Stanley Maxwell - Este ser el día del Gran Dios y otros relatos Impresionantes sobre el sábado

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"Este ser el día del Gran Dios" es una colección de relatos notables y verídicos sobre la fidelidad de Dios para con quienes honran su santo día. Estas historias te llevarán desde el desierto de Kalahari hasta frías y solitarias celdas de prisiones; de guerras tribales en Ruanda, hasta barracas militares en la Guayana Francesa; de aulas de clases hasta salas familiares, siempre recordándote que Dios bendice a quienes deciden seguirlo.

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–Bien, veo que ha perdido algo de peso. ¿Tiene hambre?

El soldado admitió que tenía hambre y solicitó comida.

Con frialdad, el oficial comandante contestó:

–¿Va a obedecer mis órdenes?

–Señor, si lo que quiere decir es si voy a quebrantar el sábado, la respuesta es: ¡No, señor! Esa es una orden que no puedo obedecer.

La cara del comandante enrojeció de ira.

–Entonces, seguirá sin comida.

Agitado, caminó por la celda gritando:

–La autoridad debe respetarse. Un lugar para todo y todo en su lugar. ¿Verdad? ¡Verdad!

Inclinándose, levantó el mentón de Pieter y lo miró a los ojos.

–Cuando tenga suficiente hambre, aprenderá que estoy hablando en serio. Entonces obedecerá mis órdenes.

Irguiéndose cuan largo era, el oficial salió apresuradamente de la celda, golpeando la puerta detrás de sí. Las llaves chocaron con estrépito mientras el comandante encerraba a Pieter.

Sintiéndose solo en su celda, el tiempo parecía no transcurrir más. Cerca de las cuatro y media o cinco de la tarde, se sintió débil por el hambre. Se arrodilló en el piso, juntó sus manos, cerró sus ojos y oró:

–Oh, Señor, tú prometiste que mi pan y mi agua estarían asegurados. La semana pasada, cada día, me diste agua. Gracias. Lo único que falta es el pan. Hoy reclamo el resto de tu promesa. Por favor, que mi pan y mi agua estén asegurados.

Mientras oraba, algo se apretujó contra su pierna. Terminando su oración, el soldado abrió sus ojos y vio en el piso frente a él un trozo de pan.

Lo recogió y lo comió con hambre, y luego oró nuevamente, agradeciendo a Dios por contestar su oración en forma tan rápida y milagrosa.

Al día siguiente tenía hambre nuevamente más o menos a la misma hora. Otra vez se arrodilló, cerró sus ojos, cruzó sus manos y oró por comida. Otra vez sintió algo que se apretujó contra él. Cuando abrió sus ojos, otra vez vio un trozo de pan en el piso, que devoró con hambre.

Esto sucedió una y otra vez, día tras día, durante dos semanas.

Entonces, la puerta de la celda se abrió y el oficial comandante entró.

–Veo que no está demacrado por perder peso –dijo el oficial–. ¿Cómo puede ser?

–He comido todos los días, señor –respondió Pieter respetuosamente.

–¿Quién ha estado alimentándolo? –demandó el oficial.

–¡Yo pensé que era usted, señor!

–¡Yo no fui! –gritó el comandante y la vena de su cuello comenzó a abultarse otra vez–. ¡Con seguridad que no fui yo!

– Si usted no fue, señor, entonces seguro que fue Dios, señor. Cada día, señor, más o menos a la misma hora, encontré un trozo de pan en el piso.

–¿Un trozo de pan en el piso? –la voz del comandante mostraba incredulidad.

–Correcto, señor.

–¿Quién lo está alimentando con ese pan?

–No lo sé, señor.

–¿Cómo que no lo sabe?

–Pensé que usted me estaba alimentando, pero estaba equivocado, señor. Ahora no sé quién fue, pero alguien me alimentó.

–Diga lo que sabe.

–¿Me promete no enojarse, señor?

–No me enojaré.

El comandante le regaló su mejor sonrisa, aunque un extremo de su boca se alzaba más que el otro. En un tono contenido y paciente, añadió:

–Necesito saber quién es el que lo alimenta.

–Bien, señor. Cada día oro por comida, y mientras estoy orando algo se apretuja contra mi pierna y, cuando termino mi oración, encuentro un trozo de pan en el piso.

–Pero ¿no sabe quién le está dando pan?

–Honestamente, señor, no lo sé.

–Y ¿por qué no?

