Los mortales le tienen envidia a los cínicos. Saben que atrás de cada cínico hay un alma que les puede brincar a la yugular. Un enemigo en potencia. No entienden cómo un cínico logra sobrevivir. Revisan entonces su cuenta bancaria. Miran con desconfianza su automóvil último modelo. Si él tiene todo, cómo es posible que un cínico –a quien no le quitan el sueño los avatares del consumismo– lo sobrepase, se burle de él.
El cínico desconfía de todo, incluso del amor. No ve en el amor más que una forma de esclavizarse. Él, que defiende su libertad a costa de todo y contra todos, advierte en el amor un guiño de la heroicidad. Asume que tras lo actos épicos, el amor es capaz de filtrarse. Entonces denuesta del amor. Lo hace a un lado y se dispone a lo que viene.
El cínico hace de cada día el colmo del aburrimiento. El mundo se puso delante de él para que lo viviera. Pero cada día es exactamente igual que el anterior. Aunque cada día le provoque connatos de sonrisa. Nunca de melancolía.
La palabra riesgo no entra en el vocabulario del cínico. Quien tiene los pelos de la mula en la mano no tiene por qué arriesgarse. Otras palabras constituyen su acervo cotidiano: epicureísmo, placer, vuelta en U. Porque ese insignificante peldaño que va de una situación a otra que acaso se torne trágica, el cínico la identifica de inmediato y prefiere seguir su camino. Ahora es él quien sique su camino.
De esta forma, sin quererlo, el cínico da lecciones de vida. Este cometido no figuraba en su manual del cinismo, pero al fin y al cabo a él le viene bien.
LOS PRECIOS DE LA LENCERÍA
Ser superficial no cuesta ningún esfuerzo. Por eso los superficiales son longevos. Aquellos ancianos de excelente buen humor –son adorables– siempre se inclinaron en la vida por la superficialidad. En cambio los frívolos son incapaces de llevarse la fiesta en paz. Siempre están buscando el modo de sobresalir, aunque sea con la máscara de pasar inadvertidos.
Se llega a la frivolidad por la vía del conocimiento, la inteligencia, la sensibilidad o el dolor.
El frívolo puede ser superficial en el momento que se le antoje; el superficial no puede ser frívolo. Carece de esa suspicacia.
El frívolo provoca admiración; el superficial, aburrimiento.
Nada más peligroso que una mujer frívola; sobre todo cuando navega con bandera de superficial.
La frivolidad de Wilde es única e irrepetible. Llevó la frivolidad a tal altura, que se tornó profunda –la factura todavía la está pagando.
El frívolo no se toma en serio ante los ojos de los demás porque de los hombres es quien más se toma en serio. Pero es un maestro en el arte del ocultamiento. Lo que genera en derredor es confusión: los superficiales lo tildan de banal, y las mujeres de encantador.
El superficial cree que siempre tiene la razón.
El frívolo hace un platillo de sus errores, y lo pone a la mesa para la degustación de los comensales.
Los superficiales miden el alcance de su superficialidad cuando cuentan los pasos de la bailarina. O las sílabas del endecasílabo. Es el límite del ejercicio de la superficialidad –el cual llevan a cabo de forma espontánea; si lo hicieran deliberadamente serían frívolos.
En el momento en que el superficial se advierte como superficial, se vuelve frívolo. Lo que asume con una gran sonrisa. Es el alpinista que llega a la cima y no hay nadie para recibirlo. La cumbre del anhelado fracaso.
El superficial es solemne, y cree que el mundo está hecho a su medida. El frívolo sabe que el mundo está hecho a su medida.
El frívolo sabe que ciertos gestos tienen aún más elocuencia que la palabra. Su mejor consejero es el espejo, y de cuerpo completo mejor todavía.
El superficial pone énfasis en sus palabras, sobre todo cuando, zafio, las considera profundas.
El superficial recita un poema en el momento en que nadie se lo espera, porque piensa que así no será considerado superficial.
