2. La vista de un individuo paupérrimo echa por tierra todas las buenas intenciones. La pobreza revela un estado de descomposición inocultable. Por más que la voz mediática hable de progreso, de igualdad, de compensación social, la pobreza pulveriza la demagogia. Porque delante del fenómeno de la pobreza las cosas parecen fracturarse. Todo lo que se conoce por confianza, las acciones legítimas que se emprenden en los campos de la educación, del suministro de empleos, se esfuman como por arte de magia.
3. Acaso Dostoievski ha sido el escritor que más trágicamente ha escrito sobre la pobreza. Sobre todo acerca de los sentimientos que genera. De cómo se constituye en una animadversión devastadora que a su paso –conforme va creciendo en el alma del pobre– se transforma en un manantial de resentimiento que genera primero envidia y luego venganza. ¿Venganza contra qué, contra quién? Por regla general venganza contra el adinerado. Aunque él no sea culpable de nada. ¿Cómo se articulan esos sentimientos demoledores? Dostoievski tiene la respuesta. Si algún estudioso quiere enterarse de cómo acontece esa escalada de dolor y confusión en la mente de ese hombre, que lea a Dostoievski. Nada importa que las condiciones sociales sean diferentes –por supuesto que ha habido cambios abismales de la Rusia del siglo XIX al México de nuestros días–, los sentimientos ruinosos son los mismos.
4. A nadie le gusta estar cerca de la pobreza. Porque un individuo –no estoy hablando de la sociedad sino del individuo– cuya indigencia es notable, provoca una suerte de repulsión en el otro hombre que lo contempla. Quien se preguntará: ¿cómo es posible haber tocado fondo de esa manera?, ¿qué rayos pasó para que se encuentre hundido en la miseria?, ¿qué estoy pagando, o por quién estoy pagando, la culpa de quién? Con esa serie de preguntas, aquel hombre está poniendo contra la pared el sistema de justicia y equidad que parece regir a la sociedad.
5. Hoy día, la pobreza está pasada de moda para los escritores. No se escribe más de la pobreza. Hay temas mucho más significativos –en el sentido de que venden más–, como el de los triunfadores, el de los exitosos, el de las mujeres que se desapegan de sus hijos y se convierten en mujeres emblemáticas por su poder de decisión, por su empuje en la empresa donde trabajan, por su capacidad para desplazar al varón en los puestos clave; el de los tipos que tratan de superar en todo a todos, y que se les hace poco; el de los que se lo pasan pregonando los valores de la ética y la moral y en casa maltratan psicológicamente a la esposa además de tener una amante para los fines de semana. Y cabría preguntarse por qué acontece esto: ¿de verdad ha disminuido dramáticamente, para bien, el número de pobres?, ¿o es que la literatura está sufriendo una especie de deshumanización?, ¿o es que las cosas están sufriendo una transformación radical?
6. La pobreza pende sobre los adinerados como la espada de Damocles. Hay que andarse con cuidado porque en cualquier momento se puede ser pobre. Qué ignominia.
Para Laurie Ann
La hija tiene el aplomo del que carece el hijo, si de apuntalar la figura del padre se trata. Si de proteger la casta. Aquel hombre no es querido por nadie tan intensamente como por su hija. Querido, respetado y admirado. Ni la propia madre –desde luego ni la esposa–, lo quieren de esa manera. Para que un padre colme la paciencia de la hija se necesita mucho. Primero le da la espalda la mujer, el resto de la familia, antes que la hija. La hija siempre estará ahí, al pie del cañón, celosa de la persona de su padre, vigilante de su salud y bienestar. Aun si no abre la boca. Porque cuántas se callan su opinión, cuántas prefieren la vigilancia antes que el conflicto.
Hijas ingratas las hay menos. Excepto si en algún momento de su vida aquella hija se sintió despechada como mujer. La mayoría de las veces la madre se encarga de envenenar el corazón de los hijos. Y le funciona. Sin contar con que no siempre la hija tiene la oportunidad de, a la vuelta de los años, buscar a su padre y echarle en cara lo que ella juzga como el abandono.
