso antagónicas.

El cosmopolitismo enriquece el horizonte de los hombres con visión amplia. Quien es cosmopolita no valora a su país por encima de los demás; por el contrario, intenta darle su valor al universo humano que lo rodea.

Por regla general, el cosmopolita recalcitrante es mal visto en su lugar de origen. Se le dice traidor por ponderar el arte culinario extranjero por encima del suyo; se le dice pusilánime por no apoyar el deporte de casa, no importa a qué nivel de podredumbre se encuentre; se le dictamina de mediocre o débil por preferir las expresiones musicales ajenas y no las propias; se le dice incongruente por no ponderar el cine de su país como el mejor de todos los tiempos, y en cambio detenerse en las parcelas cinematográficas de otras latitudes.

Las miras del hombre cosmopolita le permiten disfrutar lo mejor de cada nación, sin que el juicio por su conducta le quite el sueño.

El cosmopolita pone el dedo en la llaga cuando descuella la insignificancia de los valores nacionales, trátese de la nación que se trate; pues hay que destacar que los cosmopolitas son vituperados lo mismo en Rusia que en Estados Unidos, en Argentina que en Somalia.

Con soberbia discreción, el cosmopolita pasa de largo delante de los juicios estrechos de los hombres de mirada chata. Acaso en algún momento de su vida intentó convencer a quienes lo rodeaban de la limitación que significa adjudicarle prebendas excesivas a la patria; ahora prefiere disfrutar para sí mismo lo mejor del pensamiento universal.

El cosmopolita habla su idioma madre con fruición. Pero una fuerza interior –llamada lucidez– lo obliga a interesarse, cuando no aprender, otros idiomas; sabe que la prosodia de la palabra luna es igual de hermosa, o acaso más, en francés (lune), en portugués (lua), en alemán (mond), en inglés (moon).

La globalización no hace cosmopolita a un hombre. Quien anda con una venda en los ojos, jamás advertirá lo que acontece en rededor.

El cosmopolitismo hace más agradable la vida.

El cosmopolita advierte el placer en aquello más insignificante a los ojos del hombre vulgar. Porque el alma del cosmopolita es grande, ése es el principio reactor que lo rige. Y se desparrama en su vida diaria.

Paradójicamente, quien se niega a reconocer los valores de otras naciones, quien no los ve, menos ve los propios, los suyos; excepto los que son enaltecidos por la demagogia, los que aplastan aquellos que juzgan rivales.

El cosmopolita no muere en casa; muere en el ámbito del universo, y a todo el universo le afecta.

Si los líderes en el mundo abrevaran del cosmopolitismo, las guerras no abundarían. Las relaciones entre los países serían más amigables, y no se verían en las reacciones de los extranjeros señales de violencia o desafío.

Pero el cosmopolita no está cerrado a descubrir en su entorno valores universales. Ve la belleza donde otros sólo ven trivialidad, perfección donde otros sólo distinguen bastedad. Más aún, el cosmopolita defiende las virtudes de su país ante el descrédito, o, peor, la indiferencia.

“No soy alemán ni húngaro, como tampoco soy francés ni italiano. Con igual derecho podría afirmar que soy inglés. Mi patria es el mundo, y la encuentro en todas partes”, dijo alguna vez Franz Liszt ante el asedio de una mujer.

EL OFICIO DE LA INVISIBILIDAD

Para Christophe Lucquin

1. Lo bello permanece invisible a los ojos del profano. Como las sinfonías de los pájaros a los oídos del sordo.

2. Dios es invisible. O preguntémonos, ¿a quién le rezamos cuando levantamos los brazos al cielo?, ¿habrá quien piense que a nadie?

3. Nada mejor que pasar inadvertido, que ser invisible. En la medida que no existimos para la humanidad, la humanidad nos deja en paz.

4. La invisibilidad es la capacidad de estar sin estar. De no figurar. Y no es precisamente la modestia llevada hasta sus últimos extremos. Es el hartazgo de esa bestia llamada hombre. Que obliga a ceñirse la corona del aislamiento.

5. La música es invisible. Si la ves tras una cortina de agua, sólo distinguirás alas de ángeles.

6. La invisibilidad nos permite disfrutar de las cosas sin el alto precio de figurar en escena. Acaso para las mujeres resulte aún más difícil. Por su avidez de figurar en los primeros planos del mundo. Que pasen inadvertidas es doblemente complicado. Porque su vanidad las obliga a estar ahí en donde transcurre la acción. Y no es que los varones no sean harto vanidosos, sino que la mujer necesita retroalimentarse de eso que ella misma da a torrentes. No puede pasar un día sin que la mujer se sienta impelida a exhibirse. Aun en el larguísimo trecho de la cama al baño. O a la inversa.

7. Los ojos, o, más que eso, la mirada, es básica para el éxito de la invisibilidad. Porque los ojos son como aquel corazón delator de Poe. Que se manifiesta su presencia a costa de lo que sea. De tal manera que los ojos atraen las miradas, y delatan. Allí está, se dirá alguien señalando al aludido. De ahí que sea prudente domesticar la mirada. Domeñar los ojos. No permitir que se salgan de sus cuencas.

8. La invisibilidad es la única cómplice de la Iglesia. Tal vez porque Jesucristo sólo se revela a los ojos del corazón. Tal vez porque el Nazareno fue invisible, y sólo lo distinguieron los impíos para su salvación eterna. Tal vez porque el Redentor no existió, salvo en su invisibilidad –que éste habría sido el argumento indiscutible del Diablo, en su demostración de la no existencia divina.

9. ¿Quién dice que el agua no es invisible? El sediento vulgar descubre el manantial en la fuente. El sediento hiperestésico descubre el manantial donde el resto sólo ve piedras áridas.

10. Ser invisible consiste en estar sin estar.

11. La máxima aspiración de la invisibilidad es trocarse en aquello que está a la vista de todos y que nadie requiere: una cosa cualquiera. Digamos como un discreto florero. Entre ese hombre invisible y el florero no habría diferencia alguna. Nadie le va a pedir su opinión. Nadie se dará cuenta del color de su corbata. Nadie se empecinará en sentarse junto a él para salir beneficiado.

12. La mujer invisible es más imprevisible que el hombre invisible. La mujer invisible no deja huella por donde pasa; el hombre, deja un hijo.

13. A los visibles se les juzga por todos los ámbitos. Son escarnio aun en el caso de que sean buenas personas. Porque abren la boca más de la cuenta. Porque no se comportan como se esperaría de ellos. Porque no son capaces de tragarse su opinión. Porque ese carácter de visibilidad los convierte más en un estorbo que en un acicate.

14. Si la Sagrada Familia hubiera sido invisible, no seríamos creyentes. Ni sufriríamos tanto.

15. Nada hay oculto para la invisibilidad, excepto un desafío ante el espejo.

16. Los perros muertos que nos visitan en el tramo de la noche son invisibles; no así sus ladridos, sus aullidos, sus garras, su olor. O ni su pelambre a las manos del amo.

17. El practicante de la invisibilidad aprenderá a dejar su amor propio en el perchero de la entrada. Sobrevivir sin semejante recurso lleva más tiempo de lo imaginado. A veces más de lo soportable.

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