El frívolo jamás recita un poema, excepto si lo inventa en ese momento y se lo adjudica a otro; es decir, excepto si es para reírse de sí mismo.
Para que el frívolo sobreviva, necesita del superficial. Es el mérito del superficial.
El frívolo defiende su semblante; el superficial, sus facciones.
El superficial sueña con la lencería; el frívolo sabe los precios de la lencería.
El superficial permanece superficial toda su vida. Para él no es cosa de mérito. Si hubiese doctorado en superficialidad, el frívolo se llevaría el galardón.
Se nace superficial. La frivolidad se advierte a lontananza no como un premio sino como el colmo de la fatalidad.
UNA ADICCIÓN INCONFESABLE
Para Leopoldo Lezama
El ensimismamiento obliga a quien lo ejerce.
Todos somos adictos a ensimismarnos –que no significa encimarse unos encima de otros. Aunque bien visto podría ser que la imagen no sea tan disparatada.
Como sea, el ensimismamiento va a la par de la introspección. Hay una actitud de fondo, cierta gesticulación inequívoca. El ensimismamiento le ordena al cuerpo que se contraiga, que ubique su centro de gravedad, el plexo rotundo, y que hacia allá tienda todos los vectores. Los vectores que le indican a un cuerpo qué actitud tomar. Porque no es lo mismo los vectores en línea recta, tensos como terminales nerviosas, que anuncian un cuerpo dispuesto a la carrera de los cien metros, que la tensión dramática del cuerpo del violinista a punto de tocar el primer acorde en un concierto con el auditorio abarrotado de gente.
Nadie se atreve a interrumpir a un hombre ensimismado. Quizás esté en el sacramento de la confesión –se dirán algunos. Quizás esté en ese proceso multívoco que se denomina yoga. O tal vez esté emprendiendo un viaje sin retorno. Como sea, cada vez que se interrumpe a un hombre ensimismado, se quiebra una nuez universal.
El hombre ensimismado –ensimismado en sí mismo, ¿es un pleonasmo, una tautología, un disparate decirlo?– nunca está solo; siempre está consigo mismo. ¿A la espera de qué? ¿De una idea?, ¿de un recuerdo?, ¿de una sensación?
El ensimismamiento tiene que ver con la edad. Una vez rebasados los, digamos, veinticinco años –edad crucial en la vida de un hombre, acotó san Agustín, y lo sublimó Beethoven– el hombre tiende a ensimismarse. Como las víboras, a cambiar de piel. Ha dejado atrás la piel de la superficialidad, y ahora se ve impelido a mirarse a sí mismo.
Todo hombre ensimismado lleva consigo un espejo de cuerpo entero. Un espejo que sólo y solamente y nada más ese hombre ensimismado contempla. Es un interlocutor, su interlocutor. Con él establece pactos y límites. Te veo pero de aquí no me hagas pasar. Me ves, pero no rebases esta línea.
El ensimismamiento tiene que ver más con los hombres que con las mujeres.
Las mujeres son dueñas de su tiempo. Valoran su tiempo de otro modo. Le dan a cada segundo –iba a escribir a cada nota musical– un peso específico determinado. El que tienen. Y no están dispuestas a conversar con su otro yo, sin ningún cometido a posteriori.
Porque ésa es otra. ¿Qué espera el individuo ensimismado si no es conversar consigo mismo, obtener una ganancia explícita de esos largos minutos vuelto hacia sí mismo?
Acaso la palabra ensimismamiento es de suyo de las más claras y felices por su estructura: ensimismamiento= en sí mismo. ¿Y qué habrá de entenderse, qué habrá de interpretarse de estas tres palabras?, ¿algo tan profundo que no resiste la anfibología? Seguramente. Porque todos hemos aspirado a concentrarnos en nosotros mismos, a dejar de lado lo que significa la abundancia y el exceso. Sin detenernos en lo que la palabra ensimismamiento lleva en su semántica, en su cambio de significados. Que no existen. Es unívoca.
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