Un supuesto central en la demarcación de estas limitaciones es el de la democracia representativa. Sin entrar en los detalles de la extensa bibliografía sobre el tema (Urbinati, 2006), hay que señalar que otro de los parámetros de valoración de un sistema democrático es su carácter representativo. El argumento que lo valida consiste en que la complejidad social hace imposible la democracia directa en gran escala[15] y que, bajo estas condiciones, el régimen político solamente puede ser democrático si es representativo. Por lo demás, aunque desde un punto de vista lógico es imposible garantizar que jamás ocurra una regresión en materia de derechos y gobierno, la historia del constitucionalismo muestra una tendencia hacia la expansión de la esfera de los derechos de ciudadanía y la limitación de la autoridad, a la cual se somete a controles (Lane, 1996: 17-86).[16]
El origen de las reglas (constitucionales y no)
Imagine el lector un mundo fantástico donde la conducta de los otros fuera completamente imprevisible, hasta el grado de que no hubiera otro recurso para guiarse en él que los escasos medios puestos directamente a disposición del individuo, los mismos que se vería forzado a usar, las más de las veces, en contra de los otros para no morir aplastado o ser condenado al aislamiento. En ese mundo las interacciones entre las personas serían azarosas, no estarían estructuradas sobre ninguna pauta o memoria que las ordenase y sus resultados serían caóticos vistos desde fuera y absurdos mirados desde dentro.
El mundo real no es así. Pero por extraño que parezca hay situaciones sociales y épocas históricas que, sin llegar a esos extremos, suelen acercarse a esa descripción y despiertan en la imaginación proyecciones de la realidad que se asemejan a ese mundo fantástico. Se trata de periodos de la vida social en que las instituciones diseñadas para conseguir el acuerdo y la cooperación políticos han dejado de funcionar satisfactoriamente a ojos de los que viven con ellas. En consecuencia, aparece una y otra vez la necesidad de reformular su estructura y su funcionamiento, una tarea que puede darse de súbito, como en las grandes conmociones revolucionarias, o gradual y ordenadamente, como en las transiciones pacíficas que han conseguido producir modelos más o menos democráticos.
Estos periodos de la vida política se distinguen porque los actores del espacio público toman como objeto privilegiado de su pensamiento y acción las instituciones que pautan su actuación. Aunque la sociedad revisa permanentemente sus instituciones, los periodos del tipo al que nos referimos otorgan un lugar especial a la revisión y reforma de las instituciones, de tal manera que no pueden descansar hasta que las han arreglado de un modo nuevo, más adecuado a las preferencias y exigencias de la época, y pueden entonces, por decirlo así, acoger en su ser al futuro que se espera y dejar de ser mero reflejo y atavismo de un pasado irreconciliable.
En estos periodos de la vida social, el pensamiento constitucional y las constituciones como sistemas de acuerdos políticos y reglas jurídicas de última instancia son objeto de escrutinio, reflexión, debate y, finalmente, de transformaciones que pueden ser exitosas o fallidas, de acuerdo con muy diversas circunstancias.
Hay otras etapas de la vida social diferentes de aquellas que se distinguen por la estabilidad de sus instituciones y la naturalidad con que son vistas por la gente. En estas circunstancias las instituciones juegan, finalmente, su rol fundamental: la regulación de trasfondo de la vida colectiva.
Las constituciones son combinaciones de acuerdos políticos formulados como reglas para tomar decisiones en los aspectos de la vida colectiva que una sociedad considera esenciales. Dicho sintéticamente, son instituciones que crean instituciones. Por esta razón son fundamentales; si consiguen ser estables, garantizan el cumplimiento de los acuerdos durante periodos prolongados de tiempo. La dinámica institucional de las constituciones puede analizarse a partir de la consideración de ambos elementos —acuerdos políticos y reglas para cumplirlos— cuya interacción define su dinámica.
Desde esta perspectiva, las constituciones representan un desafío a las teorías de los bienes públicos porque, entendidas como convenciones políticas con impactos normativos vinculantes, establecen estándares sociales y políticos diferentes en cada sociedad y, en la medida en que los valores a los que responden se difunden más allá de sus fronteras, impactan en otros ordenamientos constitucionales a lo largo del tiempo y de la geografía. Baste considerar que, vistas las constituciones como engendradoras de bienes públicos, pueden dar ocasión a codificaciones distintas de los derechos. Por ejemplo, en el plano de los derechos fundamentales hay ordenamientos constitucionales que han permitido la esclavitud o la explotación infantil y, a raíz de los conflictos ocasionados por estos derechos, han sido enmendadas. Otro ejemplo de cuño más reciente es el de los derechos ambientales, que obligan a los agentes económicos a cumplir con reglas de protección ecológica que alteran sustancialmente los costes de producción y, por consiguiente, el funcionamiento de los mercados.
Así, las constituciones han evolucionado en diferentes direcciones, pero a largo plazo y en los sistemas democráticos, tienden a converger para garantizar derechos fundamentales que anteriormente carecían de reconocimiento. Una consecuencia de esto ha sido que, bajo ciertas condiciones de vigencia del derecho, el Estado modula aspectos importantes de las relaciones económicas y sociales. Esta modulación admite variantes que van desde el uso frecuente de mecanismos coercitivos para someter conductas desviadas del orden del derecho hasta fórmulas más tenues en que las convenciones culturales y la moral individual «absorben» la coerción mediante la autorregulación.
De esta manera, puede decirse que las constituciones son bienes públicos que ordenan, a su vez, la producción de bienes, tanto públicos como privados, mediante acuerdos políticos de impacto normativo.
Lo anterior implica asumir que la naturaleza de las constituciones es la codificación de pactos entre los miembros de la comunidad política que plasman principios de cooperación social.[17] Las constituciones son, pues, acuerdos de mutuo beneficio que instituyen reglas para la realización legítima de actividades en provecho propio. Sin remontarme aquí a los detalles del significado de esta opción teórica (Valdés Ugalde, 2003), es conveniente señalar algunas de las implicaciones de este enfoque. Las constituciones son hechas para operar como si fueran el resultado de un acuerdo voluntario entre las partes que están sometidas a ella; de otra forma serían inoperantes. Independientemente de si hay una racionalidad social subyacente y anterior al acuerdo constitucional, los arreglos políticos y los contratos que se derivan o apoyan en él obtienen reconocimiento, consistencia, legitimidad y legalidad merced a la constitución misma. Ello los hace motivo de cumplimiento obligatorio.
Con independencia de la visión que se postule de la naturaleza de los individuos concurrentes y de la sociedad que los rodea, la existencia de los contratos presupone libertad de decisión y responsabilidad en su cumplimiento. Esto ha sido considerado erróneo por algunos críticos. A diferencia de la asociación o el intercambio voluntario, la adscripción social comienza por el nacimiento y termina con la muerte. Sin embargo, las constituciones operan en ambos niveles: constituyen y obligan a los miembros de la sociedad, pero son a la vez códigos hechos para normar las relaciones políticas de la convivencia en diferencias irreductibles de condiciones e intereses. Los ciudadanos están obligados a cumplirlas, pero a la vez, sus derechos, si la Constitución es democrática, incluyen la prerrogativa de debatirla y, eventualmente, cambiarla. La obligación de cumplir la ley y las instituciones de coerción destinadas a garantizar esta exigencia son el artefacto que hace que los acuerdos y su cumplimiento tengan vigencia, pero tales pactos incluyen fórmulas para que estos sean sometidos a procesos de transformación (Hardin, 1999: 82-118).
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