La hija sufre la muerte del padre hasta las últimas consecuencias. Es decir, aquel hombre desaparece de su vida, y esa mujer lo sigue rememorando con dulzura. Como si esperara verlo a la vuelta del día. Como si la estuviera esperando sentado a la mesa. Aquella hija vive con esa aprensión. Como si las leyes de la naturaleza se pudiesen modificar arbirtrariamente. Cuando una de estas mujeres evoca al padre muerto, todo cambia: los ojos se le llenan de lágrimas, la voz la traiciona, su piel se escuece, cruza la pierna izquierda sobre la derecha. Se alerta. Se prepara para hablar de su padre.
Hay que escuchar a estas mujeres cuando hablan de su padre. No saben por dónde empezar. Que si el padre las cargaba cuando eran chiquitas, que si las llevaba de la mano al parque, que si entraba a la casa cargado de regalos. O que si era un hombre hosco, que de repente se asomaba a la ventana y se quedaba mirando el vacío por horas. Que más bien no era dado a repartir besos ni regalos, lo cual es lo de menos. Que pasaba horas delante de la tele mirando el futbol y bebiendo cerveza, en su justo derecho porque toda la semana el trabajo no le permitía un minuto de descanso. O que si le gustaba tocar la guitarra, comer tortas de pierna, salir a pasear los domingos y encerar él mismo su automóvil.
Las mujeres se ven aún más hermosas cuando hablan de su padre muerto. Se transforman.
Cualquier padre sabe que siempre tendrá un lugar en el corazón de su hija. Esté vivo o muerto. Sabe que podrá aparecérsele a su hija en sueños. O que simplemente podrá venir del más allá y sentarse a platicar con ella cuando la noche acontezca.
Pero en la misma medida que cualquier mujer, la hija exige. Atención, ternura, palabras que alimentan el espíritu. La hija lo retribuirá con creces. Es el ser más dulce sobre el planeta. El padre sabe que está preparando esa persona para que el día de mañana otro hombre se la lleve. La está educando para que sea un enlace entre él y el próximo marido. Le está diciendo sí a la vida de esta forma. En nadie más ha centrado todo su conocimiento y su experiencia.
Es la mejor carta que le dio la vida.
El cínico le lleva enorme ventaja al resto de los hombres. Su categoría de cínico le permite adaptarse a las circunstancias más difíciles o embarazosas. No tiene que dar cuentas a nadie –como el resto de los mortales– de los actos que emprende. Para él, las cosas se acomodan a su modo de ver la vida. El que no quiera ajustarse a su criterio, que siga su camino.
El cínico se deja llevar por la corriente de los vientos. Nunca de los nuncas constituye un obstáculo. Descree de los preceptos que guían el criterio de los hombres sin criterio. Él le ve el lado bueno a la vida. Sabe que las cosas no tienen compostura, o en todo caso que otros se encarguen de arreglarlo.
Revisa la historia y advierte que los ganones siempre son los mismos, es decir quienes sospechosamente creyeron en sus ideales. Para que a la vuelta del tiempo traicionaran sus valores. Ese ir y venir lo pone contra la pared. Mejor ser un cínico, se dice. Mejor no creer en nada, ni en uno mismo, se repite. Y dejar que la vorágine de los conflictos arruine los sueños de los idealistas, de los que mueren por sus convicciones.
El cínico lleva en la mano su verdad, que incomoda y provoca malestar en unos y urticaria en otros. La exhibe en los momentos álgidos, a modo de una cuchilla despiadada pero envuelta en fina seda. Cuando ninguno de los interlocutores se la esperaba, la muestra. Todos se vuelven a mirar aquella arma. Su palabra es invencible. Y quienes lo rodean lo saben. El hecho de no tomarse las cosas en serio, lo hace resbaloso, como el cuerpo de los gladiadores. Porque los abanderados de la verdad son enemigos acérrimos de enfrascarse en una contienda donde lo único que priva es la inteligencia corrosiva, no la erudición ni mucho menos la solemnidad.
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