El oficial sonaba un poco irritado, pero apretó sus dientes para contenerse.

–Porque, señor, cuando oro cierro mis ojos. Y no los abro otra vez hasta que termino de orar.

El oficial asintió con su cabeza como si entendiera, y terminó el pensamiento:

–Entonces, no puede ver qué sucede mientras ora.

–Correcto, señor. Porque mis ojos están cerrados.

–Bien, ¡descubra quién es! –dijo el comandante–. ¡Es una orden!

–¡Haré lo mejor que pueda!

–¿Cree que puede orar con los ojos abiertos?

–Creo que haré una excepción en este caso, señor.

–Hágalo.

–¡Sí, señor!

–Es una orden. Ore con los ojos abiertos. Volveré mañana. Quiero saber quién lo está alimentando.

–Haré lo mejor que pueda, señor, pero no puedo prometer nada. ¿Y si es mi ángel guardián? En ese caso, no vería nada. Espero que entienda, señor.

–Quiero saber quién está alimentándolo; ¿entiende lo que quiero decir?

–Entiendo, señor.

No habló con tanta confianza como sintió que debería tener. Temía que fuera su ángel guardián, y en ese caso realmente no lo vería.

Al día siguiente, más o menos a las cuatro y media o cinco, su estómago comenzó a hacer ruidos. Pieter se arrodilló en el piso de piedra como era su costumbre. Pero, esta vez hizo algo diferente: no cerró sus ojos para orar.

Mientras estaba orando, vio, por el rabillo del ojo, un gato que llegaba hasta la ventana, se escabullía entre las rejas y saltaba hasta el piso. Se acercaba a él sigilosamente y se apretujaba contra su pierna. En ese momento, Pieter se dio cuenta de que el gato llevaba algo en su boca. No pudo creer lo que vio. Parpadeando, sacudió su cabeza y volvió a mirar para asegurarse de no estar imaginando cosas. Con toda seguridad, sus ojos no lo estaban engañando. ¡Era un trozo de pan!

Paralizado por la sorpresa, Pieter observó cómo el gato dejaba el pan en el piso, daba la vuelta, saltaba hacia la ventana, se escurría entre las rejas y desaparecía.

Maravillado, Pieter oró nuevamente:

–¡Gracias, Señor, por realizar un milagro tan impresionante solamente para mí!

Luego, levantó el pan y se lo comió con ansias.

Al día siguiente vinieron guardias hasta la celda de Pieter y lo llevaron a la oficina del comandante. Una vez allí, Pieter se paró firme, entrechocó sus talones y saludó al oficial.

–¡Descanse, soldado! –ordenó el comandante luego de devolver el saludo.

Pieter obedeció. Yendo directo al grano, el oficial le preguntó:

–¿Sabe quién ha estado alimentándolo?

–¡Sí, señor!

–¡Dígame quién se atreve a hacer una cosa así!

Pieter cambió de pie y miró a un punto detrás de la cabeza del comandante.

–Usted no va a creerme, señor.

–¿Quién es?

–Creo que le resultará difícil creerlo, señor.

–Simplemente, responda.

–Bien, señor.

Pieter respiró profundo.

–Es un gato.

–Explíquese, soldado. Espero que lo haga bien.

–Sí, señor.

Pieter pasó su lengua por su boca, pues estaba seca.

–Cuando ayer me arrodillé a orar, mantuve mis ojos abiertos, aunque no es mi costumbre.

Al hablar, su corazón latía más fuerte de lo normal.

–Mientras estaba orando, un gato llegó hasta la ventana... ¡No podrá creer esto!

–Estoy escuchando, soldado.

–¿Me promete que no se reirá, señor?

–¡Lo prometo! Cuénteme qué sucedió.

–Bien, señor. Mientras estaba orando, un gato llegó a la ventana trayendo un trozo de pan en su boca. Luego de saltar desde la ventana, dejó el trozo de pan a mis pies, luego subió hasta la venta, se escabulló y desapareció, señor.

Pieter estaba tan seguro de que el oficial lo acusaría de mentir que sus manos temblaban. Para su sorpresa, los ojos del oficial se iluminaron y una media sonrisa se dibujó en su rostro. ¿Comenzaría a reírse del soldado?

–Usted ¿me cree? –preguntó Pieter con duda.

–Muchacho, me ha ayudado a aclarar un misterio –respondió el comandante.

–¿Qué misterio, señor?

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