Los sabios apuntan que no hay día que el hombre no mienta, y, según Borges, varias veces al día. A veces hasta siete (¡siete mentiras por día!, no se necesita entrenamiento propedéutico). Mientras que Stendhal afirmó que en el arte de mentir las mujeres les llevaban a los varones kilómetros andados.
Es posible. Aunque la diferencia estribaría en las razones para mentir. De entrada, lo mismo privan razones aviesas que piadosas. Maestra de la mentira fue Madame Bovary. Y, cosa curiosa, el semblante de Flaubert todo refleja menos un experto en la mentira. ¿O será que todo escritor lo es, por más cara desprovista de maldad que posea?
La mentira acerca a los hombres, cuando menos a los varones adolescentes. Basta mirarles la cara de fascinación que tienen cuando uno de ellos narra sus experiencias con la novia. Todo mundo sabe que es mentira lo que aquél cuenta, pero lo hace de un modo tan sabroso. Que finalmente es lo que se quiere oír. Como la mentira de Orson Welles. La más grande que haya habido. Más honor merece Welles por esa mentira que por su Citizen Kane.
UN DIAMANTE DE CADA PALABRA
Para Jaime Aljure
Hablar no es conversar. Se habla y se habla, por cualquier pretexto y a la menor oportunidad; pero no hay nada más alejado del arte de la conversación que hablar sin ton ni son.
Escuchar a un buen conversador es un privilegio. Buenos conversadores –cuyo arte ha llegado hasta nuestros días– lo han sido Borges y Yourcenar, Marguerite Duras y Mircea Eliade. Basta leer sus entrevistas. Que es decir sus libros de conversaciones, y Anton Rubinstein entre los músicos –mérito por partida doble, los músicos, tan apartados de la conversación.
El buen conversador hace un diamante de cada palabra. Es, pues, como un músico. Pensemos en una conversación como en una sonata para piano. El intérprete por antonomasia sabe que no puede desperdiciar –despreciar, sería más apropiado decir; descuidar, acaso– una sola nota. Porque aun la más simple y anodina nota –que no las hay– tiene un peso específico en el corpus de esa sonata.
El mal conversador –que son la mayoría de los parlantes– habla sin reparar en la belleza de las palabras. En su gravedad por su significado y su prosodia. En su relevancia. De hecho, jamás se pregunta por el origen de los vocablos, por su divinidad. Los utiliza indiscriminadamente, como un surfista utiliza las olas.
El arte de la conversación conduce directamente al placer. Nada tan agradable para el espíritu crítico como entablar una buena charla. Todos los sentidos se alertan para ese deleite. Aun los que en apariencia no tuvieran nada que ver. Porque una buena conversación se apropia paulatinamente de la voluntad, lo mismo de quien habla como de quien escucha. Y el apetito por la belleza no se termina jamás. Quien escucha al buen conversador quiere más. Y más. Se torna insaciable.
Quien sabe conversar sabe escuchar. El arte de la conversación no radica en la erudición. De hecho, la erudición no deja de ser más que un adorno fútil. Prescindible por pedante. Los conversadores pazguatos piensan que entre más demuestren su erudición, más duchos son cuando conversan. Que conversar quiere decir asombrar, y de paso humillar y aplastar. Estos conversadores no nada más necesitan todo el tiempo los reflectores encima de su cabeza, sino que, no podía ser de otra manera, no dejan hablar al interlocutor. Se apropian del micrófono y no hay modo de que lo suelten. Y cuando acaso le permiten hablar al otro, no lo escuchan. Lo que provoca un desasosiego en la otra parte del binomio.
El buen conversador acaricia las palabras. Las modula a su arbitrio, como mejor se acomoden, como mejor caigan. Incluso se permite tener matices. De pronto sube el tono de voz –jamás como muestra de prepotencia, sino de arrobamiento–, de pronto, como si la voz fuera una pelota de béisbol, aquellas palabras hacen una curva delante del otro. Como si tardaran más en llegar a su destino. En la misma medida el conversador maestro es astuto. Sabe cuánto tiempo sostener en la boca una palabra (o una avalancha de palabras) antes de decirla. Sabe que así crea una expectativa. Y quizás ahí radique el deleite mencionado arriba. Que el buen conversador sabe mantener un suspenso en su conversación.
Ser imparcial no es fácil, y menos todavía que no se note. Ésta es una de las gracias envidiables de un buen conversador. Se advierte que a su lado el tiempo transcurre sin dejar huella. Que las cosas son amables y precisas.
Quizás para un buen conversador, la mejor charla es aquélla en la que se ha convencido al interlocutor sin que éste jamás se haya percatado.
El coleccionismo vuelve insaciable a quien lo practica. Un buen coleccionista jamás se da por satisfecho. Acaso un vacío prive en su interior, que no hay modo de colmar.
Pocos individuos tan débiles como el coleccionista. Más débil aun que el adicto. Si el coleccionista atiborra su casa de ranas, bastará con mostrarle una rana a la que le falta un anca y decirle que perteneció a Salvador Novo para que sus ojos se vuelquen al cielo y ofrezca todos sus ahorros por aquel objeto.
Nadie, pues, tan fácil de morder el anzuelo de la mentira.
El coleccionismo mata el buen gusto. Con tal de satisfacer su obsesión, el coleccionista pasa por alto circunstancias adversas que empobrecen aquella cosa. Es capaz de cerrar los ojos ante la evidencia. Se resiste y lo piensa dos veces. Pero sabe que hay objetos que aunque no estén en perfecto estado, vale la pena poseerlos. Más que eso. Pueden pasar un par de días, y se reclamará por no haber tenido el aplomo de comprar aquello que ahora le quita el sueño. Al día siguiente, lo primero que hará será correr hasta el vendedor y adquirirlo. Esa noche, conciliará el sueño como un bendito.
Hay de colecciones a colecciones. No importa qué se coleccione. Pueden ser cuadros de Rembrandt, cartas de Beethoven, anforitas de ron, trajes de charro, gafas de hombres ilustres, libros autografiados, elefantes de porcelana, automóviles Bugatti, curiosidades extraídas de barcos hundidos, armas Ninja, kimonos de geishas célebres, piezas de aviones derrumbados en la Segunda Guerra Mundial, prendas de vestir de luminarias del cine, cancioneros, recetarios, violines de Paganini, zapatillas de la Callas, estoques de Manolete, collares de Rin Tin Tin, hasta peines de José Luis Cuevas o gafas de Quevedo.
Todos los objetos son coleccionables, y en particular algunos que posean la impronta que los hace únicos. ¿O alguien no querría la espada que usó Espartaco en su lucha por acometer su movimiento libertario? ¿Y de ahí seguirse con la espada de Pedro de Alvarado, bajo cuyo filo murieron cientos de indígenas en Cholula? Y ese coleccionista, ¿podría decirle no al sable con que Scaramouche partió en dos la yugular de sus adversarios?
Apelando a la debilidad del coleccionista, se inventan numerosos trucos que obligan a ciertos clientes a dilapidar su dinero en sueños guajiros. Por ejemplo, cuando surge una colección bajo el sello de una marca famosa. Las plumas fuente, para no ir más lejos. De pronto aparece la colección William Faulkner, la Stendhal, la Oscar Wilde, la Dumas… por mencionar algunas, y aquel hombre acude al punto de venta y le da un zarpazo a su cartera. Las consecuencias no importan. Lo único que vale la pena es tener la colección completa de aquellas obras maestras.
El coleccionista vive con los sentidos alerta. Atento a cualquier señal de que su colección puede enriquecerse –aunque se trate del que colecciona tazas. Piénsese si no en el que va de invitado a una casa. Observará hasta la saciedad la sala de aquella residencia, en particular las vitrinas y los anaqueles. Y feliz él si descubre una colección afín a la suya. Pero feliz es un decir, porque en realidad no lo será hasta que se entreviste con la dueña de la casa. Querrá saber cómo llegó hasta sus manos este objeto, aquel otro.
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